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Colic se alistó en el ejército bosnio, pero desertó. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 4 de marzo de 2014. (RanchoNEWS).- «No hay nada glorioso en la muerte de un joven en el frente, sea del bando que sea», plantea el autor bosnio, que aun en el horroroso recuento de la guerra de los Balcanes en los noventa encuentra una ventana donde hacer entrar la humanidad y hasta el humor. Una nota de Silvina Friera para Página/12:
«¿Se paga peaje cuando no se tienen más que recuerdos como equipaje?» Esta acuciante pregunta la plantea un sobreviviente de la lucha encarnizada y homicida de los Balcanes en los años ’90, consciente de la dificultad radical de expresar los sentimientos de quienes se han salvado del «sangriento festín» al que él, como tantos otros, estaba convidado desde hace tiempo. «No hay nada glorioso en la muerte de un joven en el frente, sea del bando que sea», se lee en la última parte de Los bosnios (Periférica) primer libro del escritor bosnio Velibor Colic, un artefacto bello y doloroso, próximo a los recursos de la ficción, con evocaciones breves que podrían camuflarse en el ropaje «mítico», es decir, rozar el cuento de hadas, a veces la plegaria o la poesía, otras relatos brevísimos de vidas truncadas. Pero, como aclara el narrador, «todo es verídico, por desgracia». Un texto que es un eslabón más de la cadena en la que se podrían inscribir Walter Benjamin, Primo Levi y también Ivo Andric, el único autor yugoslavo que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Se suele aconsejar que para tratar cuestiones tan extremas, en la compleja frontera de lo indecible, conviene esperar pacientemente, dejar reposar esa experiencia. Que la escritura inmediata, en «caliente», pegada a los acontecimientos, además de contraproducente, no se traduce en resultados mínimamente adecuados. Que es indispensable cierta distancia temporal para escribir. Cualquier tipo de manual o de instrucciones están concebidos para ser transgredidos. Y éste parece ser el caso del narrador bosnio.
Colic nació en 1964 en la pequeña ciudad de Modrièa (Bosnia). Se alistó en el ejército bosnio, pero no pudo soportar lo que vieron sus ojos. En su primer libro, publicado en Francia en 1994, donde actualmente reside, dos años después de los hechos vividos, cuenta el incidente que lo convirtió en «desertor». A los prisioneros serbios se los obligaba a tender las manos entre sí, y se las ataban con alambre de espino. «Resulta que pasé cerca de un hombrecillo mal afeitado, con uniforme del ejército federal, que estaba agachado, y con las manos sujetas, junto al canal que bordea la carretera de Garevac, cerca de Modrièa. Con voz suplicante, me llamó y me pidió que le abriera el bolsillo superior izquierdo de su chaqueta. Así lo hice, y encontré en él la fotografía de dos niños (un niño ya de una cierta edad y una niñita más pequeña). Le deslicé entre sus dedos ensangrentados, di vuelta y me marché. En el dorso de la foto ponía: ‘¡Papá, vuelve!’.» En julio de 1992, un grupo de entre dos y mil tres mil bosnios de la región de Posavina fue encerrado en el campo Slavonski Brod. El escritor estaba entre aquellos desdichados. En una nota al pie del capítulo sobre este campo «de la derrota y la vergüenza», el autor revela que, aprovechando una violenta tormenta que estalló el tercer día de su cautiverio, el 13 de julio, consiguió saltar el muro de aquel estadio transformado en campo y llegar hasta Zagreb. Al día siguiente, el campo fue desmantelado de modo inevitable: los serbios lo bombardearon. «Ninguno de los que habíamos conseguido salvar la vida gracias a algún milagro, ni tampoco aquellos que murieron en aquella guerra demente, tenemos muchas posibilidades de volver un día a ‘nuestro’ lado del Sava. Nos marchamos con miedo y precipitación, emprendimos las vías celestes o ‘imperiales’ que llevan a la muerte y el exilio.»
