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Byrne y el elogio del amateurismo andante. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 18 de marzo de 2014. (RanchoNEWS).- Cómo funciona la música, el libro de David Byrne recién editado en castellano, se sitúa a mitad de camino entre el ensayo cultural con toques de divulgación científica, las memorias del oficio de un actor relevante del pop de las últimas tres décadas largas, y el análisis de las fuerzas y contradicciones de ese artefacto que es la música popular en la época de la sociedad de masas tardocapitalista. Con prosa clara y casi siempre muy amena que trasluce amor por el tema, quien empezara como cantante y letrista de Talking Heads se vale de su experiencia, abundante sentido común así como de abundante información tomada de otros estudiosos para arrojar luz a una serie de aspectos vitales y acostumbradamente olvidados a la hora de pensar qué es la música, cómo ha funcionado y hacia dónde se dirige. Cuenta con claridad muchas cosas sobre lo que el título expresa y no aburre ni siquiera en los momentos en que el autor se espesa un poco, abusa de la vivencia personal o se va por los cerros de Úbeda. Merece la pena leerlo. Una nota de Abel Hernández para el Blog La columna de aire de El Cultural:
Resulta difícil pensar que David Byrne se dedique a un doble juego en su libro. A la franqueza y cercanía ilustrada de este escocés nacionalizado estadounidense de 62 años no le pega mucho meter ideas de tapadillo. Pero a medida que iban pasando las 350 páginas del libro, cada vez más me daba por pensar en un mensaje diseminado, no exactamente oculto pero sí poco evidente, dejado con descuido pero a la vista para que el que quiera lo tome y le eche un vistazo. Sea algo intencionado o dicho inconscientemente por el travieso doppelgänger de Byrne, esa constante latente no es otra que un profundo elogio del amateurismo, de la música hecha por cualquiera con los medios a su alcance y sin más recompensa que el placer de la expresión en el aire común con los otros.
La cosa va apareciendo a cada poco entre los numerosos asuntos que toca el libro, ya desde su mismo prefacio, donde explica que él mismo comenzó a hacer música por puro placer y llegó a dedicarse profesionalmente a ello sin pretenderlo. En el magnífico primer capítulo, nos dirige hasta la que es una de sus tesis principales: es el contexto y no la genialidad lo que condiciona en gran parte lo que se crea. La carga emocional y de expresión personal de ideas serían de ese modo lo que llenaría la forma musical pero no el origen de ésta. Lo que consideramos genial es aquello que le va como anillo al dedo a su contexto social, con instrumentos que se adaptan a la necesidad colectiva (celebrar lo común, acercarse a los dioses, honrar a los muertos, bailar desenfrenadamente, etc.) y suele aprovechar los avances tecnológicos de su época. La música humana sería algo propio de la biología que evolucionó para encajar en el hueco disponible. En una mezcla de cumplir con ciertas necesidades de la especie y de expresar placer y vida, hacer música sería algo nada alejado de lo que se piensa sobre el canto de los pájaros y los sonidos del resto de animales.
En el algo más prescindible segundo capítulo, donde desenrolla su personal historia de relación con la música en directo, Byrne exhibe una importante dosis de escepticismo con respecto a los conceptos románticos de autenticidad y genio tan presentes en nuestra cultura y la percepción de la música. Lo que viene a explicar es que, en la música popular, lo habitual es que uno empiece sin saber cómo hacerlo y vaya aprendiendo a darle cada vez más gracia. En la puesta en escena de la música a veces sale el arte de la actuación, que no es más que algo preparado, trucos desenvueltos con oficio y ciertas dosis, claro, de pasión y emoción. La previsión económica y la planificación logística de un concierto, el lugar donde se toca y cómo suena, los mismos teléfonos móviles con que el público graba fragmentos de actuación para difundir en la red instantáneamente, son tan importantes para ese arte como otras cosas que tendemos a considerar más geniales. Su punto fuerte es el acto de comunicación con el público (pequeña comunidad condensada) que, como ocurre en los espectáculos de magia, firma con quien actúa una especie de pacto de ilusión durante un rato. El profesional no es más que el amateur que se dedica a un oficio y así lo aprende.
