Borges, por Naranjo. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 19 de octubre de 2018. (RanchoNEWS).-Ese solitario y vehemente ejercicio de combinar palabras que emocionen y conmuevan a quienes las oyen vibrar con misteriosas irrupciones y arbitrarios eclipses —que llamamos poesía—, es una de las formas más delicadas y a la vez más complejas del arte. Para justificar esa arbitrariedad verbal, menos explicable que comprensible, los antiguos creyeron que los poetas eran huéspedes ocasionales de un dios, cuyo fuego los habitaba, cuyo clamor poblaba su boca y guiaba sus manos, cuyas inescrutables distracciones debían suplir con la resignación de un rezo. De ahí, quizá, el hábito de augurar a ese dios el acto poético con una exclamación: «¡Oh, divinidad, canta el furor de Aquiles, hijo de Peleo, que trajo a los griegos males innumerables y arrojó a los infiernos las fuertes almas de los héroes, y libró su carne a los perros y a los alados pájaros», dice Homero. Y tengo para mí que no se trata de una mera forma retórica, sino de una genuina plegaria, muy afín, luego, a la de ciertos alcoranistas, que juran que el arcángel Gabriel dictó palabra por palabra y signo por signo el Corán; esto haría del poeta un mero amanuense de un dios imprevisible y secreto. O de las musas, que es otra de las posibles variantes.
Pues bien, en todos los tiempos se dan casos sorprendentes de artífices o amanuenses que cuando empuñan las palabras consiguen verdaderos prodigios al encantarlas como tocados por la Vara Divina. En ese sendero cabe como paradigma el precoz Jean Arthur Rimbaud, que a los diecisiete años compone el «Le bateau ivre» («El barco ebrio») y a los diecinueve renuncia al ejercicio de su magia. Luego la literatura le es tan indiferente como la gloria y la deja de lado para lanzarse a temerarias aventuras como comerciante marginal o contrabandista en Java, en Chipre y en Abisinia, que lo llevan a una muerte dramática.
El texto de Roberto Alifano es publicado por el suplemento El Cultural de La Razón
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