.
Julio Cortázar, Paris, 1969. (Foto: Pierre Boulat)
C iudad Juárez, Chihuahua. X de marzo de 2013. (RanchoNEWS).- A continuación reproducimos el texto de Karin Benmiloud publicado en el suplemento Confabulario segunda época de El Universal el 9 de junio 2013:
Seguir los pasos de Julio Cortázar en París, cincuenta años después de la publicación de Rayuela, significa dejarse llevar por los remotos recuerdos de una primera lectura hecha a los veintiún años (que es cuando hay que leer Rayuela por primera vez). Para ser honesto, significa también ahora (que todo se nos vuelve más fácil) seguir el itinerario recopilado por José María Conget en la Ruta Rayuela (1963) del Instituto Cervantes de París. Consta de veintiún etapas rituales, «Desde el Quai de Conti al Cementerio de Montparnasse» –amén de la casa del autor argentino, ubicada en el núm. 4 de la Rue Martel (10e arrondissement), injustamente excluida del mismo, pero por cierto mucho más lejos.
Como la misma novela de Cortázar, la ruta tendría pues que empezar en el Quai de Conti: «¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts…». Si en este mítico arranque Horacio Oliveira aconseja llegar por la rue de Seine, la vecina calle Mazarine que da al mismo arco también es muy recomendable, con la minúscula sede de la editorial L’Herne, en el número 22, donde Borges, Vargas Llosa y Fuentes tienen allí sus volúmenes honoríficos (pero quién sabe por qué, no García Márquez, ni Cortázar). Y como guiño de ojo, en el número 28, una placa recuerda que allí el egiptólogo Jean-François Champollion descubrió en 1822 el sentido de los jeroglíficos, siendo así el ilustre antecesor del lector de Rayuela que se enfrenta en el capítulo 68 con el misterioso glíglico, este lenguaje encriptado y socarrón que encubre las hazañas sexuales de Horacio y de la Maga.
Si bien la etapa siguiente sugiere una visita a «toda la sección egipcia del Louvre» –por cierto completamente renovada en 1997– del otro lado del Sena (¿del lado de acá?), el resto del itinerario se despliega por completo rive gauche (¿del lado de allá?), en la misma orilla del Quai de Conti. La breve incursión por la rive droite se cierra así unos pasos después con la Rue du jour, el café Au Chien qui fume que existe todavía («Al llegar al Chien qui Fume se tomaron dos vinos blancos») y el Pont Neuf («Para qué –contestaba la Maga, mirando correr las péniches desde el Pont Neuf», cap. 4). Ya no hay muchas péniches que corren por el Sena, se fuma cada vez menos en París, han cerrado hace ya varios años las galerías de la Samaritaine (no en vano la Maga es también Samaritana en Rayuela) que daban al Pont Neuf, pero uno puede todavía tomarse un vino blanco en el Chien qui Fume.
Las etapas 7 y 8 nos llevan a la rue Dauphine, donde vive Pola, la otra amante de Horacio («y caminaron Boul’Mich abajo y Boul’Mich arriba, antes de irse vagando lentamente hacia la rue Dauphine», cap. 64), y del otro lado del Boul’Mich, a la rue de la Huchette, lugar de especulación patafísica en la novela –allí mismo donde se representan las obras de Eugène Ionesco ininterrumpidamente desde 1957 (en el Cementerio de Montparnasse, las tumbas de Cortázar e Ionesco están separadas por apenas unos metros). La etapa 9 corresponde a la Catedral Notre-Dame (donde una noche, en el capítulo 20, la casualidad hace coincidir a la pareja) y la 10 a la Rue du Sommerard, donde vive el mismísimo Horacio Oliveira. En un hotel de la rue Valette (11), la Maga y Horacio se acuestan por primera vez: «La primera vez había sido un hotel de la rue Valette, andaban por ahí vagando y parándose en los portales, […] de golpe la Maga se apretó contra Oliveira y se miraron como tontos, HOTEL, la vieja detrás del roñoso escritorio los saludó comprensivamente y qué otra cosa se podía hacer con ese sucio tiempo» (cap. 5). Allí mismo, Horacio repetirá la escena con Pola, su otra amante (cap. 92).
En la rue Monge (12) cree enterarse Horacio de que vive la Maga: «Oliveira le había preguntado a Wong si era cierto que la Maga estaba viviendo en un mueblé de la rue Monge…» (cap. 35). Acercándose a los alrededores del Luxembourg, se llega a la rue Médicis (13), que es el escenario inesperado de la aparición fantástica del exhibicionista de la pissotière, doble de otro hombre muy versado en la obra de Freud : «O entrar a una pissotière de la rue Médicis y ver a un hombre que orinaba aplicadamente (…) y en el mismo instante darme cuenta de que ese hombre era exactamente igual a otro (…) que había disertado sobre tótems y tabúes» (cap. 1).