Los bosnios, que empieza con una plegaria, «Ave María, gratia plena...», está dividido en tres partes –«Hombres», «Ciudades» y «Alambradas»– más una sección final: «¿Post scriptum o post mortem (carta a un amigo muerto)?». En la primera parte, emerge una voz colectiva, un «nosotros» que va desgranando las atrocidades cometidas para que las víctimas no queden confinadas en la infamia del anonimato. En «Hombres» hay nombres, aunque el lector pronto crea asistir a una especie de cementerio en continuado, cadáveres y más cadáveres apilados en el decurso de las páginas. Acaso no sea pertinente preguntarse, emulando a Adorno, si es posible la poesía luego de la guerra en los Balcanes, con 98 mil muertos, un millón de desplazados y una limpieza étnica sistemática; números aproximados que poco y nada dicen. Los números no hablan; verdad de Perogrullo que no viene mal, más allá de la obviedad, apuntar. Los muertos tampoco hablan, por eso Colic elige adoptar una voz que se parece al del narrador oral que articula relatos a través de testimonios, de testigos que completan parcialmente fragmentos brevísimos de historias espeluznantes. Como la historia de Adem –Adán, el primer hombre–, que caminaba encorvado como el filo de una hoz. Vivía en una casucha de adobe junto con su madre, hasta que los serbios se ensañaron con su joroba. «Por primera vez en su vida, Adem estaba erguido. Estaba de pie contra la pared de su casa natal, empalado en una estaca. Le habían roto la columna vertebral para enderezarla.»
Al gitano Ibro, que pese a ser musulmán se negó a huir de la ciudad natal del escritor cuando los soldados serbios entraron, le cortaron el cuello, como a su mujer y a su hijo. Como en «tiempos de los turcos», plantaron las cabezas sobre las estacas de la empalizada que rodeaba su casa. Alma era una niña de siete años que vivía de la caridad brutal y voluble, de los borrachos a los que vendían flores. La bala de un francotirador la mató. La muerte sorprendió a Simo con los ojos abiertos de par en par. «A la pregunta habitual que le había hecho un oficial del Ejército Federal, si era serbio leal o no, Simo había respondido: ‘Soy serbio, en efecto, pero Bosnia es mi patria’. No era culpable de nada más.» Tanto horror seguido, narrado con una precisión quirúrgica, poniendo el acento en el verbo y prescindiendo de la adjetivación para generar un estado de vacilación persistente –lo verídico es tan excesivo, un hiperrealismo elevado a la enésima potencia que deviene absurdo o imposible–, resultaría insoportable. Para contar la tragedia en los Balcanes, esa zona de alta heterogeneidad y mescolanza con sus reyertas ancestrales, es indispensable el desvío a través del humor. El aire que suministra una dosis exacta de comicidad para continuar respirando, viviendo, leyendo. El escritor lo consigue insertando misceláneas protagonizadas por Huso y Haso, personajes populares de los chistes bosnios.
En «Ciudades» explora la agonía y la ruina de tantos sitios desaparecidos de la faz de la tierra, como el pueblo de Grapska. «El cementerio en el que reposaban los ‘bienaventurados’ que habían tenido la suerte de morir de muerte natural tampoco se salvó», confirma el narrador cuya literalidad, fenómeno extraño, no es ironía. Por más paradójico que suene, en esas ciudades devastadas, sólo los cementerios son nuevos. Los habitantes entierran a sus seres queridos en lugares absurdos, en los parques públicos, en los jardines de sus propias casas, donde pueden. «No hay tiempo para ceremonias y lágrimas. Se cavan siempre dos o tres fosas por adelantado. Por los muertos venideros.» Los bosnios no es un libro de «respuestas» ni el equivalente bélico de la autoayuda. El dedo en la llaga que mete Colic en su debut literario –ojalá se traduzca pronto la elogiada Sarajevo ómnibus, su última obra, publicada por Gallimard– podría condensarse en esta frase-interrogante: «No importa, quememos, aniquilemos, más tarde encontraremos buenas razones para haber actuado de ese modo. Al fin y al cabo, ¿no nos han enseñado las guerras precedentes que, al final de un conflicto, los vencedores consiguen siempre justificarlo todo?»
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