Federico Luppi
Sanjuana Martínez
MADRID.- Homenajeado en el próximo Festival de cine internacional Latin Beat de Nueva York, el actor argentino Federico Luppi vive una de las mejores etapas de su vida: se ha casado a sus 70 años, acaba de estrenar Pasos, su ópera prima como director, y prepara cuatro películas más, una de éstas mexicana: La herencia de Giuseppe Ramírez, del director Benjamín Cann.
Con 85 películas en su haber, el actor afincado en España desde hace tres años y medio luce inquieto en el lobby del cine Princesa, a la espera de que los espectadores salgan de ver su película Pasos, una historia que narra la vida de tres parejas en plena transición hispana, con guión de su esposa, la escritora y actriz Susana Hornos, quien también protagoniza el filme.
Alto, erguido y elegante, lleva un pañuelo de seda cerca de la solapa del saco. Usa camisa blanca y destaca su cabellera nívea y resplandeciente, marcada con tupé y patillas, convertida en una de sus señas de identidad. Se ha afeitado temporalmente el bigote y estrecha la mano con aspecto de galán y aire de caballero romántico.
Su estreno como director le ha provocado críticas “muy duras y contundentes”, dice con esa voz cadente que resulta tan familiar para los amantes del cine latinoamericano:
“He concitado la más cerrada indiferencia respecto del filme. Sospecho que algunas críticas han sido tan descalificadotas y virulentas que tiene que ver más con el tema y su tratamiento que por los ‘pecados fílmicos’.”
—Parece que los críticos españoles no le perdonan que haya abordado el tema de la transición política.
—Es posible que eso haya afectado la visión del filme y haya habido un poco de celos —no digo xenofobia—, sino un exagerado cuidado por un pasado que consideran que les pertenece, naturalmente. En algunos casos las críticas han sido francamente exageradas.
—Le critican que sus personajes caigan en una serie de tópicos sobre la izquierda y la derecha; y que la guionista, su esposa, no haya tenido clemencia con ellos...
—Se ha dado en llamar tópicos a una cosa que es frecuente y repetitiva. Muy a menudo lo que se traza con la ideología se borra con el codo luego. Sobre todo porque la transición fue un momento singularmente conflictivo y muchos no quieren admitir que una parte de la transición políticamente cerró en falso. No hubo un solo militar o franquista procesado, salvo Tejero por lo del golpe. No voy a defender la inexistencia de defectos del filme —que seguramente los tiene—, sencillamente me pareció exagerada virulencia.
—Usted ha repetido que su película no es sobre la transición...
—Es que no lo es. Se han empeñado en ver allí una simple tasación ideológica, cuando yo hablo de comportamientos que pueden gustar o no y que forman parte de cosas que realmente ocurrieron.
—¿Esperaba otra cosa en su debut como director?
—Esperaba que hubiera una actitud menos furiosa.
—¿Le desanima la crítica negativa?
—Para nada, sólo me dificulta la consecución de un seguro proyecto. El cine es una actividad cara y cuando te marcan tan duramente ningún productor fácilmente y de motu proprio decide darle a un primerizo una segunda película. Sin embargo, estoy trabajando en más proyectos como director. Esto no puedo paralo. Por mi dirigiría todos los días.
—¿Cómo es que se animó a dirigir?
—No es un supremo acto de valentía, tampoco hay que pensar que estamos librando la Guerra de Troya. Es sencillamente un paso natural de quien en lugar de colocarse delante, se coloca detrás de la cámara. Cuando uno dirige una película, el nivel de responsabilidades se hace múltiple y se amplía a extremos muy estresantes. Hay que tener en cuenta la cantidad de personal: el mundo de los actores, de los técnicos, el tiempo climático, el nivel de dinero que se gasta día a día, los cambios imprevistos. Las direcciones se toman al segundo y eso crea una dinámica muy absorbente, por un lado apasionado y por otro, como diría Welles, un mecano fantástico y complicado.
—¿Cuál es el reto final de la dirección?
—La condición final de este esfuerzo es crear una película estética y emotivamente atractiva, por lo menos que plantee para el espectador un tipo de reflexión. El resto son contingencias materiales.
—¿Y en la actuación? ¿Interpretar es un reto mayor?
