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Pablo Larraín (centro), posa junto a Roberto Farias y Alfredo Castro. (Foto: Tim Brakemeier)
C iudad Juárez, Chihuahua. 9 de febrero de 2015. (RanchoNEWS).-En una casa en un pequeño pueblo chileno costero viven cuatro tipos ya entrados en edad, el mayor incluso está ido. Con ellos, una mujer, que podría ser su criada. Su tiempo lo ocupan en pasear, labores del hogar, un huerto y, sobre todo, entrenar un galgo de carreras: gracias a él van ganando algún dinero en apuestas. Pablo Larraín es el director de El club, presentada este lunes con éxito en el concurso de la Berlinale, y como en todo su cine, nada es inocente. Pronto el espectador descubre que esos prejubilados son «curitas» –así se autodefinen en pantalla- pederastas, que la mujer es una monja y que la casa es uno más de los escondites donde la Iglesia envía a sacerdotes pecadores. La llegada de un quinto cura pedófilo hará estallar el delicado equilibrio en el que viven. Reporta desde Berlín para El País Gregorio Belinchón Yagüe.
Larraín ha vuelto a reunir a su troupe de actores, que incluye a su esposa, Antonia Zegers, que encarna a la monja, y a Alfredo Castro, protagonista de su Tony Manero (2008), película que le dio la fama internacional… hasta hacerse conocido en todo el mundo al competir por el Oscar con No (2012). En Berlín el cineasta ha confesado que aún no ha visto con público su película –lo hará esta noche-, algo que le tenía «nervioso». Larraín explicó que es de «formación católica». «En los colegios conocí a varios colectivos de sacerdotes: unos santos, otros delincuentes en mitad de procesos judiciales y unos terceros que nadie sabe dónde están, porque la Iglesia católica los esconde». Por ahí siguió su discurso: «A mí me fascina que la Iglesia no crea en la justicia civil, y que solo Dios pueda juzgar sus pecados. Pero no quiero hacer una película ni un discurso de denuncia. Me parece curioso que hoy en día la Iglesia solo tenga un miedo, y que sean los medios de comunicación. Que el portavoz del nuncio sea más famoso a veces que el mismo Papa quiere decir algo. A los miembros de la curia les importa más lo que se dice de ellos que lo que ellos mismos hacen».
Sobre la situación en Chile, el cineasta apuntó: «Mi país está viviendo un proceso de secularización inevitable. Eso va a cambiar el público potencial en salas de este filme. Ahora bien, mi hermano [el productor Juan de Dios Larraín, sentado a su derecha] y yo estamos convencidos de que cuantas más películas hacemos menos entendemos a los espectadores». El director no espera que haya protestas eclesiásticas. «Lo que harán será no hablar de esto: nos daría publicidad. Este Papa tiene una oportunidad única en la historia para cambiar el drama de miles de víctimas de sacerdotes pederastas porque los tres anteriores han sido unos encubridores».
Larraín relata que no quería «mostrar el pecado de la homosexualidad en especial». «Me parece un tema interesante, poderoso, y la sexualidad es el gran complejo de la Iglesia. En un momento dado, un cura pederasta dice al investigador: ‘La homosexualidad me humanizó. Porque es una sexualidad que no tiene que ver con la reproducción, como la heterosexual, sino exclusivamente con el amor’. Con eso queda claro».
El club arranca con el versículo cuarto del primer capítulo del Génesis: «Y vio Dios que la luz era buena, y separó a la luz de las tinieblas», a lo que de viva voz el cineasta apuntilla en Berlín: «Yo creo que siguen juntas». Alfredo Castro apunta: «La Iglesia chilena luchó por los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet. Hace 20 años cambió y fue a peor. A veces uno se pregunta: ‘¿Por qué haces teatro o cine?’. Pues por películas así, que llegan hasta donde la justicia no ha podido». Otro de los intérpretes, Roberto Farias, que en la película encarna a un hombre marcado por las violaciones que sufrió siendo monaguillo, entra en la conversación: «El arte es el último movimiento antes de disparar una pistola». A Farias le ha tocado un personaje difícil, arrasado por su pasado. Según Larraín,«hablamos con muchos niños y descubrimos que cuentan su experiencia y la reiteran y la reiteran: hay un extravío emocional y una pérdida del pudor que trasladamos a su personaje».
Por cierto, Larraín explicó una terrible coincidencia de El club con la actualidad: «Hemos hecho un filme atemporal, en el que el elemento externo que data la acción es el coche del sacerdote que llega a investigar lo que ocurre en la casa. Ese vehículo es el mío en la vida real y es el mismo modelo en el que huyeron los terroristas perpetradores de la matanza de Charlie Hebdo. Nosotros rodamos antes». No quería que nadie sacara extraños paralelismos.
Sobre esa filmación explicó que fue muy precisa y que se realizó en dos semanas. Sí espera que el espectador comprenda otra metáfora: el perro que poseen los sacerdotes es un galgo. «Por un lado está el nivel narrativo: los curas, en vez de realizar penitencia, se dedican a pasearle y entrenarle, algo que personalmente me irrita. Y su faceta simbólica: el galgo es el único perro que se nombra en la Biblia. Acerca de su destino solo quiero contar, sin desvelar la trama, que investigué en YouTube sobre las matanzas de galgos que se realizan cada año en España».
Los hermanos Larraín se han convertido en cabeza visible de la fuerza del nuevo cine chileno, bien como pareja productor-director, bien como cuando ambos solo producen: así hicieron con Gloria y así han hecho con varias películas de Sebastián Silva. La última colaboración del trío, Nasty baby, con Kristen Wiig, se proyecta en la sección Panorama de la Berlinale. Sobre esa explosión creativa –este mismo domingo concursó otro filme chileno, El botón de nácar, de Patricio Guzmán-, Juan de Dios Larraín explicó: «Hay hasta cinco generaciones de cineastas chilenos rodando ahora. Y nos sabemos agrupar bien. El sindicato de productores funciona bien y me siento orgulloso de formar parte de él». Tras el entusiasta recibimiento matinal, El club ya encabeza las apuestas por el Oso de Oro de Berlín.
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