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«Escribir se escribe escribiendo y vivir se vive muriendo», plantea Edwards.
. (Foto: Bernardino Avila)
C iudad Juárez, Chihuahua. 20 de junio de 2016. (RanchoNEWS).- El autor dice que «es la única manera de que sea un género vital y no se convierta en una lengua muerta». Acaba de ser editado La épica del movimiento continuo. Todos los poemas 1999-2015, su obra reunida que incluye ocho libros. Silvina Friera lo entrevista para Página/12.
El aluvión de poemas de Rodolfo Edwards se parece a un baúl lleno de fotografías vertiginosas de su vida: la militancia peronista, el humito popular de su poesía, su pasión por Independiente, su rabia contra los poemas sin sujeto y los duques de la cultura, la creación de revistas disruptivas como La Mineta y La novia de Tyson, su veta sentimental y romántica (lorco-nerudiana) y su participación en 18 whiskys. «Cada vez estoy más convencido de las similitudes que tienen los oficios del poeta y del fotógrafo: en ambos casos se trata de atrapar un instante en el tiempo, de cazar una mariposa en vuelo, de dejar las cosas vivas, aleteando para siempre alrededor del foquito de la memoria», revela el poeta en el prólogo de La épica del movimiento continuo. Todos los poemas 1999-2015, publicado por Eloísa Cartonera, su obra reunida que incluye ocho libros: Culo Criollo (1999), That’s Amore (2000), Rodolfo Edwards (2000), Los Tatis (2003), ¡Vamos con esas imágenes! (2005), Mosca blanca sobre oveja negra (2007), Mingus o muerte (2009) y The Real Poncho (2011). «Correr contra el tiempo es como cabecear una pelota de fierro. El peso del pasado nunca pasa las aduanas y hay que traficarlo en verso y canción. Entre la resaca que deja el mar sobre la playa, hay que buscar la palabra que necesitamos, cada día. Escribir se escribe escribiendo y vivir se vive muriendo, plantea Edwards.
Hay grandes hits del poeta como «Pirilo (Pizza)»: este chacho de pizza/ que como con la mano/ se parece tanto a mi alma/ un triángulo irregular/ chorreando por todos lados». Cuando empezó a escribir, en los años 80, publicaba sus poemas en revistas, trabajaba en una oficina y vivía al día. «Cuando se dio la eclosión de las editoriales independientes, estaba con mi obra más o menos preparada para ser editada. En ese momento surge la editorial Siesta, que dirigían Marina Mariasch y Santiago Llach, y estuve en la primera camada que publicó junto con Marina, Santiago, Martín Rodríguez, Anahí Mallol… Casi simultáneamente a Siesta, apareció Ediciones del Diego, que coordinaban Daniel Durand y José Villa. Al toque de Culo criollo, edito That’s amore, que fue mi segundo libro, poemas que ya tenía bastante masticados. Me acuerdo que un periodista amigo que entonces trabajaba en radio Municipal, a fines de los 80, me presentó como ‘el poeta más famoso de la calle Corrientes, sin libros editados’, porque mi obra circulaba, pero sin necesidad del libro», cuenta Edwards.
Un poema de su primer libro, «La patria se ha llenado de sombras», adquiere pavorosa actualidad. Hay unos versos memorables: «gaucho sin C.U.I.T./ no caza ñandú. ¿De dónde viene ese poema?
Ese poema lo escribí cuando colaboraba en Diario de poesía. Me acuerdo que Mirta Rosenberg empezó a comentar que había que hacer el trámite del C.U.I.T. y ahí tomé conciencia de que existía esa maldita palabra, a comienzos de los 90. Y me salió lo de «gaucho sin C.U.I.T. no caza ñandú»… Yo soy peronista y me había ilusionado con el menemismo porque pensé que era la gran revolución. Pero el peronismo volcado al neoliberalismo fue una traición muy dura y me provocó mucha bronca. Y por eso escribí Culo criollo, que es mi gran poema social que habla de la gran crisis de los 90, de la desocupación y las fábricas cerradas. Culo criollo se actualiza al siglo XXI, porque son procesos bastante similares: el macrismo es una vuelta a la injusticia social, al descontento, a la desocupación, al pueblo desamparado que ha perdido derechos. Si sigo, me pongo a llorar… Yo me metí por el lado de la poesía social, usando otro lenguaje, ¿no? Mis grandes referentes están en la década del 60, pero en este poema retomé esas banderas de los 60 con un lenguaje más moderno, más actualizado, con más humor.
¿Cuáles son esos referentes?