—Es un reto mayor porque el frente, de ser uno mirándose a sí mismo como personaje y actor a la vez, se pasa a ser una mirada supuestamente objetiva sobre un montón de complejidades. Entonces hay que tener una suerte de equilibrio que no es fácil. Supongo que tendrá que ver con las experiencias. En el caso del cine, ampliar la experiencia significa hacer muchas películas y eso cuesta caro.
Cine o teatro
La historia de Federico Luppi esta plagada de exilios. Acosado por la dictadura, dejó Argentina en 1977 y se instaló en España, volvió a Buenos Aires un año después cuando aún no terminaba “la pesadilla”, pero en diciembre de 2001 el llamado “Corralito” le obligó a salir de su país y a radicar definitivamente en España.
En 2003 contrajo nupcias con Susana Hornos, de 33 años, y desde entonces vive feliz en el madrileño barrio de Argüelles. Su rutina consiste en leer mucho y pasear. Se cuida físicamente y acude a un gimnasio para estar activo, “más por culpa que por fitness”, dice entre carcajadas. Y por supuesto, disfruta del cine casi diariamente:
“Consumo mucho cine. Soy un espectador de cine fantástico, porque no hay nada que me parezca malo o rechazable, siempre encuentro algún momento que reivindica mi condición de espectador.”
—Usted empezó en teatro, ¿por qué el cine?
—No es en el sentido de una elección entre dos mundos antagónicos, sencillamente el teatro siempre es un comienzo plausible y más fácil, pertenece al mundo de los pobres. Con una lámpara de cuarenta vatios, una mesa y dos actores se tiene el teatro montado. El cine exige un nivel de sofisticación: Eso le permite a nosotros los actores desplegar un nivel de magia muy atractivo, el gasto físico es mucho menor, la concentración debe ser mucho mayor y los niveles de tiempo para aprendizaje y lectura son mucho mejor con el cine que con el teatro.
—¿Cómo es que un hijo de campesinos como usted se convierte en actor, después de que iba para dibujante?
—Esa fue la meta que tenía fijada que a veces lamento profundamente no haberla seguido, es una especie de arrepentimiento estéril. Tenía auténtica pasión por la carrera de dibujante, una mano suelta y ducha, dotada para el dibujo, pero algún misterio de la actuación me enganchó un día y allí me quedé.
—Fue el protagonista de la obra El vestidor (2001), en donde exhibía un miedo extremo del futuro, sobre todo de la pérdida de los afectos, de la potencia física, de la memoria...
—Lo recuerdo perfectamente, ese personaje tenía mucho que ver no sólo con mi edad, sino con un momento terrible de la vida, pero yo estoy bien ahora. He recuperado una visión menos patética de la vida.
—Las tablas del teatro son una gran prueba. ¿Un buen actor de cine debe ser antes un buen actor de teatro?
—Es una visión facilista, porque no es que el cine exija menos calidad interpretativa o menos concentración o menos alma, o menos posibilidad de emocionar. Es cierto que en el teatro en su forma tan aristotélica, usted está aquí y ahora, y la obra avanza como una bomba de tiempo durante dos horas. Inexorablemente lo que se recorre tiene una lógica, una contundencia unitaria que ayuda a intensificar mucho la emoción.
—¿Y en el cine?
—En el cine se filma la película comenzando por el final, o al final hace el principio. A veces se hace el velatorio primero que la muerte; en fin, hay una suerte de “capricho” que se resuelve por el montaje y que provoca un nivel de magia fascinante. No es que el cine sea más fácil; es que el teatro, al comenzar y terminar una especie de ascensión maratónica por un texto, da la sensación de más profunda intensidad, y por supuesto una entrega mayor. Tal vez porque físicamente se transpira mucho más.
—Siempre se habla de la crisis del teatro, la crisis económica, frente a la explosión, la evolución y la bonaza del cine...
—Desde que yo tengo un racional uso de la razón siempre he escuchado hablar de la crisis del teatro y del cine; de la crisis de la cultura y del pensamiento; de la crisis de la filosofía y las ideologías. Eso es una suerte de redundancia interminable porque esa crisis es la expresión de la permanente y bienvenida crisis humana. Crisis significa en términos analíticos crecimiento. Un ser humano sin crisis no crece y no se convierte en adulto y no consigue llegar a la muerte. La crisis es una expresión de la contradicción. Y sin contradicción no hay desarrollo. El teatro y el cine responden a la capacidad de crecimiento del hombre que lo hacen no de manera lineal, sino zigzagueando como el método científico: prueba y error.
