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En La Villa, en plena faena. (). (Foto: Jesús Quintanar)
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iudad Juárez, Chihuahua. 11 de enero de 2015. (RanchoNEWS).- Don Javier Hernández Zepeda tiene 70 años trabajando como fotógrafo de la calle. Llegó a los ocho años a la Basílica de Guadalupe como ayudante. Ha visto cómo se ha transformado La Villa, y aunque su oficio no siempre le ha permitido vivir cómodamente, no se arrepiente de haberlo escogido. Reporta desde la ciudad de México para Milenio Emiliano Balerini Cssal.
Antes de ser asistente, vendía paletas y helados en el jardín Juárez, ubicado dentro de la misma Basílica, hasta que un compañero, Paulino Pérez, le pidió que le ayudara a tomar fotos: «Primero le dije que no, porque él solo estaba sentado, y a mí, en cambio, me gustaba estar moviéndome de un lugar para otro».
Paulino le insistió diciéndole que lo acompañara el domingo siguiente. Don Javier fue, pero casi no hubo clientela, así que regresó a su carrito de paletas y helados.
Pero la siguiente semana fue diferente: ganó más dinero como asistente de fotografía que vendiendo paletas y helados. A partir de ese momento ha trabajado como fotógrafo de agüitas. Como ayudante duró 30 años; después solicitó que le dieran el puesto de fotógrafo y hasta hoy no ha dejado de serlo.
¿Qué es lo que más le gusta de la fotografía y de estar en La Villa?
Los niños. Si una familia trae a un niño me aboco a él. Invito a los papás a que retraten a sus hijos. Es nuestro gancho. Los subimos al caballito para retratarlos y después de hacerlo intentamos fotografiar a la familia. Buscamos la manera de que el cliente, en lugar de dejarnos un peso, nos deje dos. Así de sencillo.
Cambios tecnológicos
Don Javier viste con una bata gris, que trae inscrita la leyenda «Fideicomiso de Fotógrafos de la Basílica de Guadalupe». Sombrero texano, lentes oscuros, camiseta azul de cuello de tortuga, camisa blanca y pantalón oscuro completan su vestimenta.
Está parado junto a las escaleras que conducen a la Capilla del Cerrito. A su lado se encuentran tanto sus compañeros fotógrafos como un caballo de utilería, sombreros, sarapes y el resto de adornos que tienen para que la gente se lleve un recuerdo de 65 pesos.
Aquí hemos pasado tres cambios tecnológicos: empezamos con la cámara de cinco minutos, que era una cámara de un cajón y tripié. Todo se hacía dentro de la caja. Era cuando nos decían fotógrafos de agüitas por traer cubetas con agua para el revelado.
¿Y después?
Polaroid y Fuji. Cámaras instantáneas de las que la fotografía salía al momento. En esa época se incrementaron mucho las cámaras pequeñas que Kodak lanzó al mercado y eso nos perjudicó porque todo mundo traía su cámara. Sí se retrataban con nosotros, pero ya no con la afluencia que antes lo hacían. Finalmente aparecieron las cámaras digitales. Esto provocó que le dijéramos adiós a las Fuji y Polaroid. La digital es más completa y nosotros tenemos que ir al día con nuestro trabajo, tenemos que ir adelante. Nosotros nunca nos retrasamos, porque si así la gente no se retrata, si no ofrecemos un servicio inmediato perdemos más clientes.
¿Cómo les han afectado las nuevas tecnologías?
Ahora se sufre más. La gente tiene celulares con cámara. La tecnología nos perjudica y beneficia al mismo tiempo. Todo mundo trae su teléfono. Es una guerra tremenda. No podemos combatirla. Nos está quitando trabajo a los fotógrafos de La Villa, Chapultepec, Xochimilco, San Juan de Aragón, la Alameda. Éramos 300 los que integrábamos la Unión de Fotógrafos de Cinco Minutos e Instantáneas en el Distrito Federal. La unión existió de 1945 a 2004.
¿Qué pasó con ella?
Desgraciadamente, la mala administración hizo que desapareciera. No queda más que el Grupo de Instantáneas. A nosotros, como parte del fideicomiso, no nos ha afectado. Es triste que ya no exista la unión porque cada mes hacíamos asambleas, convivíamos, peregrinábamos a la Villa de Guadalupe y organizábamos banquetes. Ahora, en cambio, se acabó eso en lo general.
La familia
Pocas son las personas que se detienen a tomarse una fotografía mientras don Javier habla con MILENIO. La gente llega a las escaleras de la Capilla del Cerrito, se para unos instantes para contemplarla y luego sigue su camino.
Javier no para de hablar. Ahora recuerda que nadie más de su familia se dedicó a este oficio: «A mis hijos no les gusta para nada. El más pequeño de ellos me ayudaba los jueves y domingos de Corpus».
¿Decidieron estudiar otra cosa?
Exactamente, porque aquí, cuando hay buenos días, todo está muy bien, pero cuando hay malos uno debe aguantarse. Vea usted la gente que pasa y dígame si hay alguno retratándose: no hay ninguno, no tienen dinero. Hay que entenderlos. La situación económica del país está por los suelos.
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