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Hugo Ball, creador del Dadaísmo, recitando «Karawane» en 1916. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 3 de febrero de 2016. (RanchoNEWS).- Al poeta Hugo Ball lo rechazaron en el ejército alemán porque algo no le funcionaba bien por dentro. Quería alistarse para combatir en la Primera Guerra Mundial. Manejaba un singular ardor guerrero que ante la imposibilidad de entregarse al combate tuvo que destilar en una misión más alta, más noble y mejor: fundar el Cabaret Voltaire en Zúrich el 5 de febrero de 1916 y proclamar el dadaísmo dentro de aquel galpón. Era 1916. Europa estallaba por dentro y un grupo de artistas prendió unas ideas muy locas que echaban humo en todas direcciones: arte, literatura, política. Estaban proponiendo la fundación de una nueva astronomía allí donde todo se empezaba a reducir a escombro. Dada era una rebelión contra todas las convenciones. «Después de nosotros, ¡la blenorragia!», clamaban sus apóstoles. Estaban confabulados para el escándalo y el insulto llenos de buen humor. Antonio Lucas escribe para El Mundo.
De aquel movimiento, inductor del surrealismo, se cumple ahora el centenario de su eclosión. Nada fue igual a partir del dadaísmo. La iniciativa de este desacato corrió pronto de un lugar a otro y a él se sumaron numerosos creadores dispuestos a hacer saltar las costuras de todas las convenciones posibles. Militaron Tristan Tzara, Ion Barbu, Jean Arp, Hans Richter, Marcel Janco... Colaboraron Picasso, Apollinaire, Marinetti, Kandisnky... Estaba prendiendo una lumbre inédita. Marcel Janco lo explicó en una entrevista que concedió en Tel Aviv, en los años 70, como único superviviente de aquella loquísima expedición: «El nombre, Dadá, lo encontró Tzara en el diccionario un 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde. Hojeaba el Larousse y apareció esa palabra, Dadá, que significa caballito. Nos pareció que expresaba de cierta manera nuestra concepción de regreso hacia la infancia, el primitivismo, una idea de renovación y de puridad».
El tema caló en André Breton y en Louis Aragon. También se acercó a huronear por ahí Marcel Duchamp. El Cabaret Voltaire, en lo alto de una cervecería, se convirtió en el centro de operaciones de una banda de aulladores que no tenían ni dios ni amo y cuestionaban el orden artístico establecido, dudando en primer lugar de su propio movimiento. Artistas rumanos y alemanes fueron los pioneros. De ahí que el Instituto Cultural Rumano de Madrid encabece ahora la celebración del centenario, a partir del 16 de febrero, con una exposición en su sede (Plaza de la Lealtad, 3) y un ciclo de conferencias en la Casa del Lector (Matadero Madrid), donde participarán Adrian Notz (director del Cabaret Voltaire de Zúrich) y Petre Raileanu (escritor y periodista especializado en las vanguardias rumanas), entre otros.
El Dadaísmo no se apoya en verdades inmutables, como otros movimientos de vanguardia, sino en la más pura imprecisión, en lo inmediato, en lo aleatorio, en la libertad del individuo y en la contradicción. Se oponían a esos espíritus de carbón gastado que el siglo XX heredaba del XIX en el arte y la escritura. Optaba por la abolición de la memoria. Tristan Tzara gritaba esto: «Yo estoy contra los sistemas: el más aceptable de los sistemas es el de no tener principio alguno».
El Cabaret Voltaire era el laboratorio, la rotativa y el centro de compostación de todas aquellas teorías y maldecires. Y la Galerie DaDa abre sus puertas en Zurich en 1917 con trabajos de Tzara, Arp y Ball. Al mismo tiempo empezaron las primeras publicaciones del movimiento, que se difundía en revistas (Cabaret Voltaire fue la principal), carteles con nuevas tipografías, collages y octavillas. También las muestras de objetos, dibujos y pintura. Las performances. Las reuniones conspirativas. La confabulación de todos contra todos, mientras se construyen una hermosa fortaleza con las piedras que les tiran. Los libros adaptaban también sus palabras a la voluntad subversiva del dadaísmo, a su esplendor y su destrozo. Todo funcionaba del modo absurdo y solemnemente nuevo que exige cualquier disparate necesario. Y Dada lo era.
Aquel primer ventarrón de aire que supuso esta aventura tuvo sus muchas consecuencias en el contexto de las vanguardias históricas europeas. El Cabaret Voltaire adquirió pronto las dimensiones míticas que adaptan la leyenda a la realidad de la vanguardia histórica. Diríamos que el cabaret de Zúrich fue la cueva de Altamira de lo nuevo aún por suceder. Ramón Gómez de la Serna, en su extraordinario libro Ismos dedicó a Dada uno de los capítulos, donde acuñó su entusiasmo por la aventura de Janco, Tzara, Ball y compañía: «Es la única escuela en la que no puede haber falsificadores (...) Tipos extraños, judíos de barba blanca, alemanes que trazan teorías elípticas, astrónomos, mujeres con trajes de noche como planetarios brillantes, se reúnen en esa casa de nueva arquitectura en que Tristan Tzara sabe vivir con toda la soltura que le dio Dada, con doble apetencia de la vida que el más apetente de los mortales».
El movimiento llegó también a Nueva York, donde Duchamp, Francis Picabia y Jean Crotti, junto a Man Ray, dieron forma a la expedición tronada del Cabaret Voltaire. Contaban con la complicidad del fotógrafo Alfred Stieglitz, su galería de arte (291) y la revista Camera Work. Definitivamente había que contar con el Dadaísmo. Su provocación formal y conceptual había marcado el momento. Sólo faltaba, en coherencia, la dispersión, la destrucción. Sucedió entre 1923 y 1924. La dispersión geográfica y el cansancio por un movimiento que tenía en su propia molécula originaria el no poder perpetuarse obraron el final. En 1924 André Breton prublicó en París el Primer Manifiesto Surrealista y la mayoría de los creadores del dadaísmo saltaron del barco. El Surrealismo venía con mejores maderas. Y si no mejores, más modernas, solventes y nuevas. En 1923 Duchamp había renunciado a la pintura desde Nueva York. Y en 1922 Max Ernst cambiaba Colonia por París disolviendo Dada por aquellas latitudes. Estaba bien terminar al modo clásico aquello que había comenzado como espolón de lo anticlásico.
Nada volvió a ser igual. Aquel primitivismo seco y brillante no aceptó ser monótono. El arte se instaló en espacios inesperados. El cañón de Dada levantó un bosque de cañonazos alrededor del mundo. Cuando resultó que casi todo podía estar de nuevo por decir, como un milagro nuevo en las manos del hombre.
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