Latinoamérica
—El Festival Latin Beat de Nueva York le homenajea dentro de unos días. Es un escaparate del cine latinoamericano, un cine que vive de manera permanente la invasión del cine estadunidense. ¿Es una lucha tan desigual como dicen?
—Es cierto en términos de mercado. Cualquier película americana, buena, regular o mala tiene como mercado el mundo. A nosotros los latinos hacer una película buena, mala o regular nos cuesta un trabajo interminable, y esa desigualdad existe y seguirá existiendo por mucho tiempo, lo cual no quiere decir que no se puedan hacer buenas películas. En América Latina hay cinematografías como la mexicana o colombiana, brasileña, argentina y chilena que están elaborando afinados y atractivos productos fílmicos. Llegar a los mercados que llega el cine americano es una tarea de titanes, casi incumplible. Pero hay que diferenciar entre el mercado y la calidad.
—Ha recorrido un largo camino. Hace 20 años no había tantas películas latinoamericanas de éxito. ¿Qué ha influido para esa evolución?
—Un cambio que comenzó siendo homeopático y ahora es casi catártico, que es la expansión de América Latina en el mundo sajón. Las grandes migraciones laborales y políticas han terminado por crear un mundo más cercano uno de otro, aunque sea contradictorio. Y hoy es muy fácil encontrar argentinos, colombianos o chilenos en cualquier lugar del globo, como en Estados Unidos donde hay gobernadores hispanos. Esta condición casi invasiba (sic) en términos culturales del pensamiento y comportamiento hispano ha permitido una apertura mayor del yanqui hacia nosotros y una flexibilidad más porosa para gustar del pensamiento y cultura iberoamericana.
—Por su historia se ve que prefiere hacer cine latinoamericano que estadunidense...
—Naturalmente. Los últimos 15 años hay títulos de cualquier país latinoamericano que son espectaculares, que han dado idea de una madurez, imaginación, fantasía y calidad expresiva muy agudos: Ripstein en México, Cabrera en Colombia, los chicos jóvenes chilenos como Andrés Gut, el cine argentino con Daniel Burman o Alfredo Aristaráin, los brasileños con Walter Sales. Se están haciendo películas espectaculares.
—¿Qué distancia hay entre Pajarito Gómez, su primera película estrenada en 1964 y El viento, un filme ahora en cartelera dirigido por Eduardo Mignona?
—Las dos inevitables y biológicas: en la primera era un párvulo y en esta última pertenezco a la tercera edad irrenunciablemente (risas).
—¿Lleva mal la edad?
—Lo que pasa es que pecamos con dos puntas de narcisismo: la veleidad, y las otras que buscan los dioses griegos: impolutos, heroicos e inmortales.
—Le ofrecen papeles de mayor. ¿Es difícil para alguien que ha sido galán?
—Sí, pero era más bien un tipo de presión del mercado. En realidad nunca tuve una fuerte presencia de galán; más bien esto me ha hecho bien a veces, porque me veían más como un actor capaz de interpretar que de un galán capaz de enamorar. Ahora estoy en un momento de mi vida en que aparecen papeles en los cuales no había pensado naturalmente y que tienen costados y canteras muy ricas y muy atractivas. Y eso me hace bastante feliz.
—¿Le compensa? ¿Tiene perfectamente asumida su edad?
—Esta asumido sí o sí, lo cual no implica negar la fantasía de que en algún momento alguien me proponga una transacción fáustica y de pronto pueda vender mi alma para tener 40 años menos. Yo lo haría con todo gusto. Una de las constantes del ser humano es hacer puentes, edificios o pintar, esculpir, interpretar o fabricar naves espaciales...todo eso es un enorme trabajo para ocultar el hecho de que uno se va a morir. Cuanto más tiempo hay para hacer más ilusoria es la noción de eternidad.
—¿Sus años biológicos coinciden con su actividad humana?
—Lo que pasa es que he hecho una vida campesinota y aburrida. No he fumado, tomado, trasnochado, no he hecho desarreglos notables; de vez en cuando me gusta comer mucho, pero bueno, eso ha servido para no envejecer prematuramente.
—Lleva usted 85 películas con personajes memorables. ¿Cuida la elección de sus personajes o los personajes lo eligen a usted?
