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«Muchas veces el libro que te mandan no acaba de estar bien, pero tú notas que ahí hay un autor y conviene apoyarlo», admite Bértolo. (Foto: Sandra Cartasso)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de octubre de 2015. (RanchoNEWS).- Invitado por el reciente Festival Internacional de Literatura (Filba), el autor de La cena de los notables y ex editor del mítico sello Caballo de Troya reflexiona sobre las complejas relaciones entre el escritor, el editor y la crítica. Silvina Friera lo entrevista para Página/12.
El editor radicalmente crítico –que combate «al dueño actual de las palabras», al poder económico y al mercado– es una especie en vías de extinción. Constantino Bértolo fue el editor español que durante más de una década consolidó el fondo narrativo de Caballo de Troya, un sello con lógica «independiente» en el interior de un gran grupo, que allá por 2003 pertenecía sólo Random House Mondadori y desde el año pasado a Penguin Random House. En marzo del 2014 ese nuevo monstruo editorial decidió jubilarlo. «No me resistí demasiado a la invitación educada de retirarme», ironiza Bértolo, que estuvo en Buenos Aires –la ciudad donde nació su madre– invitado por el Festival Internacional de Literatura (Filba) como escritor y crítico. El autor de La cena de los notables (Mardulce), siete polémicos y magníficos ensayos sobre la escritura, la lectura y la crítica, militó como muchos jóvenes comunistas de su generación en la resistencia antifranquista. Antes tuvo un fugaz romance con la poesía y publicó dos poemas que él define como «horribles» en una antología de la joven poesía española de fines de la década del 60. «Mis intereses fueron derivando más hacia el campo político; en esos años cultura, literatura y política eran casi el mismo territorio, no había muchas diferencias. La lucha política también era una lucha cultural. Yo no concibo ver la literatura como un campo autónomo», confiesa el escritor y editor a Página/12.
En uno de los ensayos de La cena de los notables plantea que la única crítica que merecería seguir llamándose crítica sería aquella capaz de enfrentarse al poder del mercado. Pero advierte que hasta negar la legitimidad del mercado puede convertirse en un acto mercantil. Y que el mercado deviene así el único amo y custodio de las palabras. ¿Qué sucede entonces con el ejercicio de la crítica en los suplementos culturales?
En principio se supone que la crítica habla desde valores que no son los del mercado. ¿Ahora cuáles? ¿Y quién le pagaría a la crítica por defender esos otros valores? Lo curioso es que a los críticos les suele pagar una empresa que defiende los valores mercantiles. ¿Por qué una empresa se pone a defender en apariencia valores no mercantiles? Me sorprende que los periódicos tengan páginas culturales todavía; es cierto que cada vez está más en duda el papel y los suplementos culturales; algunos van desapareciendo otros se van ligando a proyectos editoriales. Podríamos hablar de una generosidad cultural de las empresas de comunicación que dejan un lugar a la cultura. Estas empresas que están utilizando como herramientas las palabras colectivas tienen que legitimar ese valor de uso. Ahí hay una especie de complicidad que muchas veces los críticos no son conscientes, pero la crítica también es material y un crítico tiene su propia estrategia comercial. Se quiera o no se quiera, si uno está en una empresa tiene por lo tanto un valor de uso y tiene que cuidar también su valor de cambio, su capital simbólico, como diría el maestro (Pierre) Bordieu, y con todo eso tiene que realizar una estrategia sobre qué libros le conviene hablar, qué le conviene opinar, cómo valora. Esto no implica que se introduzca falsedad, sino que simplemente se interioriza de los intereses creados. Muchas veces uno, sin darse cuenta, actúa a favor del viento favorable. Hay que desacralizar el papel de la crítica, en el sentido de que el crítico se supone que es un interlocutor del autor. El autor es un personaje sagrado en nuestra cultura; ha heredado parte del don divino de la escritura. El crítico se ha asociado un poco a la figura del autor, aunque sea como parásito o simbiótico –vamos a ser generosos–; pero el crítico no analiza la palabra del autor. En realidad lo que analiza y lo que valora es el acto de un editor o de una editorial que ha decidido hacer público ese texto. Yo siempre digo que los autores no escriben libros, los autores escriben textos.
Este tipo de planteo debe molestar a los escritores, ¿no?
