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Exposición de Josef Albers en la Fundación Juan March. (Foto: Bernardo Pérez )
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iudad Juárez, Chihuahua. 28 de marzo de 2014. (RanchoNEWS).- Para ser un creador archivado en los anaqueles del arte occidental por una obra contemplativa de tintes espirituales, Josef Albers (1888-1976) podía ser muy práctico cuando quería. Por ejemplo, al pintar sus célebres homenajes al cuadrado, esos rectilíneos campos de color concéntricos que ocuparon las últimas tres décadas de su existencia. Como el hijo de un pintor artesano, Albers se enorgullecía de atacar esas composiciones de dentro afuera, tal y como se pinta una puerta; es el modo de evitar el goteo y así las manos no acaban manchadas. Una nota de Iker Seisdedos García para El País:
La anécdota sirve bien a los propósitos de la muestra que la Fundación Juan March dedica en Madrid al pintor abstracto, teórico, poeta, fotógrafo, pedagogo y diseñador de mobiliario. Se anuncia hasta el 6 de julio bajo el título Medios mínimos, efecto máximo como la primera retrospectiva consagrada al artista en España. El enunciado, que recuerda a la sentencia de Mies van der Rohe, compañero de claustro en la Bauhaus, hace justicia tanto al esfuerzo de concreción en la selección del centenar de obras llamadas a contar una carrera que arrancó a principios de siglo y acabó siendo alcanzada en los setenta por todas sus profecías (minimalismo, arte óptico), como a las intenciones de los comisarios Nicholas Fox Weber, biógrafo de grandes personalidades y alma de la Fundación Josef y Anni Albers, y Manuel Fontán, director de exposiciones de la March.
Este recurría esta semana ante un temprano Homenaje al cuadrado (1950) prestado por la Universidad de Yale a la vieja definición de la economía como la administración de los recursos escasos susceptibles de usos alternativos para producir bienes y servicios: «Es la metáfora perfecta de la obra de Albers, que fue talando a lo largo de los años su bosque, quedándose con lo esencial para dar a principios de los 50 con lo que andaba buscando: es entonces cuando llega al cuadrado, el final de su camino hacia la abstracción».
El principio lo había situado Fontán en los dibujos que abren el recorrido, tempranas muestras del genio del joven Albers, hombre por lo demás escasamente precoz, en los que una simple curva sirve para insinuar la silueta y el movimiento de una bailarina. Por aquel entonces, Albers no había dado con su vocación docente, que es una de las tramas más poderosas de la muestra y que lo haría participar en dos de los experimentos pedagógicos más importantes del siglo XX: la Bauhaus y el Black Mountain College.
En la escuela alemana fundada por Walter Gropius ingresó como alumno en 1920. Tres años después, le fue encomendada la tarea de enseñar a los recién llegados a la escuela de diseño los fundamentos de la manufactura. En profesor se convertiría en 1925, cuando la institución se instaló en Dessau, más o menos en la época en la que se casó con Anni Albers.
Testimonio de aquellos años están en la Juan March, que dedica en paralelo su espacio de Mallorca a la obra gráfica del artista, sus trabajos en cristal, como esa fábrica que se recorta en vidrio esmerilado y pintura negra sobre un fondo rojo, sus diseños (dos exquisitos escritorios, el perdurable invento de las mesas nido y la silla con brazos TI 244) y dos secciones de recuerdos: un conjunto de ejemplos de trabajos de sus alumnos y las imágenes que su alma de fotógrafo compulsivo tomó de compañeros como Paul Klee o Schlemmer.
Una providencial oferta llegada de Estados Unidos permitió a la pareja abandonar en 1933, año del cierre de la Bauhaus, la Alemania que avanzaba con paso marcial hacia la barbarie. Ese mismo año se hizo cargo de la sección de pintura del Black Mountain College, donde dio clases hasta 1949 a titanes del arte estadounidense como Cy Twombly o Robert Rauschenberg.
Aquel fue también el tiempo de la fascinación por México, de la que hay pruebas en la muestra: varios óleos sobre masonite (su principal soporte de expresión) transmiten con magistral abstracción la idea de una casa de adobe en un día luminoso. «En la investigación para la exposición descubrimos que antes de México hizo una visita a La Habana para dar tres conferencias, de las que hemos podido rescatar dos», explica Fontán. De todo ese proceso ha quedado constancia en un exhaustivo catálogo. «Como suele suceder con las bodas, que de una sale otra», recuerda el director de exposiciones, « la idea surgió de otra muestra, la de América fría, en la que Albers era uno de los tres artistas no iberoamericanos incluidos». De aquella feliz excepción nació una colaboración con la Fundación de Josef y Anni Albers en Bethany (Connecticut), en el corazón del EE UU más sofisticado y académico, un aire que se deja sentir en las salas de la March, que albergan un centenar de obras: un 60% de préstamos llegan de la institución y el resto, de colecciones como la Tate, la Beyeler o el Metropolitan, museo que hizo de él en 1971 el primer artista vivo al que le dedicaba una muestra.
Al final del recorrido, que se detiene también en su célebre tratado Interacción del color o en su producción de enigmáticos intaglios, los cuadrados en diversas combinaciones de colores se apoderan del ánimo del visitante en una eficaz sinfonía que a buen seguro habría agradado a su autor, que en cierta ocasión escribió: «El arte abstracto es arte en su génesis y es arte del futuro».
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