—A partir de la lectura de un guión me ha gustado siempre inclinarme por la rotundez y el rigor de la historia, más que por el personaje. Hacer un personaje atractivo de peso y con posibilidades y sin drama de historia no sirve para nada. Prefiero una buena historia que contenga calidades dignas interpretadas. Hay gente que todavía sigue insistiendo en las cuestiones de personaje grande o personaje chico; pero a mí no me ha creado ningún conflicto ese tipo de dicotomía, prefiero siempre la historia.
—Usted no siempre ha sido protagonista. ¿Hay personajes chicos o segundones tan importantes como los de un protagonista?
—A veces un personaje de tres-cuatro minutos en un filme ha merecido un Oscar de papel secundario, entonces eso habla a las claras de la contundencia que tiene un buen trabajo en el celuloide, cuando está bien hecho.
Los tándem
El trabajo de Luppi y Susana Hornos les expone y tienen que enfrentar la cotidianeidad con la fama:
“Cosa que no me hace feliz. No tenemos ni la repercusión internacional de Jack Nicholson o Isabel Huppert, pero somos actores importantes de las periferias.”
Se conocieron en Zaragoza durante una función de teatro. Ella se acerco a saludarle y le contó que iría a Buenos Aires. Él le dio su teléfono y ella le llamó a los cinco meses.
—El amor le ha llegado nuevamente...
—En un momento donde no tenía una exagerada esperanza por reencontrarlo. Tengo un matrimonio anterior con dos hijos que ya están grandes, luego tuve relaciones de pareja que nunca formalicé; con Susana fue diferente, quise tener un compromiso adulto. Y claro, también cuenta la extrema irresponsabilidad de parte de Susana de decidir estar conmigo.
—El amor es así...
—Ojalá, espero que sea por mucho tiempo. Me siento bien, tengo muchas ganas de muchas cosas. Soy un protestón incansable. Siempre tengo la esperanza, no siempre robusta, de que el mundo se convierta cuando uno lo deje en algo un poco mejor.
—¿Importa la diferencia de edad?
—Lo fácil es decir que no importa. Me gustaría estar más cerca yo de su edad, que ella de la mía. Susana es guapa y atractiva y no puedo dejar de mirarla.
MADRID.- Homenajeado en el próximo Festival de cine internacional Latin Beat de Nueva York, el actor argentino Federico Luppi vive una de las mejores etapas de su vida: se ha casado a sus 70 años, acaba de estrenar Pasos, su ópera prima como director, y prepara cuatro películas más, una de éstas mexicana: La herencia de Giuseppe Ramírez, del director Benjamín Cann.
Con 85 películas en su haber, el actor afincado en España desde hace tres años y medio luce inquieto en el lobby del cine Princesa, a la espera de que los espectadores salgan de ver su película Pasos, una historia que narra la vida de tres parejas en plena transición hispana, con guión de su esposa, la escritora y actriz Susana Hornos, quien también protagoniza el filme.
Alto, erguido y elegante, lleva un pañuelo de seda cerca de la solapa del saco. Usa camisa blanca y destaca su cabellera nívea y resplandeciente, marcada con tupé y patillas, convertida en una de sus señas de identidad. Se ha afeitado temporalmente el bigote y estrecha la mano con aspecto de galán y aire de caballero romántico.
Su estreno como director le ha provocado críticas “muy duras y contundentes”, dice con esa voz cadente que resulta tan familiar para los amantes del cine latinoamericano:
“He concitado la más cerrada indiferencia respecto del filme. Sospecho que algunas críticas han sido tan descalificadotas y virulentas que tiene que ver más con el tema y su tratamiento que por los ‘pecados fílmicos’.”
—Parece que los críticos españoles no le perdonan que haya abordado el tema de la transición política.
—Es posible que eso haya afectado la visión del filme y haya habido un poco de celos —no digo xenofobia—, sino un exagerado cuidado por un pasado que consideran que les pertenece, naturalmente. En algunos casos las críticas han sido francamente exageradas.
—Le critican que sus personajes caigan en una serie de tópicos sobre la izquierda y la derecha; y que la guionista, su esposa, no haya tenido clemencia con ellos...
