Rancho Las Voces: Literatura / Entrevista a Alejandro García Schnetzer
La inteligencia de Irene visita México / La Quincena

miércoles, octubre 21, 2015

Literatura / Entrevista a Alejandro García Schnetzer

.
«En Barcelona se me hizo muy notable la ajenidad. Con el tiempo, en vez de mitigarse, se ha afianzado gratamente», dice García Schnetzer. (Foto: Sandra Cartasso)

C iudad Juárez, Chihuahua. 21 de octubre de 2015. (RanchoNEWS).-«La vida es un fardo que crece con la edad». El bibliotecario Juan Quiroga –25 años, contextura de junco, peinado a un lado– deviene contrabandista de un mafioso vinculado con la Liga Patriótica, sin dejar de experimentar la bohemia libresca. La escritura –cree– es su auténtica vocación; anda con su libreta y las historias inacabadas «que el tiempo y la desidia malograron». A fines de diciembre del 37, en un viaje de Buenos Aires a Montevideo, el atribulado muchacho se siente acorralado. «Mi enfermedad es el tedio irredimible de todo lo real; aborrezco la monotonía de la vida; soy un hombre fatigado, concluido», se queja el personaje, como si estuviera caminando por la cuerda floja de un final anunciado. En este periplo desdichado, está bien acompañado por un puñado de viejos como Maure, Suárez y Fonseca. En Quiroga (Entropía), otra belleza de Alejandro García Schnetzer –la tercera de una saga de novelas tituladas con apellidos de siete letras (Requena y Andrade)–, la travesía de cruzar el Aqueronte rioplatense se despliega como una eterna condena fluvial. «El agua es una sola, como la espera en el tiempo», se podría afirmar. Silvina Friera para Página/12.

Aunque vive en Barcelona desde 2001, el mundo literario de García Schnetzer es ciento por ciento rioplatense. Quiroga es el primer libro que no pudo leer Juan Gelman. «Cada vez lo extraño más a Juan –confiesa el escritor a Página/12–. Lo quise mucho y él también me quiso. Lo que siempre me abismó fue esa grandeza con la que me trataba como igual cuando yo sólo tenía 70 páginas escritas. Juan tenía una generosidad difícil de encontrar. Cómo lloré cuando murió... Se despidió de mí y sabía que se despedía. Hablé con él quince días antes del final. Juan sabía que se moría y no quería morir. En Quiroga también hablo con él. En el final de la novela, Juan está en esa “cólera buey y humana cólera...”». La novela transcurre en 1937, año en que Borges empezó a trabajar en la biblioteca Miguel Cané. «Me puse a pensar qué habría sido de la vida de ese muchacho al que echaron para que Borges pudiera entrar. Esta es una anécdota irreal, pero posible. Ese muchacho es Juan Quiroga, pero eso no sucedió; es como el poema de Borges ‘El Golem’: ‘el gato no está en Scholem pero, a través del tiempo, lo adivino’ –parafrasea–. Si el tema de Andrade, la novela anterior, era la muerte, que estaba aludida de manera directa o indirecta en cada párrafo, en esta novela creo que es la vejez. Quiroga es un muchacho rodeado de gente mayor que trabaja como contrabandista. La historia sucede en un viaje en el vapor de la Carrera desde la Atenas del Plata a la Nueva Troya. Esos dos elementos a su vez me cifraban la posibilidad de explorar algún mito helénico, apoyado también por un comentario de Ana Basualdo, que es el acápite del libro: ‘la verdadera agua sagrada del mito es la dulce, la de río’. »

¿Por qué el interés por la vejez?

El tiempo es una de mis preocupaciones. Mis amigos de Barcelona son todos veteranos, gente que tiene de 70 años para arriba. Si hago un censo, soy como el más joven de ese grupo. Y tienen maneras de hablar, de decir, de pensar, de construir sus frases, que son un museo de la lengua, porque quedaron como mosquito en la resina; expresiones que ya no circulan, que son caminos clausurados. A veces me siento escribiendo como arreando olvidos, pero para mí resuenan mucho allá, sobre todo por el contexto lingüístico.

Hay un par de expresiones en ese «museo de la lengua» que aparecen en Quiroga: «si algún chorlito lo tenacea», «lo zurce de mal modo», «que peludo me suelta», «mal de la azotea»...

¿Ya no se dicen acá?

No, aunque quizá las personas mayores de 70 años sí...