En los tres capítulos siguientes, Byrne se dedica a explicar (lográndolo más que de sobra) el esencial papel de la tecnología como algo que da forma a la música. Pasa revista a los cambios acaecidos desde la irrupción de la fijación física del sonido hasta el presente digital, deteniéndose tanto en los diversos formatos y soportes y la clase de música que han ayudado a generar (maneras, lugares y formas de compartirla, nuevos modos y estilos musicales), como en los instrumentos y medios de grabación, con un capítulo especial dedicado al estudio de grabación multipistas, que el coautor de Psycho Killer o Once In A Lifetime entiende, como su cofrade Brian Eno, como el gran instrumento musical desde la década de los 60.
Byrne expone con claridad cómo el desarrollo de la grabación ha detonado cargas en diversas direcciones, a menudo contradictorias. Por una parte hizo que la música enlatada y la actuación musical en vivo permutaran sus posiciones hasta el punto de convertir a la segunda en una interpretación de lo grabado, mientras el disco dejaba de ser la simulación de directo que era al principio. La música pasó de ser algo que la gente hacía más o menos espontáneamente a algo que quedaría para siempre y que era cada vez más fácil de conseguir y guardar. Eso convirtió a muchos en oyentes o bailarines pasivos de lo que unos pocos creaban, convirtiendo el hacer música en algo de alguna manera restringido a los profesionales. A la vez que ensanchó las fronteras musicales y multiplicó las fuentes de inspiración de los nuevos músicos, en cierta manera impuso silencio a los que no sabían hacerlo tan bien. Pero mientras tocar en directo y editar discos profesionalmente comenzó a disfrazarse de fingida autenticidad, el desarrollo de la tecnología de grabación y edición facilitó a una cada vez mayor cantidad de músicos y menos «preparados» técnicamente herramientas y modos de manipulación/composición musical. A la vez que el estudio de grabación, los nuevos instrumentos más fáciles de tocar y hacer sonar, fueron también llegando cada vez a más gente.
Lo técnico se convirtió en parte del proceso y sustituyó en gran parte a la técnica de ejecución. En la composición cada vez fue más importante el sonido, la textura, el ambiente, tanto como la interpretación y como la misma notación musical. Como con tino Byrne afirma: «con la vertiginosa caída de los costes de grabación los artistas emergentes del mundo entero se pusieron cada vez más al mismo nivel de los profesionales (…) a partir de ahora, cada vez más y más de ellos serán tomados en serio, pues la calidad de sus grabaciones será prácticamente indistinguible.» Así, paradójicamente, el mismo proceso que privatizaba el hacer la música y mientras la floreciente industria musical hacía un coto de lo que era o no válido, también habría acercado la posibilidad de escuchar la música hecha por otros, y de hacer la propia música a muchas más personas sin más bagaje que querer hacerla.
En los siguientes capítulos, aun cuando el amateurismo no se toca en ningún momento, sigue por ahí. Cuando Byrne disipa la niebla romántica que concibe la tarea de la escritura de letras como algo profético o mágico. O cuando explica a cualquiera que le preste atención cómo funciona la industria, esa fagocitadora de la experiencia musical del último siglo largo. Se esfuerza el autor en narrar cómo hemos acabado creyendo que la industria del disco es la música, cuando no es más que el sistema de producir objetos a partir de una visión empresarial. Byrne resume prístinamente cómo y por qué esa industria se ha ido a pique y cómo han ido asentándose nuevos modelos de relación con la parte industrial o de negocio de la música hasta llegar a modelos de control (y riesgo) total por parte de los músicos como la autogestión, el micromecenazgo o la cooperativa de músicos. Éste es otro de los capítulos, aunque sea como relato histórico de qué fue esa industria discográfica hoy obsoleta, que hacen que leer el libro merezca la pena, si bien en todo caso, Byrne ignora aquí la marea de músicos que publican sus canciones o piezas sonoras completamente al margen de cualquier industria y de un rendimiento económico directo.
El amateurismo, el espíritu «hazlo tú mismo», la energía de la despreocupación, están presentes asimismo en el capítulo donde explica cómo surge una escena musical. Sólo en un ambiente amateur, abierto, sin demasiadas pretensiones económicas ni excesiva solemnidad ni celos profesionales, puede darse tal cosa. Una escena aparece cuando se proporciona un espacio a diversos amateurs con inquietudes parecidas para hacer la música a su manera e intercambiarla, se podría leer.