—Se ha dado en llamar tópicos a una cosa que es frecuente y repetitiva. Muy a menudo lo que se traza con la ideología se borra con el codo luego. Sobre todo porque la transición fue un momento singularmente conflictivo y muchos no quieren admitir que una parte de la transición políticamente cerró en falso. No hubo un solo militar o franquista procesado, salvo Tejero por lo del golpe. No voy a defender la inexistencia de defectos del filme —que seguramente los tiene—, sencillamente me pareció exagerada virulencia.
—Usted ha repetido que su película no es sobre la transición...
—Es que no lo es. Se han empeñado en ver allí una simple tasación ideológica, cuando yo hablo de comportamientos que pueden gustar o no y que forman parte de cosas que realmente ocurrieron.
—¿Esperaba otra cosa en su debut como director?
—Esperaba que hubiera una actitud menos furiosa.
—¿Le desanima la crítica negativa?
—Para nada, sólo me dificulta la consecución de un seguro proyecto. El cine es una actividad cara y cuando te marcan tan duramente ningún productor fácilmente y de motu proprio decide darle a un primerizo una segunda película. Sin embargo, estoy trabajando en más proyectos como director. Esto no puedo paralo. Por mi dirigiría todos los días.
—¿Cómo es que se animó a dirigir?
—No es un supremo acto de valentía, tampoco hay que pensar que estamos librando la Guerra de Troya. Es sencillamente un paso natural de quien en lugar de colocarse delante, se coloca detrás de la cámara. Cuando uno dirige una película, el nivel de responsabilidades se hace múltiple y se amplía a extremos muy estresantes. Hay que tener en cuenta la cantidad de personal: el mundo de los actores, de los técnicos, el tiempo climático, el nivel de dinero que se gasta día a día, los cambios imprevistos. Las direcciones se toman al segundo y eso crea una dinámica muy absorbente, por un lado apasionado y por otro, como diría Welles, un mecano fantástico y complicado.
—¿Cuál es el reto final de la dirección?
—La condición final de este esfuerzo es crear una película estética y emotivamente atractiva, por lo menos que plantee para el espectador un tipo de reflexión. El resto son contingencias materiales.
—¿Y en la actuación? ¿Interpretar es un reto mayor?
—Es un reto mayor porque el frente, de ser uno mirándose a sí mismo como personaje y actor a la vez, se pasa a ser una mirada supuestamente objetiva sobre un montón de complejidades. Entonces hay que tener una suerte de equilibrio que no es fácil. Supongo que tendrá que ver con las experiencias. En el caso del cine, ampliar la experiencia significa hacer muchas películas y eso cuesta caro.
Cine o teatro
La historia de Federico Luppi esta plagada de exilios. Acosado por la dictadura, dejó Argentina en 1977 y se instaló en España, volvió a Buenos Aires un año después cuando aún no terminaba “la pesadilla”, pero en diciembre de 2001 el llamado “Corralito” le obligó a salir de su país y a radicar definitivamente en España.
En 2003 contrajo nupcias con Susana Hornos, de 33 años, y desde entonces vive feliz en el madrileño barrio de Argüelles. Su rutina consiste en leer mucho y pasear. Se cuida físicamente y acude a un gimnasio para estar activo, “más por culpa que por fitness”, dice entre carcajadas. Y por supuesto, disfruta del cine casi diariamente:
“Consumo mucho cine. Soy un espectador de cine fantástico, porque no hay nada que me parezca malo o rechazable, siempre encuentro algún momento que reivindica mi condición de espectador.”
—Usted empezó en teatro, ¿por qué el cine?
—No es en el sentido de una elección entre dos mundos antagónicos, sencillamente el teatro siempre es un comienzo plausible y más fácil, pertenece al mundo de los pobres. Con una lámpara de cuarenta vatios, una mesa y dos actores se tiene el teatro montado. El cine exige un nivel de sofisticación: Eso le permite a nosotros los actores desplegar un nivel de magia muy atractivo, el gasto físico es mucho menor, la concentración debe ser mucho mayor y los niveles de tiempo para aprendizaje y lectura son mucho mejor con el cine que con el teatro.
—¿Cómo es que un hijo de campesinos como usted se convierte en actor, después de que iba para dibujante?
—Esa fue la meta que tenía fijada que a veces lamento profundamente no haberla seguido, es una especie de arrepentimiento estéril. Tenía auténtica pasión por la carrera de dibujante, una mano suelta y ducha, dotada para el dibujo, pero algún misterio de la actuación me enganchó un día y allí me quedé.