En la poesía argentina respondo a toda una tradición que para mí se origina en la gauchesca, en el Martín Fierro de José Hernández, el derecho de cantar con «jundamento»; es la gran avenida de la poesía popular inaugurada por Bartolomé Hidalgo. Y si vamos un poquito más atrás, Pantaleón Rivarola, que fue nuestro primer cronista de guerra porque este hombre hizo dos largos poemas sobre las invasiones inglesas en el que va contando, tramo a tramo, el desarrollo de la defensa de Buenos Aires. Yo me identifico con «la gramática de la tribu», frase de Nicanor Parra. Eso se fue reciclando en la poesía argentina y pienso en Héctor Pedro Blomberg –a quien me encanta leerlo, tanto su narrativa como su poesía– y después están Raúl González Tuñón, Nicolás Olivari, Celedonio Flores, los Fernández Moreno (Baldomero, César y Manrique), el gran Mario Jorge De Lellis, Luis Luchi, Roberto Santoro; todos autores que se meten con la lengua de la calle y que entienden la poesía no como una lengua muerta, sino como algo dinámico, donde hay vida y hay gente en acción. Me gusta pisar sobre tierra firme y cuando escribo hablo de cosas reales, de cosas que pasan.
¿Como en el poema «El humito popular»?
Sí, ese es otro poema que se puede leer hoy. En los 90 se venía todo abajo para las clases populares. Si no tenías un buen laburo o estabas desocupado, te ibas al carajo. Es esa idea de pensar no un país para todos, sino un país para la gente que puede acceder a cierto consumo, un país de consumidores, de clientes. En los 90, gran parte de la población estaba a la deriva.
¿Qué similitud encuentra con lo que se vivía en los años 90?
Otra vez se amplían las diferencias sociales; hay una gran distancia entre la gente que puede acceder a una vivienda, a un trabajo… Hoy vemos cómo cada vez más gente se está cayendo del sistema. En mis poemas de los 90 hablaba de la gente que se caía del sistema. Lo de «gaucho sin C.U.I.T.» es una ironía, pero se sabe que el humorista, en el fondo, es un trágico. Los humoristas somos tipos desesperados que nos expresamos a través del humor como una válvula de escape.
¿«Culo criollo» sería como una reescritura de «Cambalache» en los años 90?
Sí, pienso que sí, porque (Enrique Santos) Discépolo reacciona frente a la crisis del 30 y yo reacciono poéticamente ante la gran crisis social y económica de los 90. Son poemas de la crisis.
¿Por qué That’s Amore su segundo libro publicado es radicalmente diferente a Culo criollo?
Yo escribo por diferentes vías, o sea la estrategia de (Fernando) Pessoa pero sin los heterónimos; entonces tengo esa cosa de poesía de amor, tengo poesía social, tengo un lirismo existencial o medio melodramático. Tengo varios estilos que conviven dentro de mi poesía.
Más allá del poema «Una torta de limón», donde aparece alguien que escribe «contra el mundo», ¿escribe poesía contra algo o contra alguien?
Sí, yo comparo el oficio del poeta con el pulpo porque el pulpo reacciona frente a algo lanzando una tinta. Entonces esa tinta del pulpo para mí es la poesía; es una reacción frente a un montón de cosas.
La tinta del pulpo se volvió teatral en su cuarto libro. «Los Tatis (some kind of memories) es una suerte de memorias personales que tiene que ver con mi crisis de los 30. De este libro salieron nada más que 30 ejemplares; lo edité yo mismo. Pero ocurrió algo muy loco: hubo gente que lo fotocopió y empezó a repartirlo. No lo veo como un libro de poemas, sino como una pieza dramatúrgica. De hecho, siempre tuve el sueño de hacerlo en teatro –confiesa el poeta–. Daniel Peláez, que está haciendo un documental sobre la revista 18 whiskys, tiene ganas de hacer Los Tatis en teatro. Yo hice una fiesta en casa cuando cumplí 30 y puse el famoso tema de Jethro Tull, ‘Demasiado viejo para el rock and roll, demasiado joven para morir’, que un poco expresaba lo que sentía en ese momento. A partir de eso escribí este largo vómito de mi crisis de los 30. No me golpeó tanto la crisis de los 40 o de los 50, como las de los 30. Hasta los 30 me sentía un pendejo».
¿Por qué ese nombre, por qué Los Tatis?
Tati es un gran amigo mío; en el poema yo me dirijo a alguien, le hago preguntas retóricas porque él es como un interlocutor mudo. Con Tati éramos compañeros en la facultad, estábamos todo el día juntos estudiando. Entonces lo tomo a Tati como un confesor, que es el juego que tiene el poema. En Los Tatis yo simbolizaba una manera de vivir en esos años 80. Hay boliches, hay bares, hay fiestas… pasa de todo en Los Tatis.
Hay una parte del poema «Los Tatis» en que se dice: «niño explorador del lenguaje/ vos que tomás Coca Diet». ¿A quién está aludiendo concretamente con esa crítica?
Esa parte es terrible… Uno siempre escribe contra algo y yo pienso que mi reacción, cuando empecé a escribir y a publicar mi obra, era contra el neobarroco. Yo no me sentía identificado con (Néstor) Perlongher, ni con Emeterio Cerro; a ese barco no me subía. Yo quería reivindicar una especie de anarquía del poeta porque veía que algunos colegas estaban integrándose a cierto canon, entonces yo prefería permanecer en una periferia combativa. Veía a varios poetas que se estaban aburguesando…
¿Quiénes?
