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«A los 23, él tuvo su primera novela y yo tuve su muerte”, escribió Libertella sobre su padre. (Foto: Página/12)
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iudad Juárez, Chihuahua. 19 de junio de 2013. (RanchoNEWS).- La muerte del padre, antes que un tópico literario, es un tema vital. Cada padre muerto produce el fin de un mundo. Cada hijo intenta llevar ese mundo compartido a su manera, con mayor o menor peso en la estantería emotiva. En un capítulo de su Autobiografía –que se titula «La dimensión del teatro»– Anton Chejov recuerda cómo su padre se fue debilitando rápidamente, a causa de un cáncer de garganta, sin perder la lucidez. «Qué lástima, he vivido una vida tan larga, y ¿qué veo en víspera de la muerte? ¡Unos trenes cargados de gansos! ¡Es en verdad estúpido!», le dijo el padre, que no le temía a la muerte, poco antes de morir. El humor y la melancolía –acaso dos caras de la misma moneda, probablemente una más visible que la otra– permiten leer la muerte desde un horizonte conceptual distinto: la vida es diálogo con fantasmas. «Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo –se lee en el comienzo de Mi libro enterrado (Mansalva) de Mauro Libertella–. Me acuerdo de ese momento con especial nitidez, porque unos segundos antes de que dejara de respirar supe que a la cuenta regresiva le había llegado, literalmente, su último suspiro. Fue un instante al mismo tiempo suave y dramático: yo arrodillado en el piso, él acostado en su cama, inconsciente hacía horas.» Una nota de Silvina Friera para Página/12:
No hay vida sin huella. Ni huella sin muerte. Mauro escribe sobre la muerte de su padre, el escritor Héctor Libertella (1945-2006), con amor al «fantasma», con la presente ausencia de ese padre en su vida, con esa «ambivalencia, ese lento ir y venir por una cuerda floja», que ha sido el mensaje más difícil de capitalizar para él. El resultado, su primer texto publicado, es de una hondura y belleza extraordinarias. Cuesta despegarse de la letra, de la palabra de Mauro, de esa evocación desgarrada y contenida al mismo tiempo, sin estridencias ni golpes bajos, diseminada en una escritura que parece demasiado consciente de que toda huella es siempre precaria, vulnerable, mortal. Y por esa condición «existencial» de la huella está en proceso de continua reinterpretación. Nunca se cierra en virtud de un carácter disperso. El hijo escribe como si en cada línea volviera a leer al padre, al autor de El camino de los hiperbóreos, Personas en pose de combate y El paseo internacional del perverso, por citar apenas un par de títulos. No es una lectura literal, conviene aclarar. A través de diversos fragmentos evocados, lee momentos cruciales del vínculo con su padre.
La arquitectura del fantasma, la autobiografía de Héctor que se editó días después de su muerte, es para el hijo, «un libro sobre la anticipación de la muerte». El único libro que le dio una vez terminado para que lo leyera antes de su publicación. Hubo detalles que a Mauro, en esa primera lectura, se le pasaron por alto. «Era un libro que sólo podía entender si él ya no estaba –plantea–. Busco ahora la contratapa y lo veo todo tan claro: ‘Escribo la biografía del viejo que pude haber sido y (...) no sé, siento que la cosa ya está: ya se hizo toda de ficción. Ahora mi personaje puede vender su verdad como si fuera mentira’. En esos puntos suspensivos está el anciano y el abuelo que mi viejo nunca fue. En esos puntos suspensivos estoy yo en diez, en veinte, en treinta años; están sus manuscritos como herencia y está la historia de una vida que él mismo, entre paréntesis, clausuró.» Toda relación con el otro está marcada por el adiós, por la despedida. Sería errático afirmar que la escisión, el principio de la muerte, comenzó cuando, a los doce o tres años, Mauro pudo inferir la inclinación de su padre por el alcohol. La sumatoria de esa adicción, las recaídas más frecuentes –incluida la tentativa de recuperación vía Alcohólicos Anónimos– y la separación de los padres son para el hijo el origen de lo que él prefiere denominar «el derrumbe». Aunque concede que es lícito pensar «que se fue muriendo de a poco, a conciencia, como una elección» –un fumador empedernido que tomaba cantidades increíbles de alcohol y para colmo era diabético–, hay una frase que rechaza. Que no le gusta. Y la razón lo asiste: «Tu viejo se suicidó en cuotas», le dijo alguien. El dramatismo de la sentencia, como si las cartas estuvieran echadas y no hubiera vuelta atrás, anula la complejidad del cuadro: «Paradojalmente –añade Mauro–, día tras día estaba dejándose morir y día tras día estaba erigiendo arquitecturas improvisadas para sobrevivir».
Pensar en la muerte es animarse a hurgar en sentimientos contradictorios difíciles de conciliar. El amor al «fantasma», afortunadamente, no se traduce en veneración absoluta. Lejos está Mi libro enterrado de cometer ese pecado venial. «Todavía sumido en la gramática de la idealización e imantado por el encanto de la influencia beatnik, lo veía como un bohemio de esos que quedan pocos, un sobreviviente de una época contestataria y maravillosa. Sin embargo, esa falacia no tuvo fuerza para sostenerse sola –apunta Mauro–. Cuando lo veía temblar o con las piernas tan hinchadas que le costaba levantarse de su silla, San Francisco, City Lights, Allen Ginsberg y toda la constelación beatnik se caía a pedazos.» Pensar la muerte es también dinamitar el papel de la víctima, la empresa más complicada para quien escribe. Una de las instancias más conmovedoras es el diálogo entre padre-hijo, cuando Héctor acepta la inminencia de su propia muerte con una entereza y altura inesperadas. Es el preludio de la despedida. Las palabras del padre fueron como «un elogio a la vida en el medio de un velorio». El padre se corre del lugar de la víctima y en ese movimiento traza la señal para que Mauro, posteriormente, pueda desplazarlo de ese andarivel compasivo que se condensa en un lamento: «Pobre papá que se muere y no puedo hacer nada».
Mauro Libertella nació en México en 1983, durante el exilio de sus padres, y trabaja como periodista y crítico cultural. Mi libro enterrado admite una lectura que puede rozar la autobiografía por el modo en que la escritura está dando cuenta de otro que la contamina y de la relación entre un padre que escribe y un hijo que tramita esa herencia escribiendo, asumiendo la elasticidad fronteriza entre testimonio y ficción. Cuenta que recién cuando murió Héctor pudo escribir su primera ficción, un cuento precario sobre un hombre que trabaja de bibliotecario en un hospital, titulado «Duelo». «Lo escribí con el arrojo y la impunidad que me habilitaba su ausencia –revela–. Tenía 23 años, la edad exacta en la que mi viejo publicó su primer libro y recibió su primer premio literario grande, el premio Paidós. Esa suerte de precocidad suya era para mí hasta entonces como una bestia negra que me corría por atrás y me apuraba (...). A los 23, él tuvo su primera novela y yo tuve su muerte.» Luego del efecto de esa muerte, en esa tensión entre idealizar al padre, tomar distancia y saldar cuentas con el peso de un legado, la voz del hijo, diáfana y cristalina,
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