Krzysztof Penderecki. (Foto: Marek Beblot)
C iudad Juárez, Chihuahua. 27 de enero de 2017. (RanchoNEWS).-Lleva seis décadas encorvado sobre los pentagramas, componiendo una obra variada, sincrética y mutante, en la que los impulsos vanguardistas se alían con las formas clásicas. Con 83 años vive un momento de plenitud. Como autor y director. En esa doble condición llega a España para interpretar su Concerto grosso n°1 con la Orquesta Nacional. Antes de visitarnos, charla con El Cultural sobre sus vaivenes creativos, la memoria del holocausto y las derivas de Europa. Alberto Ojeda lo entrevista para El Cultural.
Krzysztof Penderecki (Debica, 1933) se dio cuenta pronto de que la vanguardia musical le había conducido directamente a un cul-de-sac. Fue en los años 60. Le ocurrió lo mismo que a otros audaces pioneros que asombraron/desconcertaron/indignaron al público con sus extravagantes abstracciones y estridencias: ahí está el ejemplo del estadounidense Steve Reich. Constató que perseverar en ciertas probaturas hubiera significado topar contra una pared tan repetitiva y machaconamente como algunas de las partituras de esta corriente. Así que dio por zanjados sus balbuceos experimentales y abrazó las fórmulas clásicas: la melodía, la armonía, el ritmo... «Fue una época en la que se abusó de los ejercicios teóricos y los resultados fueron, muchas veces, inaccesibles», recuerda el compositor polaco. Habla al teléfono desde su casa en Cracovia, antes de emprender su enésima visita a España, país por el que siente un profundo afecto, reforzado con reconocimientos tan elevados como el Príncipe de Asturias, que recibió en 2001.
Vendrá para desdoblarse como director y compositor. La Orquesta Nacional de España le ha convocado para presentar su Concerto grosso n°. 1 para tres violonchelos y orquesta. Lo hará en tres comparecencias consecutivas los días 3, 4 y 5 de febrero, junto a la obertura de La bella Melusina y la Sinfonía n° 4 de Mendelssohn. Dice que la densidad y el volumen orquestal de estas dos partituras no tienen mucho que ver con su pieza, pero que ahí estriba el interés del programa: en detectar (y degustar) los marcados contrastes. Explica también que la idea original de este concerto, rematado en el año 2000, era alinear una veintena de chelos. Un propósito megalómano que denota que su veta experimental todavía no está plenamente agotada.
¿Y por qué redujo finalmente el número?
Comprobé que era imposible escribir una obra transparente con tantos chelos en liza. Y poco a poco concluí que el número idóneo eran tres. Cuatro, cinco o seis ya hubieran sido demasiados.
Esta decisión concreta sintetiza el giro que le dio a su música. Aquella rectificación del rumbo le permitió salir del underground y abrirse hueco en los grandes auditorios, que siguen incluyéndole en sus temporadas con insólita frecuencia para un compositor contemporáneo. Su abjuración de la vanguardia no la despachó abruptamente. Obedeció a un proceso de unos años. Pero la obra que más nítidamente evidencia el punto de inflexión es La pasión según San Lucas (1963-1966), que tuvo el valor de airear su catolicismo en una Polonia entonces bajo el materialismo comunista. Penderecki, en lo sucesivo, iría forjando un lenguaje propio, en el que concilió el barroco con la vanguardia, a Bach con Boulez.
Usted fue también uno de los compositores pioneros en acercarse a la electrónica, la música dominante hoy. ¿Qué huella le dejó aquel contacto?
Fue fundamental. A finales de los años 50 estuve en Varsovia encerrado en un estudio experimentando con la electrónica. Fue una experiencia determinante. Sin ella nunca habría podido componer Treno a las víctimas de Hiroshima o Polymorphia. La electrónica nos abrió a todos los oídos hacia algo totalmente nuevo.
Ahora muchos jóvenes están integrando en su trabajo la clásica y la electrónica.
Es lo lógico. Me parece natural. La conexión de la música popular y la clásica cae por su propio peso.
Penderecki, al componer, siempre arranca por la forma. Es lo primero que concibe en su cabeza antes de emborronar pentagramas. El método lo toma prestado de la botánica, su segunda pasión tras la música. Suele poner el ejemplo de la finca de 30 hectáreas que compró en Luslawice, en la que él mismo eligió la posición exacta donde plantar las semillas que conformarían un parque. «Componer es vislumbrar por dónde van a crecer los árboles». Todavía no ha vislumbrado por dónde van crecer las notas en su potencial novena sinfonía, con la que pretende cerrar su ciclo en este género, igualando a su admirado Beethoven. «Primero quiero terminar la Sexta y luego me pondré con la Novena. Tengo tiempo, espero», afirma mientras emite una sonrisilla traviesa que parece burlarse del destino.
