.
El poeta . (Foto: Archivo)
C
iudad Juárez, Chihuahua. 7 de marzo de 2014. (RanchoNEWS).- Reproducimos el texto de Joaquín Araújo con motivo del fallecimiento del poeta Leopoldo María Panero, publicado en El Mundo:
La lucidez es tacaña y vengativa. Se da poco y quien la roba paga las consecuencias. Sobre todo cuando el talento de alguien la preña y acaban naciendo deslumbramientos que ella no deseaba. La perspicuidad, en efecto, no quiere descendencia y por eso toma represalias desmedidas, como inculcar la locura. Leopoldo María Panero la sedujo, se quedó con una parte de sus estremecimientos y los transmitió. Y la lúcida demencia, claro, lo acompañó para siempre. Resultó inevitable porque era poeta incluso antes de aprender a leer y a escribir. Más porque se condenó a sí mismo al infierno de ser absolutamente fiel a lo que maldecía. Más porque, al esparcir esquirlas de luz a todos los que le hemos leído, él se fue quedando ciego. Más porque se dio cien latigazos emocionales todos los días desde los 17 años. En suma que pocos, o ninguno, siempre tan herido y deseoso de morir, ha vivido tan intensamente el soberbio dolor de ser, insisto, locamente lúcido. Su inteligencia le informó muy temprano de lo que casi nadie iba a entender: su imponente desprecio convertido en poemas apreciables.
Compartí con Leopoldo lo que para tantos suelen ser años cruciales. Esos que fueron de mis 15 a los 21 y de sus 14 a los 20. Era, pues, un año más joven que todos los que, con precocidad también impresentable, creamos una tertulia literaria nada menos que en quinto de bachillerato o la segunda media del Liceo Italiano. Con rara pero indudable pedantería nos demandábamos voluntariamente más encuentros con los libros que cualquier asignatura universitaria de literatura. Iba con frecuencia a su casa y él venía a la mía. Por sorprendente que parezca acepté más de una vez, cuando íbamos a los lugares de veraneo, el hacer todo lo doméstico a cambio de que me recitara a Ezra Pound, con su siempre ronca voz. Todo ello cuando apenas sabíamos, ni él ni yo, el suficiente inglés como para comprender lo que estábamos escuchando. Pasé dos periodos veraniegos en la casa familiar de Astorga. Fuimos juntos a cien manifestaciones, cuando eso entrañaba riesgos reales. Me destrozaron anímicamente sus primeros desengaños, fundamentalmente políticos, y su apuesta por la droga que yo rechacé de plano. Asistí a sus primeros desvaríos y estoy seguro de haber sido la primera persona, a excepción de Felicidad, su madre, que le visitó en el psiquiátrico, tras el primer intento de suicidio. Aquel día me dijo una de las frases que menos ha desgastado mi olvido. «Quine, todos estamos locos, de lo que se trata es de que no nos descubran, como a mí».
Escribimos textos a dos manos y hacíamos concursos de recitado, sobre todo con poemas de García Lorca. Guardo unas cuantas páginas por él escritas a mano y tengo sus obras completas muy releídas... En fin, no sé si debería escribir todo lo que de él recuerdo algún día.
Cuento esto porque hoy apenas nadie me relaciona con él. De hecho nuestros senderos se bifurcaron en direcciones opuestas. Él se enamoró de la muerte y yo de la vida. Nuestras respectivas novias son muy exigentes y a partir del 70 no permitieron más que ocasionales encuentros, casi todos en la feria del libro de Madrid, cuando ambos íbamos a firmar. Lo cuento porque pocas cosas me han pasado más conmovedoras y cruciales que esa amistad cotidiana de seis años con Leopoldo María Panero. Porque todo lo que lo ha convertido en uno de los mejores poetas españoles de los últimos 40 años empezó entonces, cuando nos frecuentábamos a diario. El que, por la exuberancia de sus excesos, se convirtiera en personaje famoso brotó también delante de mis ojos y a tan adolescente edad.
Aunque desheredó a su herencia, es decir a su poesía -«nada mejor que no ser oído»- ahora, que se fue sin suicidarse, como tantas veces le pedí, el destino le gastará la última pasada: la de ser traicionado por los muchos que seguiremos leyéndole y, en mi caso, recordando con que sañuda coherencia destrozó su inocencia arrancándose de cuajo toda mediocridad. También se trató de un suicidio pero al menos ése no quitó y sí trajo. Nos dio la mejor poesía.
Leopoldo: escribiste aquello de «el no ser es un tesoro». Ya es todo tuyo, disfrútalo, pero ya ves, no te suicidaste. Gracias.
REGRESAR A LA REVISTA