Así llegamos al capítulo dedicado al asunto en sí, el titulado «¡Amateurs!» y penúltimo del libro. El autor comienza resumiendo todo esto que hemos ido entresacando: la creación artística no es cosa de genios; hasta hace apenas unas décadas la música era algo que la gente hacía, inventando o tocando lo aprendido en la tradición; la industria del entretenimiento asimiló pronto «que se podía ganar más dinero si el flujo de la música iba en una sola dirección»; esta industria en parte nos ha convertido en consumidores más o menos pasivos de música que hacen algunos individuos (de quienes se nos vende que están tocados por una gracia casi divina).
Desde esa base Byrne empieza a profundizar. Explica cómo con el auge de la burguesía se habría implantado la idea de un gran arte validado por una minoría socialmente más elevada y con ellos el concepto aún más pernicioso de que lo que algunos sienten vale más que lo que sienten otros. Es ese criterio clasista, apoyado a medias en intereses de dominación y en búsqueda de provecho económico, el que aún hoy lleva a la instituciones a financiar determinada música considerada por las clases altas como «de calidad», «profesional», que procede de una u otra manera del famoso genio. Curiosamente, son los poderosos que gobiernan el mundo (en parte enriquecidos por la industria de consumo de masas), los que donan grandes cantidades a los «templos» de la cultura (museos, óperas, auditorios, etc.), muchas veces en un intento de blanquear su maltrecha reputación moral. En esta ecuación, esa parte de la música pop que no tiene éxito comercial, que es creada por personas que no viven de ello, simplemente ni cuenta, en parte debido a la creencia de que toda música de origen popular debe necesariamente gustar a parte del pueblo y que éste la financiará consumiéndola.
El capítulo se cierra con una aproximación a la idea de arte y cultura como parte esencial de la vida de todos, presente en numerosísimas actividades cotidianas y de la música como un juego y una manera de relación social, con probados efectos beneficiosos para los males sociales. Pone los ejemplos de la escuelas de Candeal o la favela Vigário Geral en Brasil, de El Sistema de Abreu en Venezuela o las experiencias en cárceles británicas. La creencia de Byrne en la necesidad de fomentar la práctica musical amateur, se expresa al margen de las obras o productos que puedan resultar de ésta, porque parece demostrado que ayuda a crear «una estructura sociocultural que tendrá repercusiones profundas», afirma. Sin embargo, aunque la mera práctica activa de la música sea beneficiosa para el cuerpo social, en el fondo de la mente de Byrne sigue estando la fe en la capacidad creativa de cualquiera para hacer buena música: «enséñale a alguien tres acordes de guitarra, muéstrale cómo programar ritmos y tocar un teclado y, si no esperas virtuosismo inmediatamente, quizá te encuentres con algo impactante y conmovedor… Todo el mundo sabe que puedes hacer una canción con casi nada».
En el último capítulo de tono científico se profundiza en esto; la música es algo que nos acompaña en la realidad, pues todo suena y todo vibra (empezando por los átomos), y existen pruebas de que desde la época de las cavernas las comunidades homínidas extendidas a lo largo del globo ya usaban instrumentos con las mismas escalas. Byrne nos trae las investigaciones sobre las neuronas espejo que explican cómo al escuchar y ver tocar la música se activan empáticamente ciertas conexiones cerebrales. Y que el sonido podría estar, como dicen las viejas leyendas, en el origen de todo. Sea como sea la música sería un segundo lenguaje, una forma de relación y cohesión social presente en todos los ritos de la vida y lo sagrado. Y cada vez se piensa más como profundamente arraigado en la propia biología. Pero se trate de algo más o menos innato, parece que ningún estudioso científico del tema duda de que es algo propio de todos los seres humanos. El músico es cualquiera que, como el niño, juega con el sonido y, a menudo, mediante el juego se comunica con los otros. Se dedique o no a aprender y ejercer el oficio de músico, nunca deja de ser amateur.
Byrne aparta muchos velos en su defensa, no avasalladora pero sí tajante, del amateurismo andante. Pese a todo, ignora asuntos importantes: por ejemplo, pasa de puntillas sobre las actuales relaciones entre industria y amateurismo musical prosumidor. O sobre cómo la industria del entretenimiento, a la que pertenece la de la música, sigue con su partida de comecocos, continuando su tarea de décadas de aprovecharse de lo que viene directamente de la calle. Un ejemplo es cómo el show-business se ha situado estratégicamente en el campo del amateurismo. Los talent shows, ese híbrido tan de principios de nuestro siglo, lo invaden hoy todo. De esos programas dedicados a la música, sobre sus efectos y su explotación de lo amateur hasta la náusea, hablaremos pronto en La columna de aire.
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