Sí, sí... no me sorprende (risas). Un crítico lo que debería criticar es el acto que ha convertido este texto privado –que lo escribes en tu casa y no molesta a nadie– en una palabra pública; por lo tanto va a intervenir en lo que llamo «la salud semántica» de una sociedad, porque las historias introducen valores. El crítico debería atender un poco a la responsabilidad, que es una de las claves que aparecen en La cena de los notables.
¿Este es un tiempo de escasa responsabilidad en cuanto a lo que se publica?
No, hay una responsabilidad que se ha intensificado: eres responsable de que lo que has hecho se venda. Esto es lo que laboralmente todos interiorizamos; tienes que hacerlo porque si no no se vende, no se lee. Ahora la responsabilidad con los valores colectivos no se tiene en cuenta: ¿hablar en público desde dónde? Si hablas en público, ¿quién te ha concedido la palabra? Y sobre todo, oye, no hables en público para hacerme perder el tiempo, porque si tú hablas en público me estás obligando a mí a estar callado. Si yo estoy callado, tendré que concederte mi tiempo a cambio de algo. Ese algo es lo que debería introducir responsabilidad en aquellos que utilizan la palabra pública: el autor, desde el momento en que consiente que su palabra se haga pública; el editor, que es el que las hace públicas, y el crítico, que en realidad lo hace a través de un medio. El hecho de hablar en público no puede ser impune.
Se le podría objetar que pone demasiado énfasis en la figura del editor y relega al escritor.
Sí, seguramente me dirán «como buen editor que has sido... » Materialmente hay muchísima gente escribiendo en su casa. ¿Son todos escritores? No. ¿A quién llamamos escritor? Dejando aparte lo que ha pasado desde que apareció internet, un escritor es aquel que alguien lo ha homologado como escritor. ¿Quién lo homologa como escritor? El primero que lo homologa como escritor es un editor. Es cierto que es necesario, pero no es suficiente. Ahí interviene la crítica como aparato que continúa homologando y luego, más tarde, el propio sistema educativo, la universidad, la academia. Pero el elemento material decisivo es el editor. Darle tanto peso al autor lo que ha hecho es convertir la literatura en una especie de actividad espiritual. Quizá me haya pasado, pero no está mal rebajar los humos espirituales de la actividad literaria; humos que la propia mercantilización de la vida están rebajando. Quien está acabando con la parte sacra de la literatura es el propio sistema. Yo tengo la idea de que estamos viviendo el siglo de Oro de la lógica burguesa: tú eres lo que vendes y yo soy lo que compro.
Hace poco murió la agente literaria Carmen Balcells, ¿Cómo analiza el rol que tuvo como mediadora entre el editor y el autor?
Carmen Balcells fue la primera agente literaria que impuso reglas en un mercado que funcionaba a base de: «Oye, encima que te publico... » Ella hizo evidente una instancia que el mundo editorial procuraba no escaquearse. Las relaciones entre editores y autores siguen teniendo problemas. ¿La relación editor y autor es un matrimonio? Yo creo que no; en todo caso no hay bienes gananciales o sea que conviene separar las partes materiales. Carmen fue la primera agente literaria en España y creo que influyó en toda Latinoamérica. La figura del agente literario es anglosajona y Carmen la puso en castellano.
¿Se puede aplicar la frase de Carmen Balcells «valgo más por lo que callo que por lo que digo» para el trabajo del editor?
No creo, pero sí en una parte... La frase es muy buena. Perdón por la caricatura, pero imagino a unos argentinos con Lacan en el fondo que saben lo importante de los silencios (risas). Una tarde conocí a Oscar Masotta en Londres por casualidad y me descubrió la importancia de lo que no está y eso me sirvió mucho para leer. Por ejemplo en el cuento de Blancanieves ¿quién no está? Está la madrastra, pero el padre no está. ¿El editor vale más por lo que calla? No, pero hay una cosa que sí es cierta... Si uno lo piensa bien, el trabajo de una editorial es organizar la no lectura. Imaginate que a una editorial muy discreta llegan unos 500 manuscritos como mínimo. ¿Vas a leer los 500 manuscritos? ¿Qué haces con esto? Seamos honrados, vamos a hacer una criba. Ahora bien, ¿a qué se llama leer en una editorial? En gran parte a no leer. Abro una novela y la dedicatoria dice: «A mi mamá que siempre... », entonces yo no sigo leyendo esa novela. Paso la primera página y leo: «Era de noche y sin embargo llovía...» Bueno, ¿para qué voy a seguir leyendo? Parte del trabajo de un editor es eliminar lectura. En una criba que haces a partir del conocimiento y sabiduría de tu trabajo como editor de esos 500 quedan 100, siendo generosos, pero 60 que hay que leer. Si tienes una editorial con infraestructura, se los das a un grupo de lectores que has elegido. Ellos te hacen unos informes y tu propia práctica te hace darte cuenta de que hay 40 que no vas a leer. Al final, lo que lees es 20. ¿Pero qué es lo que has hecho realmente? No leer 480. ¿Se entiende en qué consiste el trabajo paradójico del editor? En ese sentido, la frase de Balcells se puede adaptar.