En el Jardin du Luxembourg (14), la imponente fuente Médicis sigue escenificando grandiosamente el encuentro del cíclope Polifemo y de la nereida Galatea, y en las calles del 5ème y 6ème arrondissements, entre vapores alcohólicos –y emulando a Oliveira–, uno también puede soñar con una catástrofe mayúscula: «…un embudo de terciopelo violeta arrancará al mundo de su quicio, a todo el Luxembourg, la rue Soufflot, la rue Gay-Lusssac, el café Capoulade, la Fontaine de Médicis, la rue Monsieur-le-Prince, va a sumirlo todo en un gorgoteo final que no dejará más que una mesa vacía…» (cap. 76). En la rue Monsieur-le-Prince (15), paralela a la rue Médicis, está también el restaurante Polidor, escenario famoso de una novela posterior del argentino, Modelo para armar (1968).
Asimismo, el lector de hoy, como Horacio y la Maga cincuenta años atrás, podrá comerse hamburgers y recorrer todo París en bicicleta: «Comíamos hamburgers en el Carrefour de l’Odéon, y nos íbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel, a cualquier almohada. Pero otras veces seguíamos hasta la Porte d’Orléans, conocíamos cada vez mejor la zona de terrenos baldíos que hay más allá del Boulevard Jourdan…» (cap. 1). Hoy una cadena de restaurantes de comida rápida ha invadido París (y casi todas las capitales del mundo), y las bicicletas parisinas se llaman Velib’. Hay cada vez menos terrenos baldíos más allá del Boulevard Jourdan, y en cambio crecen más y más edificios de oficinas…
Del Jardin y del Palais du Luxembourg, se puede bajar, siempre del brazo de Oliveira, por la rue de Tournon (un cardenal que fue consejero de François I), que ha cambiado muy poco desde los 60’s: «Berthe Trépat se apoyaba con todo su peso en el brazo de Oliveira que miraba hacia la rue Lobineau y al mismo tiempo ayudaba a la artista a cruzar la calle, seguía con ella por la rue Tournon. (…) Al flanquear el Luxemburgo discurrían sobre la vida en París cada día más difícil» (cap. 23). En el número 17 de la rue de Tournon (que también constituye –otra casualidad– la etapa 17 de la «Ruta»), dicen que el verdadero Julio Cortázar frecuentó, allá por los años 66 o 67, las veladas literarias de la viuda de un famoso actor francés, muerto en la cumbre de la gloria. Y en el mismo edificio elegante del número 17, dicen también que Mario Vargas Llosa alquiló un pequeño apartamento donde terminó su primera novela, La ciudad y los perros, publicado el mismo año que Rayuela, en 1963.
De allí se puede pasar a la rue Saint-Sulpice, y de allí a la rue Madame (del nombre de la esposa del Conde de Provenza, futuro Luis XVIII), un lugar asociado con Morelli, el escritor marginal de cuyas teorías Rayuela es perfecta ilustración: «Vive en el 32 de la rue Madame dijo un muchacho rubio que había cambiado algunas frases con Oliveira y los demás curiosos. Es un escritor, lo conozco. Escribe libros» (cap. 22). En la rue de Babylone (20), penúltima etapa de la Ruta, se supone que se ubica la sede del Club de la Serpiente, es decir el departamento de Ronald y Babs: «Oliveira ya conocía Perico y a Roland. La Maga le presentó a Étienne y Étienne les hizo conocer a Gregorovius; el Club de la Serpiente se fue formando en las noches de Saint-Germain-des-Prés» (cap. 4).
Como perfecta novela mandala (éste fue el primer título de Rayuela) o como perfecto Uróboros (emblemática Serpiente del Antiguo Egipto que también se remonta a los jeroglíficos), Rayuela contiene una alusión a la última morada de su genial creador, es decir el Cementerio de Montparnasse. En la novela, es el lugar adonde Horacio Oliveira precisamente en el último capítulo de la novela, arroja un misterioso papelito: «A la altura del cementerio de Montparnasse, después de hacer una bolita, Oliveira calculó atentamente y mandó a las adivinas a juntarse con Baudelaire del otro lado de la tapia, con Devéria, con Aloysius Bertrand…» (cap. 155). Como a la tumba de Jim Morrison en el Père Lachaise, la peregrinación a la tumba de Cortázar le ofrece al visitante un espectáculo singular y siempre renovado: flores artificiales y naturales, velitas, boletos de metro, estampillas, piedrecitas, colillas, huellas de pintalabios, jirones de poemas, grafitis, declaraciones de amor, etc. Claro, ese día, no falta tampoco media botella de vino tinto, sin duda abandonada para las libaciones de otro lector cómplice en honor al dios cortazariano. Allí se acaba el tour. Pero antes de que me vaya, Esperá, Julio, que termine la botella…
REGRESAR A LA REVISTA