Yo se lo oigo decir a Alberto Szpunberg, se lo oía decir a Juan Gelman, a Mara, a Ana Basualdo, a Antonio Seguí... María Negroni me invitó a una charla en la maestría de escritura de la Untref y les leí a los estudiantes El che amor de Alberto Szpunberg. Cuando llegué a los versos finales, me quebré y se me piantaron unos lagrimones. Hay un comentario que cita Adolfo Bioy Casares de un libro de aforismos, sobre un alto mando del almirantazgo británico que había dicho: «nunca leo poesía, podría ablandarme» (risas).

Es la idea de los hombres rudos que rodean a Quiroga. En una parte de la novela le tiran al mar una antología de poesía que él está leyendo.

Sí, me lo hicieron notar. La poesía malogra la sesera (risas). Para mí son tan importantes ciertos autores de la literatura argentina como la poesía de Fernando Cabrera. Cabrera tiene una percepción extraordinaria de la lengua. En el libro, de algún modo, también dialogo con él. En la novela hay un cruce entre Buenos Aires y Montevideo. La literatura y la poesía uruguaya me han marcado fuerte. Hay ahí ciertas verdades que se han conservado. En Cabrera está el cruce del campo y la ciudad, que es otro de los temas que me preocupan. Que está en ese baldío donde ves crecer los yuyos, donde la llanura se mete en la ciudad; eso también lo vio muy bien (Ezequiel) Martínez Estrada. Todo eso es un mundo que en Barcelona no me abandona y me obsede. No sé si estando aquí hubiera podido sentirlo de esa manera. Uno nunca es de ningún lugar –a veces se siente partícipe de una realidad que lo circunda–, pero en Barcelona se me hizo muy notable la ajenidad. Con el tiempo, en vez de mitigarse, se ha afianzado gratamente.

¿Lo vive como una especie de nostalgia por una lengua que cree que pierde?

Trato de rehuirle a la nostalgia. Pero ese declinar de la lengua, que quizás aquí también lo hubiera sentido, es antiguo y lo sintieron desde Francisco de Quevedo hasta Bioy Casares; el Diccionario del argentino exquisito es una muestra. Durante los primeros cuatro años que estuve en Barcelona, trataba de traducirme; es decir, en vez de decir heladera decía nevera. Después pateé el tablero y hablo como hablo. Pero no es una cuestión de resistencia, es que uno se cansa de traducirse. Esto lo hablaba con Juan Gelman sobre cómo empiezan a resonar las palabras de un modo muy patente y le hablaba también, citando a Macedonio Fernández, de «los trastornos de la zeta» y las maneras de pronunciar.

¿Cómo explica el hecho de que Quiroga no aguanta la realidad?

Suscribo: yo no aguanto la realidad, pero no es constante. Muchas veces no la aguanto, otras veces me dejo llevar; tengo momentos en los que estoy muy bien, tanto aquí como allá. La realidad es difícil de observar y a veces uno pone fragmentos de su propia ignorancia para tratar de entenderla. El resultado es otro malentendido. Y ahí discurrimos... Es difícil estar a gusto con la realidad, es difícil estar a gusto con uno mismo a veces. ¿Cómo explicarlo? Lo que pasa es que esas sensaciones son transitorias, no son constantes. El otro día lo visitaba a José Muñoz, le pregunté cómo andaba y me dijo: «Aquí estoy, posponiendo el suicidio» (risas). Miguel Angel Solá me decía el otro día: «se te subió el fracaso a la cabeza»; con esta gente me encuentro y a los dos minutos ya estamos hablando de la incomodidad con humor, no desde la queja.

¿Esa incomodidad de Quiroga con la realidad es porque quiere escribir y no puede?

Está confundido, es un grafómano al que lo dejaron; descubre que el amor duele sin haber leído Madame Bovary. Creo que sus amigos le aportan un poco de luz, disipan tinieblas, aunque son experiencias personales que conducen a la nada.

¿Las lecturas que se mencionan en Quiroga, de la poesía de Safo a Luis Franco, son sus lecturas?

Sí, son mis lecturas. Luis Franco era un gran poeta, recuerdo un libro que me marcó profundamente, La pampa habla. Recuerdo que de un milico lanceado en el desierto dice: «voló al cielo en el buche de los cuervos»; es una kenningar... Como las metáforas que usaba Milcíades Peña para referirse a Juan Manuel de Rosas:  «El vampiro blondo de Palermo». Adopté el gusto al error, a lo que hoy no circula, parece obsoleto, porque me he dado cuenta de que es un estímulo al pensamiento igual que el acierto. Es más: diría que el acierto del presente me da menos que el error del pasado. Pero son formas de la neurosis.

Hay una escena desopilante en la que aparece una mujer de tipo indostánico, que le lee las manos a Quiroga y él le da unas dracmas. Es curioso pensar de dónde salieron esas dracmas, ¿no?

