Rancho Las Voces: Cine / Alemania: Un Oso de Oro clandestino para Jafar Panahi
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domingo, febrero 15, 2015

Cine / Alemania: Un Oso de Oro clandestino para Jafar Panahi

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La niña Hana Saeidi sostiene el Oso de Oro a la película Taxi en nombre del director Jafar Panahi, junto al actor estadounidense Darren Aronofsky. (Foto: Michael Kappeler)

C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de febrero de 2015. (RanchoNEWS).- Taxi, de Jafar Panahi, no es sólo una película. Ninguno de los últimos trabajos del director iraní lo es. Cuando en 2011 rodó Esto no es una película ya dejó claro desde el título su declaración de intenciones. En sus manos, el oficio de cineasta adquiere la consistencia dura de lo necesario. Pues básicamente, él rueda para poder seguir viviendo. Lo cual no es poco. No es exageración ni recurso poético, es simplemente el cine llevado hasta sus últimas consecuencias. Justo y hasta necesario es que un premio como el Oso de Oro sea suyo. Si se trata de premiar al cine, no hay otra opción. Reporta desde Berlín para El Mundo Luis Martínez.

Encarcelado en su país (en todo él puesto que sufre arresto domiciliario), Panahi ha convertido su trabajo en una forma de explicar el mundo, de darle sentido. No es tanto un ejercicio de protesta, aunque también, como un oficio de resistencia. Con una cámara empotrada al volante del taxi que dice el título, el director compone ahora una hipnótica ficción con la textura del documental a medio camino entre la comedia, la tragedia y todo lo contrario. Alguien podría aventurarse a llamarlo vida. Sin más.

Y así, hasta convertir al propio cine en el único argumento posible. La película citada arriba en primer lugar transcurría entre su casa y un ascensor. Se rodaba el interior, pero en verdad se apuntaba hacia fuera. El mundo entero fuera de campo era el único escenario posible. Importaba lo que se adivinaba detrás de la pantalla. En la siguiente, Closed curtain, la historia se encerraba en el interior de una casa de vacaciones medio vacía, medio llena; medio habitada, medio abandonada. Probablemente, la metáfora perfecta del propio Panahi privado de la libertad de, por ejemplo, viajar a Berlín a recoger su premio.

Ahora toca un taxi, que no es más que un espacio a la vez público y privado desde el que se contempla el mundo por el cristal y a las personas por el espejo retrovisor. El resultado es un laberinto de miradas cruzadas demasiado parecido a la vida, a cualquiera de ellas. Suyos eran los premios aquí mismo a mejor guión por Closed curtain y del jurado por Fuera de juego. Le tocaba tocar el oro. Aunque fuera desde la distancia. Por él lo hizo su sobrina entre lágrimas. Emocionante.

El segundo premio en importancia, el del Jurado, fue para El club, de Pablo Larraín. También acertado. Hay películas cuya virtud es la explotar en la cara. Duele al principio, pero abre los ojos. Y cuesta cerrarlos. Ya nada vuelve a ser igual.  «Nunca nos planteamos este proyecto para provocar un escándalo o nada de eso. Eso sería mentir. Nos interesaba la historia por lo que tiene de turbador, de humana, de cruel. Ahora miro hacia atrás y me siento como un niño jugando con una bomba », razona el chileno Pablo Larraín.

El club, de hecho, es de ésas que hace ¡boom! Sobre la pantalla la historia de un grupo de sacerdotes escondidos del mundo y de sí mismos. Han sido apartados por pederastas, locos, enamorados, homosexuales o guardianes de los peores secretos de la dictadura. Llevan una vida tranquila, apacible, ordenada y, lo peor, completamente ajena a la sensación de vergüenza, arrepentimiento, impunidad o culpa.  «Sólo nos juzga Dios, no los hombres», se le escucha de decir a uno de los personajes.

Pero a medida que avanza el relato a la vez trágico, demencial, tristemente divertido y patético se confirma que estamos delante de una obra mayor. Por la misma razón que Saló o los 120 de Sodoma, de Pasolini, es mucho más que la descripción pautada de un periodo, el más triste, de la historia de Italia; El club no se conforma con la denuncia de una injusticia. Quiere más y eso no es el dibujo perfecto de asuntos tales como la indiferencia frente al que sufre, la irresponsabilidad de nuestros actos o, ya puesto, el miedo que provoca estar vivo. Y aquí, en efecto, cabemos todos. No sólo la Iglesia.

Por lo demás, la parte noble del palmarés fue cumpliendo con la lógica. Justos, infinitamente justos, fueron los premios de mejores actores para Tom Courtenay y Charlotte Rampling, la pareja protagonista de 45 years. La segunda, inmensa en su perfecta descripción de una existencia de repente vacía tras 45 años de matrimonio, agarró su oso y, con la mayor tranquilidad del universo, agradeció al director Andrew Haigh haber retratado  «un pedazo de la vida ». ¿Puede la elegancia emocionar? Pues sí, damos fe.

A su lado, los directores Malgorzata Szumowska, polaca, y Radu Jude, rumano, se hicieron con los osos a la mejor dirección. Cosas del latín y de los ex aequo. La primera tiene en Body su mejor trabajo hasta la fecha. Estamos ante una comedia negra o drama turbio, como se quiera, a vueltas con la de soledad. Y el segundo sorprende con un relato de época tan electrizante y doloroso que se diría rigurosamente actual. La injusticia no conoce de siglos. Es siempre la misma.

A Patricio Guzmán le correspondió ser señalado como el mejor guionista. El botón de nácar es un documental que discurre entero por la voz clara de su director, por ella y por las heridas de un país entero. Y a Jairo Bustamente le cayó en las manos y, por el gesto al recogerlo, hasta en el alma el honor de hacer que Guatemala exista. Ixcanul es un bello retrato de mujeres, tradiciones y dolor, mucho dolor.

¿Y qué fue de Laia Costa, la actriz española protagonista del electrizante plano secuencia de 140 minutos Victoria? ¿Y qué de la mágica y sensual cinta vietnamita Big father, small father and other stories, de Phan Dang Di? Nada. Lástima.

Sea como sea, y pese a lo acertado del palmarés, la Berlinale de 2015 dejó la sensación nada reconfortante del frío. Y no hablamos del tiempo. El año pasado por estas fechas saludábamos el milagro de Boyhood al lado de la geometría emocional de Gran Hotel Budapest. Todavía seguimos hablando de ellas. Y todo ello sin olvidar el lirismo violento de Black coal. Esta vez no ha habido tanto. Ni por tamaño ni por ambición. Más allá de la ritual e inabordable decepción de Terrence Malick, las películas que han brillado en la sección oficial lo han hecho conscientes de su dimensión mucho más modesta. Nos pongamos como nos pongamos, los metros cúbicos también importan.

Y así se fue una Berlinale, contenta de reivindicar el cine. Que nadie se engañe, no se trata de un Oso de Oro político. Es mucho más. Es cine. Nos vamos: ¡Taxi!



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