¿Cómo sería esa frase aplicada al editor? ¿ «Valgo más por lo que no leo que por lo que leo»? Suena un poco injusto...
En lo que publicas está lo no publicado, a qué dices que no. Yo le llamo «la literatura subterránea», que es la que no llega sola. A mí por ejemplo una de las cosas que más me irritaba era tardar en contestar. Quien te manda un manuscrito ha puesto mucho ahí; para bien o para mal, la escritura tiene algo que ver con el alma. ¿Y qué contestas a esos 480? «Mire, perdone, no entra en nuestros planes...» En algunos casos de esos 40, te puedes encontrar que no hay motivos para publicarlo, pero hay cosas que te han llamado la atención. En ese caso he procurado mantener cierta correspondencia, pero es peligroso porque en cuanto cedes terreno tienes que seguir contestando. Hay una asimetría tan bestial entre el que te manda el libro y el que puede editarlo; es una correlación de fuerzas tan desequilibrada que hay que tener cuidado con el poder que tiene uno.
¿Se podría pensar la figura del editor como un Bartleby del siglo XXI que preferiría no hacerlo, pero algunas cosas tiene que publicar por compromisos muy diversos?
Me vas a permitir que le dé un poco la vuelta a Bartleby. Todo el mundo se cree Bartleby, pero el verdadero protagonista es el cerdo del empresario que con la historia de Bartleby construye la historia que va a vender. El dueño de la oficina utiliza a Bartleby como materia prima para convertirse en un narrador. Tú has preferido no hacerlo, pero yo con tú no hacerlo me construyo como narrador. Luego, sobre el «preferiría no hacerlo», si preferirías no hacerlo, no lo hagas. Muchas veces el libro que te mandan no acaba de estar bien, pero tú notas que ahí hay un autor y conviene apoyarlo. Uno puede pensar que ya irá a otra editorial y en alguna encontrará hospitalidad, pero eso no se sabe. A veces he tenido conciencia de publicar autores que si no los publicaba yo no iban a encontrar editor. No lo digo como mérito particular mío, sino por las circunstancias de Caballo de Troya, una editorial con perfil independiente pero dentro de un gran grupo que me permitía no tener beneficios. Yo podía leer de forma distinta a los demás editores porque cuando uno lee está leyendo con la máquina de calcular en la cabeza. Yo podía permitirme editar sabiendo que un libro no iba a ser rentable porque mi trabajo era encontrar autores hacia el futuro; aquí hay un autor que ya crecerá y a lo mejor su segunda o tercera novela pasa a Mondadori. En principio en mi proyecto no tenía en la cabeza publicar más de dos libros del mismo autor. Caballo de Troya era una cantera, un laboratorio, en que no vender no era una condena.
¿Por qué lo jubilaron de Caballo de Troya?
Todo tiene un final, ya tengo una edad respetable. Fue una decisión propuesta por los que tienen poder para darte o quitarte trabajo. Según la ley en España, nadie te puede obligar a jubilarte, pero te puede decir: «Tienes que trasladarte a... » . Y uno capta qué es lo que te están diciendo. Mi trabajo como editor estaba cumplido. Por otro lado, siempre he tenido cierto miedo a que lo que se llama en España «que se esté pasando el arroz», que te muevas en unas circunstancias biográficas en las cuales pierdas tu capacidad para conectar con lo que está emergiendo. En general los editores arrastran una generación; hay un hecho generacional de empatía, incluso diría de relaciones. Pero no nos engañemos: en el campo literario hay factores que no consisten en estar en tu mesa leyendo. A veces es fundamental y muy importante estar en una mesa a las doce de la noche bebiendo. Estar bebiendo a las doce de la noche requiere de ciertas condiciones biológicas que por desgracia se pierden (risas).
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