—Fue el protagonista de la obra El vestidor (2001), en donde exhibía un miedo extremo del futuro, sobre todo de la pérdida de los afectos, de la potencia física, de la memoria...
—Lo recuerdo perfectamente, ese personaje tenía mucho que ver no sólo con mi edad, sino con un momento terrible de la vida, pero yo estoy bien ahora. He recuperado una visión menos patética de la vida.
—Las tablas del teatro son una gran prueba. ¿Un buen actor de cine debe ser antes un buen actor de teatro?
—Es una visión facilista, porque no es que el cine exija menos calidad interpretativa o menos concentración o menos alma, o menos posibilidad de emocionar. Es cierto que en el teatro en su forma tan aristotélica, usted está aquí y ahora, y la obra avanza como una bomba de tiempo durante dos horas. Inexorablemente lo que se recorre tiene una lógica, una contundencia unitaria que ayuda a intensificar mucho la emoción.
—¿Y en el cine?
—En el cine se filma la película comenzando por el final, o al final hace el principio. A veces se hace el velatorio primero que la muerte; en fin, hay una suerte de “capricho” que se resuelve por el montaje y que provoca un nivel de magia fascinante. No es que el cine sea más fácil; es que el teatro, al comenzar y terminar una especie de ascensión maratónica por un texto, da la sensación de más profunda intensidad, y por supuesto una entrega mayor. Tal vez porque físicamente se transpira mucho más.
—Siempre se habla de la crisis del teatro, la crisis económica, frente a la explosión, la evolución y la bonaza del cine...
—Desde que yo tengo un racional uso de la razón siempre he escuchado hablar de la crisis del teatro y del cine; de la crisis de la cultura y del pensamiento; de la crisis de la filosofía y las ideologías. Eso es una suerte de redundancia interminable porque esa crisis es la expresión de la permanente y bienvenida crisis humana. Crisis significa en términos analíticos crecimiento. Un ser humano sin crisis no crece y no se convierte en adulto y no consigue llegar a la muerte. La crisis es una expresión de la contradicción. Y sin contradicción no hay desarrollo. El teatro y el cine responden a la capacidad de crecimiento del hombre que lo hacen no de manera lineal, sino zigzagueando como el método científico: prueba y error.
Latinoamérica
—El Festival Latin Beat de Nueva York le homenajea dentro de unos días. Es un escaparate del cine latinoamericano, un cine que vive de manera permanente la invasión del cine estadunidense. ¿Es una lucha tan desigual como dicen?
—Es cierto en términos de mercado. Cualquier película americana, buena, regular o mala tiene como mercado el mundo. A nosotros los latinos hacer una película buena, mala o regular nos cuesta un trabajo interminable, y esa desigualdad existe y seguirá existiendo por mucho tiempo, lo cual no quiere decir que no se puedan hacer buenas películas. En América Latina hay cinematografías como la mexicana o colombiana, brasileña, argentina y chilena que están elaborando afinados y atractivos productos fílmicos. Llegar a los mercados que llega el cine americano es una tarea de titanes, casi incumplible. Pero hay que diferenciar entre el mercado y la calidad.
—Ha recorrido un largo camino. Hace 20 años no había tantas películas latinoamericanas de éxito. ¿Qué ha influido para esa evolución?
—Un cambio que comenzó siendo homeopático y ahora es casi catártico, que es la expansión de América Latina en el mundo sajón. Las grandes migraciones laborales y políticas han terminado por crear un mundo más cercano uno de otro, aunque sea contradictorio. Y hoy es muy fácil encontrar argentinos, colombianos o chilenos en cualquier lugar del globo, como en Estados Unidos donde hay gobernadores hispanos. Esta condición casi invasiba (sic) en términos culturales del pensamiento y comportamiento hispano ha permitido una apertura mayor del yanqui hacia nosotros y una flexibilidad más porosa para gustar del pensamiento y cultura iberoamericana.
—Por su historia se ve que prefiere hacer cine latinoamericano que estadunidense...
—Naturalmente. Los últimos 15 años hay títulos de cualquier país latinoamericano que son espectaculares, que han dado idea de una madurez, imaginación, fantasía y calidad expresiva muy agudos: Ripstein en México, Cabrera en Colombia, los chicos jóvenes chilenos como Andrés Gut, el cine argentino con Daniel Burman o Alfredo Aristaráin, los brasileños con Walter Sales. Se están haciendo películas espectaculares.
