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Una mampara celebra en la Avenida Juárez, de Ciudad Juárez, el premio de Paz. (Foto: Francisco Javier Hernández / RanchoNEWS)
C iudad Juárez, Chihuahua. 31 de marzo de 2014. (RanchoNEWS).- Un joven de 16 años, dispuesto a convertirse en escritor, entra al Laberinto de la soledad de Octavio Paz y descubre en él ventanas con visiones extraordinarias y puertas insospechadas que lo conducirán, por el resto de su vida, a otros interminables laberintos, hasta convertirse en el Minotauro del Minotauro, hasta convertirse en su propio mito y saberse más ficticio que sus propios personajes.
Pero el viaje no es sólo de conocimiento, el vehículo del lenguaje es una maravilla. Un prosista que poetiza. Un poeta que prosa. Un hombre hecho estilo.
«El mundo de Paz, perfecto y desnudo. Apetito de Paz. Se sale con sosiego. Y con una certeza: su estilo era la inteligencia del estilo», ha dicho de él Juan Cruz.
Luego llegaría la limpidez de sus poemas poliédricos.
«A veces –escribe Antonio Colinas–, cada poeta cree que la poética verdadera es la suya y, en consecuencia, se ve constreñido a mantener un tono o un mensaje únicos. Por el contrario, desde el primero al último de sus libros, la poesía de Paz busca los caminos de la libertad, desde el lirismo sutil a la poesía de compromiso, desde el surrealismo al poema concreto, visual o en prosa, desde hermetismo al decir llano o mágico».
Y agrega:
«De este gran afán de libertad creativa («bajo palabra»), se derivan otras características de su poética. La primera, es el grande e incuestionable sentido de universalidad de la misma (válida también, por supuesto, para sus ensayos y artículos). ¿De dónde proviene este sentido? Desde luego de su afán de diálogo con otras culturas y civilizaciones. Paz no se entrega a lo novedoso caprichosamente, no es un poeta que juega con los ismos. Conoce muy bien y escribe sobre los poetas de México, lee a los clásicos españoles, pero no ignora las corrientes inglesas, francesas, las de Extremo Oriente».
Enseguida llega la noble labor editorial: Plural y Vuelta. El peso atómico del rigor y la inteligencia.
Luego el premio Nobel de Literatura que no sólo lo premia a él, sino también a la literatura mexicana que lo nutre y de la cual se vuelve emblema.
Pero también existe otro Octavio Paz: el hombre público. Su máscara. El intelectual en la plaza mexicana, en la que es denostado por sus manerismos sabihondos, por su repelente vocecilla de maestro docto, por su vocación de juglar prestigiado y protegido por su torre de marfil, que le impide acceder al escándalo del salario mínimo, el literato que cae en la trampa de confundir política con poesía; y con la edad se contradice, niega al Otro, y se transforma en su propio Stalin, en su propio Hitler.
Homero enceguecido por su brillantez. (Era la opinión de la crítica Raquel Tibol: podrán decir de él lo que quieran, pero no podrán negar que es un hombre brillante).
Y ese trágico final. Un fortuito fuego consume su espléndida biblioteca, cuya herencia nos hubiera enriquecido a todos los mexicanos. Sin embargo la llama persevera y le arrebata sus más caros tesoros; sólo queda un ácido tufo de desgracia.
¿Fue acaso voluntad de la envidia o castigo por su vanidad? Creo que eso nunca se sabrá.
Mi certeza es que hoy, que se cumple el centenario de su natalicio, un joven de 16 años –que todavía es un aprendiz de escritor– aquí ha venido a expresarle su gratitud.
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