No lo puedo decir (risas)… 18 whiskys duró dos números nada más; se produjo una gran atomización por el tema de machos alfas que competían entre sí. La Mineta, que es cunnilingus en lunfardo, había sido un grupo disruptivo; era una hoja de oficio a doble faz, que se repartía por la calle, y ahí estaban Fabián Casas y Daniel Durand. Empezamos siendo tres y terminamos siendo 50 poetas repartiendo poesía. Yo veía que nos estábamos aburguesando y yo quería seguir con la ruptura. Esto ha pasado en un montón de grupos literarios en el mundo: siempre alguien permanece combativo y otro se integra. Yo era apocalíptico, yo quería seguir haciendo quilombo, quería seguir provocando. En cambio, ellos no porque ya eran poetas oficiales. Hay un documental sobre la poesía norteamericana, Poetry in motion, de Ron Mann, en el que aparece (Charles) Bukowski cagándose de risa, medio en pedo, y dice: «los poetas son tan aburridos, la poesía a mí no me gusta». A veces siento que la poesía cae en esa ñoñería del lenguaje, en la cosa grandilocuente del poeta que está en el castillo y sale por la noche con la capa… Eso nunca me gustó. Yo soy parriano, el poeta es un hombre como todos, «un constructor de puertas y ventanas»; ese es el manifiesto de Nicanor Parra. Mi reacción en ese poema es contra la poesía oficial del poeta condecorado. Sigo aún reaccionando contra esa cosa reticente y a veces mezquina que tienen los poetas. La poesía tiene que ensuciarse con el barro del mundo. Es la única manera de que sea un género vital y no se convierta en una lengua muerta.
En Los Tatis aparece también una especie de inventario de ciertos espacios culturales de los años 80: Einstein, Ave Porco, el Parakultural… ¿Qué ámbitos frecuentaba?
Yo no iba al Rojas, yo iba a Halley. Yo usaba camperas de cuero, botas tejanas y tenía una banda de rock.
¿Cómo es eso de la banda? ¿Es el lado oculto de Edwards?
Yo cantaba en Aguante de cancha. Con Juan Carlos Marti, que estudiaba antropología en la facultad, nos hicimos amigos. Él tocaba la viola y me dijo: «quiero armar una banda y vos tenés que ser el cantante». «Yo no sé cantar», le dije. «Pero tenés aspecto de cantante», me dijo y me eligió como en un casting (risas). De tanto ensayar, terminé cantando bastante bien. Debutamos en Liberarte.
Hay una canción dentro de Los Tatis, «Mami yo quiero ser moderno», que es de Aguante de cancha, ¿no?
Sí. Esa era una canción buenísima. Yo no componía, no hacía las letras. Juan Carlos Marti escribía las letras, era el líder. «Mami yo quiero ser moderno» era uno de nuestros hits, era toda una ironía a los modernos del Rojas. Nosotros éramos rockeros de Halley, queríamos hacer rock sureño, pero nos salía punk (risas).
La versatilidad de Edwards incluye la interpretación teatral. «Yo actué en La patada prohibida, una obra de teatro para chicos que escribí; la hicimos en el IFT en 1985. El texto está perdido porque se traspapeló –se lamenta el poeta–. En la obra prohíben el fútbol por la violencia: en cada partido había 100 o 120 muertos. Pasan los años y el abuelito, que lo interpretaba yo, está jugando con su nieto y empieza a recordar cuando veía jugar a (Ricardo) Bochini, a (Diego) Maradona, a (Norberto) Alonso; entonces hace una pelota de trapo y empieza a jugar con el nieto en un patio de una casita de Avellaneda. Como el día estaba muy lindo, salen a la calle a jugar con la pelota de trapo justo cuando viene un patrullero y al viejo se lo llevan por pervertir al nieto y le hacen un juicio y lo condenan. Los viejos sectores del fútbol, los jugadores ya muy viejitos, hacen una gran revuelta popular, una gran procesión hacia la cancha de Boca para pedir por la libertad del viejo».
«La imagen es el único motor de la poesía», se lee en el epígrafe de «¡Vamos con esas imágenes!», atribuido a Ricardo Enrique Bochini. ¿Qué significa Bochini para usted?
Más que un futbolista, para mí Bochini es un poeta. El «Bocha» es una de mis grandes inspiraciones. Bochini es el hombre que amo, por eso le dediqué el libro.
¿Por qué el título Mingus o muerte?
Es una paráfrasis de «Perón o muerte». (Charles) Mingus es más grande que Miles Davis, que (John) Coltrane, que todos. En el canon del jazz es importante, pero está como jugando en la B Metropolitana. Mingus es de esos músicos infinitos con los que vas descubriendo cosas todo el tiempo. En el lugar donde yo laburo, con la compu, en mi casa, hay un cuadro de Perón y un cuadro de Mingus. Yo los miro a Perón y a Mingus y les pido inspiración (risas).
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