—¿Qué distancia hay entre Pajarito Gómez, su primera película estrenada en 1964 y El viento, un filme ahora en cartelera dirigido por Eduardo Mignona?
—Las dos inevitables y biológicas: en la primera era un párvulo y en esta última pertenezco a la tercera edad irrenunciablemente (risas).
—¿Lleva mal la edad?
—Lo que pasa es que pecamos con dos puntas de narcisismo: la veleidad, y las otras que buscan los dioses griegos: impolutos, heroicos e inmortales.
—Le ofrecen papeles de mayor. ¿Es difícil para alguien que ha sido galán?
—Sí, pero era más bien un tipo de presión del mercado. En realidad nunca tuve una fuerte presencia de galán; más bien esto me ha hecho bien a veces, porque me veían más como un actor capaz de interpretar que de un galán capaz de enamorar. Ahora estoy en un momento de mi vida en que aparecen papeles en los cuales no había pensado naturalmente y que tienen costados y canteras muy ricas y muy atractivas. Y eso me hace bastante feliz.
—¿Le compensa? ¿Tiene perfectamente asumida su edad?
—Esta asumido sí o sí, lo cual no implica negar la fantasía de que en algún momento alguien me proponga una transacción fáustica y de pronto pueda vender mi alma para tener 40 años menos. Yo lo haría con todo gusto. Una de las constantes del ser humano es hacer puentes, edificios o pintar, esculpir, interpretar o fabricar naves espaciales...todo eso es un enorme trabajo para ocultar el hecho de que uno se va a morir. Cuanto más tiempo hay para hacer más ilusoria es la noción de eternidad.
—¿Sus años biológicos coinciden con su actividad humana?
—Lo que pasa es que he hecho una vida campesinota y aburrida. No he fumado, tomado, trasnochado, no he hecho desarreglos notables; de vez en cuando me gusta comer mucho, pero bueno, eso ha servido para no envejecer prematuramente.
—Lleva usted 85 películas con personajes memorables. ¿Cuida la elección de sus personajes o los personajes lo eligen a usted?
—A partir de la lectura de un guión me ha gustado siempre inclinarme por la rotundez y el rigor de la historia, más que por el personaje. Hacer un personaje atractivo de peso y con posibilidades y sin drama de historia no sirve para nada. Prefiero una buena historia que contenga calidades dignas interpretadas. Hay gente que todavía sigue insistiendo en las cuestiones de personaje grande o personaje chico; pero a mí no me ha creado ningún conflicto ese tipo de dicotomía, prefiero siempre la historia.
—Usted no siempre ha sido protagonista. ¿Hay personajes chicos o segundones tan importantes como los de un protagonista?
—A veces un personaje de tres-cuatro minutos en un filme ha merecido un Oscar de papel secundario, entonces eso habla a las claras de la contundencia que tiene un buen trabajo en el celuloide, cuando está bien hecho.
Los tándem
El trabajo de Luppi y Susana Hornos les expone y tienen que enfrentar la cotidianeidad con la fama:
“Cosa que no me hace feliz. No tenemos ni la repercusión internacional de Jack Nicholson o Isabel Huppert, pero somos actores importantes de las periferias.”
Se conocieron en Zaragoza durante una función de teatro. Ella se acerco a saludarle y le contó que iría a Buenos Aires. Él le dio su teléfono y ella le llamó a los cinco meses.
—El amor le ha llegado nuevamente...
—En un momento donde no tenía una exagerada esperanza por reencontrarlo. Tengo un matrimonio anterior con dos hijos que ya están grandes, luego tuve relaciones de pareja que nunca formalicé; con Susana fue diferente, quise tener un compromiso adulto. Y claro, también cuenta la extrema irresponsabilidad de parte de Susana de decidir estar conmigo.
—El amor es así...
—Ojalá, espero que sea por mucho tiempo. Me siento bien, tengo muchas ganas de muchas cosas. Soy un protestón incansable. Siempre tengo la esperanza, no siempre robusta, de que el mundo se convierta cuando uno lo deje en algo un poco mejor.
—¿Importa la diferencia de edad?
—Lo fácil es decir que no importa. Me gustaría estar más cerca yo de su edad, que ella de la mía. Susana es guapa y atractiva y no puedo dejar de mirarla.