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El poeta y escritor Jaume Ferran, en una imagen de 2001. (Foto: Arudino Vannucchi)
C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de febrero de 2016. (RanchoNEWS).- De pequeño, su padre le recitaba sonetos de Josep Carner; de joven, él se convirtió en uno de los mejores amigos de Alfonso Costafreda, bardo de referencia de los primeros momentos de la Escuela de Barcelona. Entre esas dos realidades poéticas y lingüísticas forjó su vida y su obra el escritor Jaume Ferran, último representante que sobrevivía de la etapa fundacional del movimiento, que falleció el pasado sábado en un pueblecito de Atlanta, en Estados Unidos, según ha trascendido ahora. Carles Geli reporta desde Bracelona para El País.
«El desasosegado Jaime Ferrán parecía un personaje inventado. Espoleado por mil proyectos, comido por todas las inquietudes, estaba siempre de paso en todas partes… », escribió sobre él en sus memorias el editor Carlos Barral, a quien había conocido en 1945 en la Facultad de Derecho de Barcelona. Ese no parar inquieto que siempre le acompañó tenía su origen en un entorno de familia numerosa intensísimo: no había hermano (y eran 10; él, el mayor) que no practicara alguna actividad artística, mayormente la música, para regocijo de sus melómanos padres, que los empujaban a interpretar los domingos en un concierto hogareño.
Nacido en Cervera en 1928, Ferran notó enseguida la comezón poética a principios de los años 40, igual que sus después compañeros y amigos Barral y Costafreda, a los que presentó. En su caso fue en catalán, en unos inevitables sonetos ante la no menos inevitable influencia del príncep dels poetes que le recitaba su progenitor. Un fruto nonato de ello fue los que escribió entre 1946 y 1947 y que deberían haber dado el poemario La primavera encesa, de no haber extraviado el manuscrito, si bien su vocación quedaría plasmada tanto en la Antología Poética Universitaria de 1949 como en la de 1950. Aquel azaroso episodio y la influencia lingüística de sus amistades ( «en casa se hablaba y se escribía en catalán», recuerda hoy una de sus hermanas, Carmen), hizo que saltara al castellano: Ferran está en el núcleo de estudiantes que ya en el curso 1945-1946 se reúnen en la cantina de su facultad y que bautizan como el Bar de Juanito en honor al camarero que los atendía. Ahí consolidará aún más, si cabe, su amistad con Costafreda, indestructible hasta la muerte de este último, al que dedicará nada menos que dos libros: Alfonso Costafreda (1981) y El libro de Alfonso (1983).
Que se estuviera quieto un buen rato charlando era, sin duda, un mérito de sus compañeros porque en 1948 Ferran ya colabora en la revista Estilo, punta del iceberg de esa hiperactividad que hacía que «participaba en muchas cosas, nunca demasiado reales», a tenor de Barral. Aún así, tuvo un papel quizá poco reconocido como puente entre el grupo de Barcelona y la intelectualidad de Madrid. A la capital acudió en 1951 a preparar su ingreso en la Escuela Diplomática, lo que le dio pie en 1952 a conocer a Eugeni d’Ors, de quien se convirtió en su ayudante de la cátedra de Ciencia de la Cultura hasta la muerte del padre del Noucentisme, en 1954. A la vez, tomaba clases particulares con Enrique Tierno Galván, y fue tan incansable en su actividad dentro del Sindicato Español Universitario (SEU) que acabó siendo su director de relaciones culturales. Ese cargo y su colaboración simultánea en la revista Alcalá explican que ésta dedicara en 1952 un número a Cataluña donde escribieron Albert Manent, D’Ors y Barral y fuera ilustrado por Albert Ràfols Casamada o Antoni Tàpies.
Tàpies y Barral participaron en Madrid en 1954 en un intercambio de intelectuales castellanos y catalanes gracias a los oficios del inquieto Ferran, que compaginaba todo ello con la poesía. De 1952 es La piedra más reciente y de un año después Desde esta orilla, conjunto, claro, de sonetos que había obtenido un accésit en el prestigioso premio Adonais del año anterior. La pulsión seguía, como reflejaban su trabajo en una tesis doctoral sobre Joan Maragall o la asistencia, los domingos, a la tertulia de Vicente Aleixandre, a quien no se cansó de hablar de la poesía de los jóvenes bardos catalanes. De todo ello salieron, con los años, antologías y traducciones al castellano de Maragall, Carner o Foix, o ensayos sobre el primero (Los diálogos de Joan Maragall, en 1971) o sobre d’Ors (1967). La hiperactividad también le llevó a estudiar en 1973 la figura de Ezra Pound, a quien había conocido visitándole en un sanatorio.
«Nada le importaba, excepto la poesía y, sobre todo, la amistad», recordó años después Barral, que interpretó la «actividad demencial» de Ferran como «una forma de solicitar atención, de provocar la solidaridad humana». Curiosamente, no fue correspondido con el mismo ímpetu: con poemas siempre de corte introspectivo y trasfondo moral (Memorial, en 1971, de trasunto amoroso; La larga playa, de una década después, de recuerdos de infancia), su poesía no acababa de gustar a sus propios colegas. Barral decía que había en sus composiciones un «uso y abuso de la retórica tradicional» que atribuía en parte a que era «un católico declarado». Josep Maria Castellet, guía teórico-espiritual del grupo, creía que sus poesías no se ajustaban al realismo crítico que eran marca de la casa del grupo, como dejó entrever cuando Ferran ganó en 1953 el Ciutat de Barcelona por Poemas del viajero, uno de los primeros títulos que publicó el sello de la revista vinculada a la Escuela de Barcelona, Laye, que, cómo no, ayudó a impulsar.
El distanciamiento de Ferran fue también físico porque en 1955 viajó a EE UU, de donde fue inicialmente yendo y viniendo los primeros cinco años para quedarse de manera más estable a partir de 1960, impartiendo hasta 1995 clases de literatura española en las universidades de Colgate y Syracusa, desde donde se vinculó a la North American Catalan Society o al Centro de Estudios Hispánicos que dirigió.
El catalán retomó fuerza en su pluma al hacer balance de su intensa vida, repaso que inició en 2001 con Memòries de Ponent, que le valió el premio Gaziel, y que completó siete años más tarde con Diari de tardor. Reflejan ambos títulos, «una persona muy optimista, de memoria prodigiosa y muy generosa», dice su hermana. De esa generosidad siempre dieron fe tanto su mujer y sus dos hijos, Jaime y Ofelia, como Camen Balcells: los padres de ambos se conocían de Cervera y el poeta casi la ahijó, facilitándole un primer trabajo como secretaria del gremio de fabricantes de maquinaria textil y, luego, al presentarle a Barral, lo que la encaminaría como agente literaria. Lo que decía el editor: nada le importaba a Ferran, sólo la literatura y la amistad. O sea, todo.
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