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El escritor José Luis Sampedro junto a su mujer, Olga Lucas. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 31 de marzo de 2014. (RanchoNEWS).- La conciencia de la agonía fue plena en el escritor José Luis Sampedro (Barcelona, 1917-Madrid, 2013). Murió a los 96 años sabiendo y aceptando que aquello se acababa. «La muerte me lleva de la mano, pero se está portando bien porque me deja pensar», le dijo a una amiga. Con su envidiable lucidez y calma, la frase pervive ahora grabada en el lomo azul de Sala de espera (Plaza y Janés), libro póstumo del escritor que se publica esta semana como homenaje al primer año de su ausencia. Una nota de Elsa Fernández-Santos López para El País:
Sampedro falleció un 8 de abril dejando multitud de anotaciones y textos inéditos, escribió hasta el final. Dos de sus últimos proyectos, Los Ríos y Sala de espera, ven ahora la luz por decisión de su compañera y legataria, Olga Lucas, quien explica que dejará «aparcadas» las obras inconclusas iniciadas en «un pasado remoto» pero se ocupará de los inéditos del final de su vida. «Es decir de aquellos de los que tengo seguridad y conocimiento directo acerca de sus intenciones», afirma en el prólogo del libro.
Los Ríos es un texto a dos voces, la del propio autor y la de su mujer, que un día decidieron escribir cada uno para el otro sobre sus propias biografías recurriendo a la corriente de agua como metáfora de la vida, figura manriqueña que tanto apreciaba el autor de Octubre, octubre. «Contaré los primeros ochenta años del río José Luis, que conozco como nadie, prescindiendo de detalles y ahondando, en cambio, en los momentos y sucesos más definitorios», anota Sampedro antes de iniciar un recuento vital que se detiene con brío en su infancia tangerina, donde vivió hasta los 13 años («ha sido para mí un inmenso regalo del destino, perenne en mis raíces y marcándome definitivamente»), su amistad con la niña Odette, los veranos, la playa y el primer viaje a España para entrar interno en un colegio de Zaragoza. El cambio radical de paisaje afectó al feliz transcurso del riachuelo, que circuló apesadumbrado hasta el descubrimiento —o mejor dicho, la torrencial salvación— de la lectura. En casa de unos tíos da con una colección olvidada de libros de aventuras («mosqueteros, piratas, espadachines, bandidos generosos, guerreros, delincuentes ingeniosos y otros héroes novelescos») editada por el periódico La correspondencia de España: «Fueron como inyecciones estimulantes. Hicieron revivir el ímpetu del río, lo despertaron de su encantamiento».
El caudal creció con fuerza y su curso le llevó a convertirse en uno de los pensadores españoles más respetados y queridos por las nuevas generaciones, huérfanas de voces capaces de cifrar su desamparo. Novelista y economista, profesor, referente del 15-M y un ejemplo de resistencia y dignidad intelectual, Sampedro plasma en Sala de espera sus preocupaciones por un mundo desbocado, capaz de echar por tierra todos sus principios de justicia, crítica y humanidad. Según explica su viuda, apuntaba las ideas en «libretas, blocs y cuadernillos a las que daba vueltas y más vueltas, incorporando las preocupaciones que le producían las noticias». A diferencia de otros libros, «este le hacía sufrir más que disfrutar y, finalmente, falleció dejando sus cajones repletos de anotaciones, disculpándose por no haber logrado ponerlas en claro y pidiéndome que publicara yo lo que me fuera posible descifrar». Olga Lucas ha decidido sin embargo editarlos tal cual por miedo a traicionar o alterar su sentido.
Es aquí donde el escritor esboza «sus verdades», donde se replantea el sentido último de la nueva barbarie, donde busca aportar algo propio al proceso de desescombro que vivimos, donde planta batalla al cinismo, donde se confiesa con tristeza como un apátrida, un eterno inmigrante: «La sublevación de los militares españoles en 1936 hundió para siempre el mundo anterior. Desde entonces soy un inmigrante en el tiempo (no solo hay migraciones espaciales), sin esperanza de retornar a mi origen —la España de 1935— porque desapareció como la Atlántida».
Retirado en su costa de Mijas como «un monje medieval en la montaña» toma conciencia última de nuestra nimiedad. Aunque no tanta: «Somos un momentáneo corpúsculo, material biodegradable para el perpetuo reciclado. Un infinitésimo de energía. Pero hablante». Cree en la palabra, pero advierte de sus peligros: del naufragio del sentido crítico, de la cobardía de los que no quieren significarse. «No solo hay que reivindicar siempre el derecho a la palabra, como máxima expresión de nuestra humanidad. También hay que cumplir el deber de usarla en pro de la dignidad propia o ajena. Pues, como proclamó magistralmente Martin Luther King, hay una conducta más escandalosa que la de los malvados y es el silencio de los hombres buenos que callan y miran para otro lado sin protestar de las maldades».
En la antesala de la muerte, Sampedro pidió un Campari que al parecer le sirvieron muy frío. Complacido, se limitó a dar las gracias antes de desembocar en el mar definitivamente. A muchos les estremeció que la vela se apagase con tanta armonía física y mental. Quizá no sabían que cuarenta años atrás, perdido y trastornado por «el asco, el desprecio y la resignación» que le invadía se topó con una proclama «arrolladora» de mayo del 68, estampada en un muro del Odeón de París durante las revueltas estudiantiles. La recordó antes de morir porque cambió el curso de su vida. La anotó en mayúsculas: «¡QUE PAREN EL MUNDO, QUE ME APEO!» «Me convertí en el acto a ese programa. No podía yo parar el mundo, pero sí apearme con mi resistencia pasiva de la sociedad asfixiante. Así es que dejé, abandoné la columna humana en su marcha histórica hacia el desarrollo inaceptable y me quedé sentado en la cuneta, viéndoles pasar con sus chirimbolos y sus ilusorias banderitas». En la cuneta, con su traje de misántropo, José Luis Sampedro comenzó el camino hacia sí mismo y, secretamente, hacia todos nosotros.
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