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El editor gráfico de Life y primer director de Magnum, «hermano» de Robert Capa, recorre su extensa carrera en la memorias ¡Consigue la foto! Una historia personal del fotoperiodismo (Foto: : Tana Hoban)
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iudad Juárez, Chihuahua. 25 de junio de 2013. (RanchoNEWS).- John G. Morris (Chiacago, 1916) ha estado al frente de la edición gráfica de publicaciones como las revistas Life y National Geographic, los periódicos The Washington Post y The New York Times. Eso es un póquer de ases. Que además eleva al repóquer añadiendo un quinto naipe: el de la agencia Magnum, de la que fue su primer director. Pueden imaginarse el ciclón de imágenes que ha circulado bajo sus ojos azules. Ahora estos lucen algo desvaídos. Quizá de tanto mirar. Seguro que de tanto vivir: cuenta 97 años. Una circunstancia que no le ha impedido coger el avión desde París (allí vive desde 1983, en el barrio de Marais) y plantarse en Madrid para presentar su biografía, Consigue la foto. Una historia personal del fotoperiodismo (La Fábrica), un clásico en Estados Unidos, donde se reedita constantemente. Una nota de de Alberto Ojeda para El Mundo:
Morris, sentado en la cafetería del nuevo espacio abierto por La Fábrica, le da un sorbo a su café y le quita hierro a ese currículum apabullante. «Simplemente he tenido suerte», ataja humilde. El libro, con más de cuatrocientas páginas, está cuajado de recuerdos en los que salen a relucir muchos de los primeros espadas de la fotografía en el siglo XX: Robert Capa, Cartier Bresson, Eugene W. Smith, Lee Miller... Morris llama «hermano» al primero. Le conoció cuando el fotorreportero de origen húngaro, a principios de los 40, se desplazó de París a Nueva York. Allí trabajó para Life, donde coincidió con Morris y empezaron a forjar su estrecha amistad.
La relación estuvo expuesta a la amenaza de la ruptura por un accidente con los rollos que contenían las imágenes captadas por Capa durante el desembarco de Normandía, en el Día D. Tras jugarse el tipo en las playas en la playa de Omaha, incrustado en una de las barcazas que tomaron tierra, mandó el valioso material mediante un correo al estudio del Soho en Londres donde Morris tenía su centro de operaciones. Las prisas por completar el proceso de revelado provocaron un sobrecalentamiento de los negativos. Por instantes, pensaron que todo el trabajo se había ido al garete. Pero una intervención delicada y certera de Morris logró salvar al menos 11 capturas. Salieron movidas pero hoy son un hito en la historia de la fotografía. Capa lo encajó con discreta resignación, sin aspavientos.
Morris define a Capa sencillamente como «un héroe». «Era inteligente, tenía un ojo muy afinado y un gran corazón. Y gastaba un gran sentido del humor. Cuando volvía de la guerra, no era de esos reporteros melancólicos y huraños. Era muy divertido. Nunca olvidaré la imagen de él patinando sobre el hielo en el Rockefeller Center. Era muy buen esquiador pero no tan buen patinador. Una vez se escurrió y acabó, qué casualidad, agarrado al brazo de una señorita guapísima. Todos reíamos alegremente», recuerda. Puede decirse que las guerras no les borró la sonrisa. Los dos las odiaban y trabajaban para que, al documentar sus desastres, la humanidad recapacitase un poco antes de liarse a tortazos. Ese ha sido el leitmotif que ha empujado a este cuáquero nacido en Chicago a escudriñar un siglo sobre papel fotográfico.
Capa y Morris estuvieron varios días en Normandía trabajando sobre el terreno tras el desembarco. El editor norteamericano, que estuvo casi un mes pateando aquella región desde donde los aliados tomaron impulso para abalanzarse sobre Berlín, jamás había mostrado aquellas imágenes, las únicas tomadas por él mismo con una exigencia profesional. Las ha tenido custodiadas durante siete décadas y ahora se ha decidido a mostrarlas por fin. De la que se siente más orgulloso es de una en la que aparecen dos soldados alemanes arrestados, brazos en alto. Morris, a medida que avanza la conversación, va sacando sobre la mesa fotocopias de esas instantáneas. Ya ni queda sitio para la taza.
La muerte de Capa fue un zarpazo cruel. Cayó (¿absurdamente?) tras pisar una mina en 1954 en Indochina, en una guerra que odiaba. «Allí le hicieron una especie de funeral militar pero cuando fue repatriado a los Estados Unidos fui yo el que se encargó de enterrarle, en el cementerio de Amawalk Hill, a las afueras de Nueva York. Les propuse a sus familiares hacer una ceremonia cuáquera, que consiste en que sus allegados se reúnen y hablan sobre él. Algo muy sencillo». Ahora sí la guerra había acabado con las ganas de reír.
« Robert Capa era un hombre que se implicaba, que hablaba y preguntaba a la gente que retrataba. Se esforzaba por entender sus problemas y sus inquietudes y tenía mucho instinto», explica John G. Morris. Una manera de trabajar que contrasta con la de otro de los grandes de la cámara que trató: Cartier Bresson. «Fue Capa el que me habló de él. Me recomendó que contactará con él cuando fui a París, sólo cinco días después de su liberación, el 31 de agosto de 1944. Me dijo que hablaba muy buen inglés y que conocía a fondo la ciudad.» Fue pues su cicerone en esas particulares circunstancias. «Cartier Bresson en cambio era un fotógrafo discreto, que tenía estrategia para sus fotos, una tendencia que le venía de sus estudios de pintura». Nunca se llamaron el uno al otro «amigo». Como máximo, «colega».
John G. Morris ahora despliega más recortes de periódicos. La taza queda sepultada bajo el papel. Es un tic muy significativo. La fijación por documentar la verdad. Muestra la foto de un espía norteamericano de la OSS (precedente de la CIA) junto con un Ho Chi Minh jovencísimo. «Si la sociedad estadounidense hubiera conocido aquellos movimientos, se podría haber evitado la guerra de Vietnam dos décadas después. Por eso el periodismo es tan importante», sentencia. Aquellos acercamientos cayeron en el olvido y «se perdió una gran oportunidad». Y ahora coloca encima otro reportaje que revela cómo fue tratado en la prensa el bombardeo de Hiroshima, con fotografías del hongo atómico. Esa imponente formación de aparente humo aséptico fue la imagen que recorrió el mundo en las portadas de los diarios y las revistas. Las madres quemadas intentando amamantar a sus hijos no salieron aunque las fotos estaban hechas. La censura triunfalista impidió su publicación. Morris las esgrime con rabia. «Esto es lo que deberíamos haber enseñado», se reprocha. Al periodismo actual le reconoce ser «mucho más sensible con las personas anónimas», que «antes casi no aparecían en las fotografías. Sólo había ojos para reyes, presidentes, deportistas, senadores...».
Morris defiende su terreno: «Un texto sin imagen está incompleto». Pero también tiene sentido del equilibrio: «Al revés ocurre lo mismo». Por tanto, cuando se le pregunta quién es más valioso para conocer lo que realmente está sucediendo en un conflicto bélico, si un Hemingway (con el que compartió muchas veladas de vino y conversación) o un Capa, Morris responde sin pensarlo: «Los dos».
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