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El escritor argentino. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de junio de 2016. (RanchoNEWS).- En el 30.° aniversario de su muerte, cuatro autores destacan una faceta del poliédrico e influyente escritor argentino. El Cultural publica sus textos.
A partir de la lectura de su obra, y de la exégesis que de ella han realizado expertos y discípulos, se puede decir que Borges hay muchos: el joven ultraísta, el poeta, el ensayista, el que ensanchó los límites del cuento, el del humor absurdo, el de la imaginación desbordante, el tergiversador de historias ajenas, el editor, el conferenciante, el crítico, el guionista, el traductor, el letrista de tangos... En el centenario de su nacimiento (nació el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires), El Cultural le dedicó un número especial en el que se trataron todas estas facetas del genio. Ahora que se cumplen 30 años de su muerte (falleció el 14 de junio de 1986 en Ginebra), preguntamos a cuatro autores afines al escritor argentino cuál de todos los Borges existentes es su favorito.
Eloy Tizón, que reabrió recientemente el debate sobre las fronteras actuales del relato, se queda con el Borges capaz de sintetizar todo el universo en la enumeración de elementos que aparece en El Aleph. Agustín Fernández Mallo, autor de un censurado remake de El hacedor, defiende precisamente la faceta apropiacionista de Borges. Eduardo Becerra, ensayista, editor y profesor de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Autónoma de Madrid, destaca el «escritor de biblioteca» que fue Borges, frente a otros tipos de escritores más cercanos a la propia experiencia. Por último, Andrés Neuman se conmueve con el último Borges: el anciano que siguió captando el mundo a pesar de su ceguera. Becerra y Neuman, acompañados por el escritor cubano Ronaldo Menéndez, analizarán esta tarde en un coloquio en la Casa de América de Madrid la vigencia de la obra del gran autor argentino.
498 palabras
Por Eloy Tizón
De todos los Borges que hay en Borges (una cifra no infinita, si bien considerable), al que nunca renunciaré es al que escribe la majestuosa enumeración de El Aleph, que releo con frecuencia. Aquella que comienza «En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor» y termina en «Sentí infinita veneración, infinita lástima». Esas 498 palabras (las he contado) son uno de los momentos más altos y temblorosos de nuestro idioma, capaz de abrazar el mundo en un fantástico diorama, con sus multitudes e intimidades. De una belleza, en mi opinión, no superada. Es tan solo una página, sí. Pero infinita.
El grado cero de la literatura
Por Agustín Fernández Mallo
El Borges que más me gusta es el que escribe cuentos y ensayos, hay en ellos la carnalidad que todo relato necesita para provocar emociones, y sin embargo sus materias primas suelen venir de toda una suerte de teorías académicas; un fluido que con mínimos materiales aporta una intensa sentimentalidad y un potente pensamiento teórico. Hay también en esos relatos y ensayos un humor de alto voltaje, que yo identifico como un peculiar humor absurdo, cercano a veces incluso al dadaísmo. Así, para mí, Borges fue y es antes que nada un humorista que se sirve de bocetos de cuentos para hacer relatos metafísicos; lo extraño es que esos bocetos son en sí mismos obras cerradas y completas, definitivamente acabadas. Además, conecta como nadie con asuntos que siempre me han interesado: pone bajo sospecha el concepto de «originalidad» (Borges siempre afirmó que toda literatura son versiones, literatura de segunda mano, él mismo lo versioneó todo: de Homero a la ciencia ficción serie B de su época), utiliza el simulacro como nadie (construcción de una realidad automantenida), usa lo monstruoso de un modo absolutamente personal (descontextualiza ideas y objetos, los hace monstruos), inventa a su modo cierta clase de entidades que hoy llamamos redes (histórico-literarias en este caso), no le importa dignificar la basura o spam (narra a través de elementos en apariencia residuales, o menores), y prefigura la literatura posmodernista. De tal modo que sus libros son una especie de «grado 0» de la literatura: en él, como en un Big Crunch, viene a concentrarse toda la literatura anterior, para lanzar, como en un Big Bang, la literatura que vino luego. Se las apaña para romper casi todos los códigos de la literatura predecesora, y al mismo tiempo seguir siendo clásico.
Y me he referido a sus cuentos y a sus ensayos pues, en mi opinión, su obra en verso no es de esa misma especie: acaso en sus poemas él mismo no quiere desenvolverse con la misma audacia, acaso el peso de sus maestros lastra ahí su vuelo. No sé.
Escribir leyendo
Por Eduardo Becerra
La literatura de Jorge Luis Borges está repleta de piezas memorables, sean sus ensayos, sus poemas o sus relatos; por ello, mencionar una obra en concreto que destaque sobre las demás resulta extremadamente difícil. Prefiero señalar un rasgo de lo que podríamos llamar su poética que considero constituye uno de sus legados más memorables: la lectura como eje central de la escritura literaria. El universo como biblioteca y el mundo como libro, la mirada escéptica hacia el saber humano, la cultura como archivo susceptible de ser puesto en duda, suponen algunas de las claves borgeanas más significativas. Todas ellas arrancan y se sostienen a partir de una concepción de la lectura como nutriente básico de la obra literaria, aspecto que tendrá una importante presencia en la literatura posterior tras la estela del legado de Borges.
A bordo de una elipsis
Por Andrés Neuman
Un Borges que me conmueve particularmente, y acaso no tan explorado, es el turista anciano que recorre medio mundo con su ceguera a cuestas. Ese que viaja de oído, a bordo de una elipsis permanente. Escuchando, palpando, oliéndolo todo. Deduciendo el lugar que visita. Ese que dicta breves, sagaces notas en los aviones hasta componer Atlas: un librito tan fragmentario en su escritura como unitario en su concepto, a caballo entre el poema en prosa y la crónica súbita. Ese Borges que entra en la Alhambra para descifrar el braille de las paredes. Que regresa a Ginebra para formular su teoría sobre las ciudades tímidas. Que pisa el desierto, se agacha trabajosamente para apretar un puñado de arena y, al dejarlo caer de nuevo, susurra: «Estoy modificando el Sahara». Ese último Borges que sintetiza el ínfimo, inconfundible rastro que dejamos al caminar.
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