Brooklyn, Nueva York, 1959. (Foto: Bruce Davidson)
C iudad Juárez, Chihuahua. 28 de mayo de 2016. (RanchoNEWS).- Bruce Davidson (Oak Park, Illinois, 1933), miembro histórico de la agencia Magnum conocido por su inmersión desde los años 50 en la realidad más invisible de EE UU, posee ese don que convierte a unos pocos en grandes: esa capacidad para atrapar con una clarividencia y naturalidad pasmosa el alma de un momento. Bajo su premisa, de poco sirve la mejor técnica o la mejor cámara sin la coherencia, ética y, sobra decirlo, humanidad del fotógrafo. Una retrospectiva en la Fundación Mapfre de Barcelona, que incluye 190 imágenes, recoge por primera vez en España la obra del hombre que documentó durante cinco años los movimientos por los derechos civiles en Estados Unidos, que durante otros dos convivió con los vecinos del Spanish Harlem neoyorquino cuando ni la policía se atrevía a entrar allí o que amansó con su trípode a las fieras de las bandas de adolescentes encallados en el Brooklyn de los años sesenta. Historias marginales que él, con paciencia y sin un atisbo de impudicia o sensacionalismo, abordó, en palabras de Carlos Gollonet, comisario de la exposición, «sin excesos sentimentales, moralistas o compasivos». Elsa Fernández-Santos reporta desde Barcelona para El País.
A sus 82 años, Davidson se despoja de la gorra y tiende la mano con educación. Al verlo acompañado por su mujer, sus dos hijas y dos asistentes, todo mujeres, la primera pregunta resulta obligada: ¿Qué importancia tuvo su madre soltera en su destino como fotógrafo? «Mi padre huyó, no sabemos bien, es probable que acabara en la cárcel. Mi madre era muy menuda, pero allá del que se cruzara en su camino. A mi hermano, 17 meses más pequeño que yo, y a mí, nos enseñó a ser limpios, a comer bien y a saber encauzar nuestra masculinidad, sabía defenderse. Fue ella quien me instaló a los diez años un cuarto oscuro en el sótano de casa, algo muy raro en aquella época. Mi hermano era un estudiante brillante pero yo estaba totalmente a la deriva. Hasta que entré en ese cuarto oscuro y una imagen surgió entre mis manos. Por primera vez, me sentí vivo. No sé qué hubiera sido de mí sin aquel descubrimiento».
La primera imagen que tomó, de una cría de búho, iluminó el camino. Pero fue su primer proyecto, con 22 años, el que sentaría las bases de su futuro trabajo. Durante meses, mientras hacía la mili en Arizona, se instaló en la casa de una pareja de ancianos, John y Kate Wall, de 94 y 79 años, que había conocido en la carretera, en la frontera con México, y a los que pidió fotografiar. Los Wall le acogieron y hoy, más de medio siglo después, estas sombras crepusculares, delicadas e intensas aún sobrecogen. «Crecí viendo películas de vaqueros, intuyendo que el Oeste moría. Cuando conocí a los Wall sentí de una manera muy fuerte que pertenecían a ese mundo que se desvanecía». Esa misma atracción hacia un mundo en transición le acercó al circo y a otra de sus series más reconocidas, El enano, la primera para Magnum. Al preguntarle por los límites emocionales que se impone al trabajar recuerda una anécdota del año (1959) que vivió junto a los pandilleros de Brooklyn. «Les advertí de que nunca me metería en sus asuntos pero que si la cosa se ponía fea haría algo: llamar a los bomberos. Eran más rápidos que la policía y el agua enfría como nada los ánimos».
El fotografo Bruce Davidson, esta semana en Barcelona. Foto: Joan Sánchez
Aclara que no se le puede confundir ni con un activista («eso se lo dejo a mi mujer y a mi hija Anna») ni con un fotoperiodista. Menos aún con un artista, pese a que su famosa serie del Spanish Harlem, Calle 100 Este, se expuso completa en el MoMA en 1969. «Yo soy fotógrafo. Mis fotos están colgadas en museos pero ese no soy yo». Integrado en la corriente de los Concerned Photographers, término acuñado por Cornell Capa para definir a los fotógrafos embarcados en la cruzada de cambiar con su cámara el mundo, Davidson recuerda que no existe una buena foto que no se cuestione a sí misma. «La fotografía requiere preguntas éticas que deben estar presentes antes, durante e incluso después de disparar. A mí, por ejemplo, nunca me interesó sacar fotos sexies de aquellos adolescentes conflictivos, yo quería saber por qué la sociedad les había olvidado, qué ocurría en sus hogares, donde radicaba tanta desesperación».
Estudió filosofía, pintura y fotografía en Yale y trabajó por encargo para cabeceras como Vogue o Life para poder financiarse sus proyectos. La edad le impide aventurarse como antes pero sigue trabajando, le basta perderse en su vecindario neoyorquino. «Tengo un proyecto en el Museo de Ciencias Naturales, lo hago de forma clandestina; si pidiese permiso me arruinarían la idea», dice con picardía. Sobre las nuevas tecnologías, pregunta obligada, no merece ni discutir: «Mi mujer y yo somos la única pareja que conozco que no tienen iPhone. Vivo apegado a un mundo que ya no existe».
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