La admiración de Kubrick
Muchos directores de cine de terror, incluido Stanley Kubrick en el El resplandor y William Friedkin en El exorcista, han escogido su música para sus bandas sonoras. No se explica muy bien por qué sentían tanta fascinación por su trabajo. «Yo, la verdad, nunca he tenido especial interés en ese tipo de cine, aunque parezca lo contrario. Supongo que encontraron algo nuevo, algo completamente diferente a cualquier referencia previa», señala confuso. Pero sí es cierto que muchos acordes de esas piezas rezuman inquietud y angustia, dos sensaciones pintiparadas para la filmografía de suspense y de terror.
¿Es posible que la angustia y la inquietud provengan de su visión directa del holocausto, que ésta permeara de alguna manera en su escritura?
No. Cuando yo compuse esa música, en los 60, no tenía en mente ni el holocausto ni la guerra. La inspiración venía de otros sitios.
Creo que su casa daba al gueto de Debica, su ciudad natal. ¿Cómo le marcó esa circunstancia?
Sí, así es. Algunos amigos y compañeros fueron asesinados en él. Debica era una ciudad en la que más de la mitad de la población era judía. Yo vi con mis propios ojos cómo los mataban y cómo los mandaban a los campos de exterminio. Lo recuerdo con mucha nitidez. Todavía me conmociona evocarlo. Nunca lo podré olvidar.
¿Y cómo se explica que ahora muchos polacos, incluso académicos, sostengan un negacionismo visceral?
No lo puedo entender. La tragedia del holocausto es un hecho histórico pero, no sé, siempre ha habido gente estúpida y, por desgracia, me temo que siempre la habrá.
Imagino que tampoco podrá olvidar que a uno de sus tíos lo mataron los rusos en Katyn y a otro los alemanes. ¿Ha podido superar el resentimiento por aquella infamia?
Fue una guerra y, por tanto, una locura. Millones de personas fueron asesinadas. Me resulta muy difícil hablar de esto. Yo he vivido mucho tiempo en Alemania, es un país que me ha ayudado mucho a mí personalmente y a mi música. También tengo amigos rusos. Creo que no hay ningún resentimiento dentro de mí después de tantos años. Inmediatamente después de la guerra, intenté dejar a un lado sus espantosos recuerdos. Era un trauma demasiado doloroso que no podía arrastrar. Pero olvidarlo es imposible, claro. En obras como Treno a las víctimas de Hiroshima, por ejemplo, acabaron filtrándose.
¿Cómo ve el repunte del nacionalismo en Europa y concretamente en su país, gobernado por Ley y Justicia?
Aquí la derecha le ha tomado el relevo a la izquierda en el poder. Yo no estoy ni con unos ni con otros. Estoy en el medio. Pero sí creo que el hecho de que este partido esté en el poder es muy negativo para el país. Por ejemplo, por la cultura no está haciendo absolutamente nada. Sólo espero que no lo ostenten mucho tiempo.
Rememorando el pasado traumático de Polonia y analizando sus actuales derivas radicales, a Penderecki se le ensombrece el tono de voz. Se intuye su gesto consternado. Toca cambiar el tercio, orillar la política de la conversación y volver a la música, el combustible de su ilusión provecta. En Madrid se subirá al podio tres días seguidos. No es un envite menor para un hombre de 83 años. «Me mantengo en buena forma. Es curioso: ahora viajo y dirijo con más frecuencia que cuando era más joven. El último año, por ejemplo, he estado dos veces en China. Y la cabeza me sigue respondiendo (ríe)».
¿Hace algún tipo de ejercicio físico?
Dirigir, ¿le parece poco? (ríe) Es un deporte bien exigente, con el que se trabajan todos los músculos del cuerpo. No hago nada especial por mi salud. Eso sí, no tomo alcohol, con la excepción de alguna copita de vino puntual, y tampoco fumo. También contribuye a la longevidad dedicarse a lo que uno ama. Y tener una familia bien avenida como la mía. Tengo todo lo que necesito.
Acostumbra a levantarse muy temprano. ¿Se pone a componer inmediatamente?
Sí, a veces incluso antes de desayunar. No perdono un día sin componer, salvo cuando viajo, claro.
¿Cuál es la ventaja de dirigir su propia música, como hará con la Orquesta Nacional?
Es un placer volver sobre obras que escribí hace años, como el Concerto grosso. Cada concierto es diferente. Para mí es un desafío armonizar distintas personalidades. Aquí contaré con tres formidables chelistas: Adolfo Gutiérrez Arenas, Gautier Capuçon y Daniel Müller-Schott. Mi responsabilidad es que suenen como un único instrumento, embarcando también la orquesta.
Parentesco hispanopolaco
En España se encuentra bien, ¿no?
(Ríe) Sí, es un país que amo, a su cultura y a su gente. Me siento muy cercano a ella. Creo que los polacos y los españoles somos muy parecidos. Tenemos algo en común. Es algo que no siento junto a alemanes, ingleses, rusos... No tengo una explicación muy fundamentada pero es así.
Hace unos años anunció que escribiría una ópera a partir de Divinas palabras de Valle-Inclán. ¿Ha caído en el limbo ese proyecto?
Tenía muchas ganas de hacerla. Es una obra magnífica. Ahora estoy con un encargo para la Ópera de Viena pero no he olvidado Divinas palabras. ¿Quién sabe? Cualquier día de estos me pongo con ella...
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