Hay una historia de lo helénico ahí que se va filtrando. Van al cine Apolo, van desde la Nueva Troya hasta la Atenas del Plata en el Aqueronte rioplatense. El Río de la Plata es quizás el único lugar donde el experimento de la Unión Europea dio bien. Para precisarlo mejor, en el conventillo: polacos, chinos y gringos, todos entrelazándose. Hay un juego con el tiempo, como capas que están superpuestas. Mi forma de escribir también es un poco caótica, luego trato de darle un cierto orden. Yo no soy bueno para interpretar lo que escribo. Yo lo escribí y soy uno de los lectores de ese libro, pero la lectura es otra cosa. El sentido no está previamente inscripto en el texto; cada lector se lo apropia y hace lo que quiere.

¿Por qué en sus tres novelas los personajes dialogan mucho?

Las formas de conseguir el asombro pueden ser por la lectura y la soledad como por la charla y el diálogo. He aprendido mucho del diálogo con los amigos. O, mejor dicho, he creído entender ciertas cosas a través del diálogo. He llegado a ciertos lugares de tristeza o de alegría que la letra impresa no me ha dado. Esto viene desde Requena, donde están también los maestros orales: Sócrates, Macedonio, Fernando Pessoa, algo de la oralidad y las anécdotas de Witold Gombrowicz. Eso es lo que me interesa de ellos más que sus propias obras: el carácter de lo dialogado, lo discutido, lo contradicho; la oración redonda que se dice sobre el pucho y que cierra la conversación.

¿Cómo trabaja esa oralidad cuando escribe?

No tienen que sobrar palabras. Eso quizá lo he percibido en la buena poesía, donde las palabras son las que son, siguen diciendo en el tiempo, y no sobran. Son esas palabras y no otras. Suelo trabajar mucho el tema de los diálogos. A su vez, como tiene que ser muy sintéticos, los diálogos me imponen una extensión breve. No me creo capaz de llevar ese registro en extensión; por eso son libritos que a lo mejor tienen 70 páginas, pero que me llevan tres años escribirlos. La escritura no es algo que puedo provocar, es algo que sobreviene. Muchas veces he intentado aislarme y escribir, pero no es eso lo que sucede. Con esto que digo ahora posiblemente frustre a futuro el proyecto, pero había pensado aquí, en Buenos Aires, el nombre y la primera línea de lo que podría ser el próximo libro. Pensé en Estrada, otro nombre de siete letras –como todos los que escribo, porque es un saludo a Juan Filloy–, y la línea es: «Estrada lo vio venir y le aguantó la mirada...». No sé cómo continuará. No sé en que acabará todo eso. El apellido del personaje me da la entonación primera, luego debo tratar de procurarla. Es un personaje que aparece y no se me va de la cabeza. Y estoy comiendo y de pronto me dicen:  «¿con quién estás hablando?» (risas). La única ley general es que no hay leyes generales, pero la escritura no es sólo sentarse a escribir, en mi caso. Lo mejor de la escritura es cuando ya termino. Después la materialidad impone otro psiquismo: el del escritor contra el autor, que no se llevan nada bien.

¿Por qué no se llevan bien?

El escritor opera en el silencio, en la obsesión. Me doy cuenta cuando escribo que es la obsesión la que ayunta las palabras. Y eso no tiene nada que ver con el tipo que luego glosa lo hecho. Pero supongo que tiene que ver con mi trayectoria profesional como editor, ¿no? Uno siempre escribe en el dos mil y pico; es imposible ser antiguo.

Por más que sus novelas estén escritas en estos últimos años reflejan o reconstruyen mundos antiguos, un tiempo ido.

Quizá sea como la ciencia ficción: gente que nunca viajó al espacio y escribe sobre el espacio exterior. Ray Bradbury nunca fue a la Luna y yo nunca viví en el 37, pero eso no me parece que sea óbice para recobrarlo. Cuando digo que es imposible ser antiguo, pensemos en Roberto Arlt, que escribía en su tiempo y leído hoy suena como escrito en el treinta y pico. Pero es imposible escribir como Arlt hoy. Uno siempre está parado en un presente, aparte de que ese presente tiene numerosas fisuras donde se filtra un pasado más remoto y con eso hay que lidiar para bien. Estoy tratando de comunicar, como puedo, malamente, la experiencia de la escritura, que es terriblemente difícil de tratar porque es como si estuviera traduciendo algo que no es fielmente el original. Estas reflexiones no me suceden mientras escribo; son a posteriori, son como anacrónicas. Lo que hay en el momento de la escritura es silencio.


REGRESAR A LA REVISTA