Bernstein se transformaba en otra persona cuando subía al podio. (Foto: Sony Classical)
C iudad Juárez, Chihuahua. 24 de agosto de 2018. (RanchoNEWS).- A lo largo de todo el año se está festejando, como corresponde, el centenario del nacimiento del gran músico que fue Leonard Bernstein (Lawrence,1918- Nueva York,1990). Muchos que ya peinamos canas nos acordamos de aquellos programas pedagógicos para jóvenes que emitía la televisión allá por los años sesenta-setenta con un doblaje suramericano. Como director, Bernstein poseía un extraño instinto, que le venía de cuna, un olfato inigualable para percibir sonidos y estructuras, para construir de manera muy lógica cualquier tipo de edificio musical. Respiraba música por todos sus poros en un proceso natural que lo conducía a estados de elevación, a catarsis increíbles. Manejaba la batuta en amplios movimientos de vaivén, en círculos monumentales, con una gestualidad que seguramente había nacido con él. Sudaba, saltaba sobre el podio, se inclinaba y casi se transformaba en otra persona.
Toda esa parafernalia no venía de la nada. Tras cada una de sus interpretaciones había horas de estudio, de análisis hasta alcanzar la comprensión total de los pentagramas y, lo que es más importante, su trasfondo; lo que ocasionaba a veces acercamientos y exposiciones que parecían extraños y caprichosos, sometidos a tempi muy cambiantes, ora lentos, ora rápidos. Era algo que, sin embargo, no impedía la unidad estilística. Había sabido aprehender las enseñanzas de Fritz Reiner en cuanto a precisión y de Serge Kusevitzky en lo relativo a la búsqueda de la emoción. Esto último lo llevaba grabado en el código genético y le permitía imantar a músicos y a oyentes.
Arturo Reverter escribe para El Cultural
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