Rancho Las Voces: Textos / «Cartas a Henry 3» por Susana V. Sánchez
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

martes, enero 24, 2017

Textos / «Cartas a Henry 3» por Susana V. Sánchez

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Henry James. (Foto: Susana James)

C iudad Juárez, Chihuahua. 20 de enero de 2017. (RanchoNEWS).- Continuamos con las «Cartas a Henry» si no ha leído la introducción y las primeras entregas le recomendamos que lo haga accediendo a los siguientes enlaces. PRIMERA ENTREGA SEGUNDA ENTREGA

28 de Agosto del 2013

Hoy fue un día absolutamente terrible. Para empezar teníamos que entregar el cuarto a las diez de la mañana y yo notaba que a ti te era cada vez más difícil caminar. Tratamos de conseguir una silla de ruedas, pero siendo que tú no eres un paciente internado en el hospital, sino un paciente externo que solamente estaba utilizando los servicios de hotelería, no se te concedía el derecho a utilizar las sillas de ruedas propiedad del hospital. Teníamos que caminar tanto en esos enormes pasillos interminables que yo a veces pensaba que en cualquier momento te colapsarías.

Estos hospitales tan modernos, con toda clase de comodidades han hecho ciertamente que la vida de los enfermos sea más llevadera, pero a la vez se han convertido en verdaderas ciudades donde nadie sabe nada de lo que pasa fuera de su pequeña esfera de dominio. Entonces es muy difícil encontrar ayuda si uno no cae exactamente en cierta categoría. Por otro lado, la prisa por entregar el cuarto no nos permitió investigar cuáles eran los mecanismos correctos para conseguir una silla de ruedas; ya fuera rentada, prestada o comprada. Has tenido que caminar en esos pasillos eternos como si fuera una penitencia. Ahora que lo pienso, me acuerdo de algunas películas de horror en las que los cineastas han utilizado estos pasillos de los edificios modernos como un recurso para mostrarlos como laberintos terribles, en los que el protagonista corre el riesgo de ser devorado por las entrañas de estos monstruos urbanos. Cuando tenías que detenerte a descansar unos minutos a cada momento para recobrar el aliento, sentía que esos pasillos, nos devorarían en cualquier momento.

Por fin llegamos al vestíbulo del hospital. Había muy poca gente desperdigada en los sillones disponibles para los pacientes. Estaba muy fresco, pero no frío. Y sobre todo, había un silencio tan grande, tan invitador, que fui a instalarte en uno de los asientos. Te pedí que descansaras, mientras me dirigía rápidamente a entregar la llave del cuarto y te propuse que todavía no nos fuéramos al aeropuerto. Me daba horror imaginarme estar todas esas horas de espera en un lugar tan bullicioso y con tantas incomodidades. Tú estabas a punto del colapso por el agotamiento terrible de todo lo que habías tenido que caminar. Aceptaste mi sugerencia con agrado y aprovechaste para recostarte en uno de los sofás disponibles y casi inmediatamente te quedaste profundamente dormido. Cuando regresé, tu palidez era impresionante, pero lo peor era que la cara se te había afilado terriblemente. En tu rostro se había aposentado la cara espantosa de la muerte. Ya conocía ese rostro, se lo había visto a mi mamá cuando estaba próxima a morir hace más de 30 años. Me acerqué con mucha suavidad para no despertarte y comencé a llorar quedamente, tratando de que las otras personas no me vieran; que por favor no notaran qué tan desesperada estaba en ese momento. Esa manía que tenía mi papá de prohibirnos que lloráramos en público me ha perseguido toda la vida. Simplemente no me siento con derecho a llorar cuando alguien más está presente.

Sin embargo un señor, por cierto negro, estaba repartiendo botellitas de agua. Este hombre maravilloso tuvo la sensibilidad de estarme llevando botellas de agua hasta mi lugar. Me veía con tanta compasión que sentí un vínculo inmediato con ese estupendo ser humano que me estaba acariciando con una sorprendente ternura sin palabras. Este señor, junto con la parlanchina del Instituto del Cáncer de Hígado tuvieron la virtud de que comenzara a ver a las personas de esta raza diferente a la mía con total comodidad. Ellos me hicieron comprender de veras, desde el lugar más hondo del corazón y de las emociones que tan absurdo es el racismo. Ese atroz y estúpido sentimiento activado por la ignorancia y la incomprensión ante las personas que son diferentes a nosotros mismos. Ese humilde señor, cuyo trabajo en ese momento era estar repartiendo botellitas de agua, con su actitud de tanta compasión hacia mi dolor tendió hacia mí un lazo de caridad y de humanidad que no olvidaré mientras viva.

Estuve llorando por horas mientras tú dormías. A veces tu respiración era tan superficial e imperceptible que temía que murieras de un momento a otro. Me entró el terror. Comencé a rezar y pedirle a Dios que no permitiera que murieras en esta tierra extraña y desconocida. Pedí que nos permitiera llegar a nuestra casa. Que nos permitiera estar en nuestro hogar si es que tenías que marcharte. Pero sentí que tenía que hacer algo.

Le hablé a mi hijo por teléfono y le expliqué la situación. Le pedí que se comunicara con tus hermanos y les dijera lo grave que estás. A. me habló casi inmediatamente. Con un poco de exasperación me pidió que le explicara por qué no sería posible hacerte el trasplante cuando ya ellos, tus dos hermanos varones se habían dado de voluntarios para donarte parte de sus hígados. Le informé todo lo que nos habían dicho los doctores. Él se había enlazado telefónicamente con W. quien prometió que se vendría a El Paso lo más pronto posible. Me preguntó que si quería que mejor nos alcanzara en Dallas. Yo le dije que estábamos a punto de tomar el avión de regreso y que no lo creía necesario. Me sentí un poco mejor. Por lo menos el sentimiento de enorme soledad se mitigó un poco. Mientras hablaba con tus hermanos, tú despertaste y yo te pasé el teléfono para que hablaras con ellos. Por fortuna no te percataste de mi estado de ánimo y no habías oído tampoco mi conversación con ellos.

Cuando faltaban dos horas para la salida del avión nos fuimos al aeropuerto. Tú te habías recuperado un poco y nos fuimos con relativa tranquilidad. Llegamos con tiempo de sobra, por lo que decidimos comer algo en una de las cafeterías. Escogimos una que no se veía tan llena, más bien estaba semivacía. Cuando nos sentamos, noté que en la mesa contigua un señor estaba tomando cerveza. En medio de mi penuria sentí unos deseos tan grandes de beber hasta quedar anestesiada. Volteé a verte y te dije que quería emborracharme. Tú me miraste con una sonrisa divertida y me dijiste pues emborráchate al fin que yo te cuido. ¡Vida mía! Siempre estás pensando en mí. ¿Qué será de mi vida cuando tú no estés? Pedí una Heineken, el mesero me informó que no había, entonces una Budweiser, el mesero me reiteró que tampoco había. El señor de la mesa contigua, me miró muy divertido y me informó que solamente había cervezas mexicanas. ¿Puedes creerlo mi amor? ¡En un aeropuerto típicamente gringo sólo había cervezas mexicanas! Este incidente nos hizo reír de buena gana y pudimos comer en paz. También comprendí a las personas que necesitan estar tomando todo el tiempo. Aunque no me emborraché, sentí la anestesia del alcohol por un momento. A veces es tan insoportable el dolor, que necesitamos el consuelo de escaparnos aunque sólo sea por un instante.

Al terminar la comida nos fuimos para abordar el avión. Por fortuna, el resto del viaje fue sin contratiempos. Tú volviste a quedar muy agotado pero estábamos regresando a nuestro hogar. Cuando entramos a casa y prendiste inmediatamente la televisión, como es tu costumbre, sentí la armonía de la bendita rutina. Tanto que me molesta a veces que prendas la televisión en cuanto llegamos a casa todo el tiempo. Sin embargo, hoy la sentí tremendamente consoladora. Es muy tarde para hablar con tus doctores, ojalá que mañana los podamos localizar para hacer una cita de inmediato. Por lo pronto vamos a dormir.


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