Rancho Las Voces: Literatura / Colombia: El nuevo relato de la violencia en Colombia
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lunes, febrero 01, 2016

Literatura / Colombia: El nuevo relato de la violencia en Colombia

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De izquierda a derecha los escritores colombianos: Álvaro Robledo, Melba Escobar, Amalia Andrade y Andrés Felipe Solano. (Foto: Daniel Mordzinski)

C iudad Juárez, Chihuahua. 1° de febrero de 2016. (RanchoNEWS).- La violencia en Colombia está en los nombres, se pega a la ropa y se termina de manifestar en las palabras. Hace menos ruido que los fusiles de la selva, pero tiene el mismo efecto que 50 años de guerra. «Hemos vivido, desde el origen de la República, una historia de horror e inequidad, de abuso», dice Álvaro Robledo. «Y es más que natural que el arte dé cuenta de ello. Es un tema inevitable». El escritor colombiano (Medellín, 1977) prefiere narrar en sus novelas cómo el individuo se enfrenta al miedo y lo atraviesa. A sus colegas Melba Escobar, Amalia Andrade y Andrés Felipe Solano tampoco les interesa describir el ruido de las balas. Y la perspectiva de una próxima firma de la paz entre el Gobierno y las FARC no parece que cambiará sus textos. Ana Marcos reporta desde Cartagena de India para El País.

Los nacidos en los setenta y los ochenta convivieron con narcotraficantes y se asustaron con los estallidos de los carros bomba. Este telón de fondo permea en las nuevas generaciones a través de formas de narrativa que poco tienen que ver con la narconovela, los libros de sicarios o de la guerrilla de las FARC. «Mi novela más reciente, La casa de la belleza (Planeta), habla de las pequeñas violencias que no se catalogan como tales. En cierta forma hemos perdido la capacidad de verlas porque están inmersas en la cotidianeidad de la desigualdad colombiana», dice Escobar (Cali, 1976) en el hotel Santa Clara, cuartel general oficioso del Hay Festival que cerró el domingo su 11º edición en Cartagena de Indias.

Es lo que Patricio Pron describe como efecto anestesiador: «A veces los temas de gran relevancia producen cierto hartazgo por repetición». El escritor argentino, también de paso por la ciudad caribeña, se cuela en la conversación y aboga por perspectivas inéditas, las menos evidentes, para atraer de nuevo al lector. «En cuanto a la violencia, y en virtud de su banalización a través de la novela policiaca, es perentorio que se contribuya al esfuerzo social por pensar en ella desde otra dimensión».

Melba Escobar reconoce que al salirse del concepto único aparejado a esta lacra en Colombia se encontró con pequeños gestos, igual de contundentes, que saltaron a su literatura.  «Solo en la India y en Colombia la sociedad está dividida en estratos», explica, «y esto limita los puntos de intersección entre las personas provocando violencia a través de la desigualdad». A su lado, Amalia Andrade, 10 años menor, recuerda el día en que vio cómo el gato de su familia se colaba en la casa de enfrente en su ciudad natal, Cali, y nadie reaccionó. «No podemos hacer nada, el vecino es un traqueto», le dijeron. Ese día descubrió que traqueto era narcotraficante y que el hombre de la puerta de al lado se dedicaba a vender drogas. «La violencia ha formado siempre parte de mi vida y hasta cierto punto siento que a veces se espera que los escritores colombianos hablemos de ella», asegura, «pero si alguna vez lo hago, creo que lo intentaré desde el humor, yo no estoy en la posición del activista y menos en Colombia, donde desconfío de todo».

La sátira fue la forma que Pron encontró para adentrarse en la guerra de Malvinas, una de las heridas abiertas de Argentina, en Nosotros caminamos en sueños (Random House). «Se produjo un debate muy interesante, me alegré de que la sociedad no aceptara este tipo de textos porque es en su no aceptación cuando adquieren su relevancia política. La literatura que a mí me parece más relevante es la que va a la contra», opina. En Colombia el humor se ha convertido en un flotador. «De recibir tantos golpes aprendimos a reírnos para no llorar», dice Robledo, autor de Que venga la gorda muerte (Planeta). «Hay un gran grado de cinismo desde el horror y no la opulencia, los colombianos sobrevivimos aprendiendo a reírnos de la propia existencia por terrible que sea, por eso dicen esas tonterías de que somos el país más feliz del mundo y somos bastante buenos en el cinismo sea cual sea su manifestación».

Andrade, autora de Uno siempre cambia el amor de su vida (Planeta), «un invento literario que se aleja de la tradición», coincide también con Robledo en el paralelo opuesto al arte de denuncia. «Con grandes excepciones, no me dice gran cosa, es un pretexto para intentar ser buenos», apunta el narrador. «Siento un poco de pudor al tratar de usufructuar la violencia», justifica Andrés Felipe Solano (Bogotá, 1977), último ganador del premio Biblioteca de Narrativa Colombiana por Corea, apuntes desde la cuerda floja (editorial UDP), «lo cierto es que la sensación alrededor, el miedo y la amenaza decretadas por la violencia, la propulsión por el mal y la recursividad que genera sí están presentes en lo que hago. Y Pablo Escobar era eso».

Solano teme etiquetar a Colombia con una violencia propia, «sería reclamarla con un orgullo extraño y macabro», por eso en su trabajo y en sus palabras siempre hay una comparación. Con Madrid, donde ahora vive, con Corea donde solía vivir.  «Es una manifestación propia del capitalismo, hay historias de violencia en todas partes y creo que es complicado llevarlas a la literatura sin ser panfletario». Delante se encuentran con Pron, con Escobar y con Los estratos, de Juan Cárdenas, una historia de violencia en atmósferas extenuantes que todos los escritores mencionan como uno de los mejores ejemplos de cómo se aborda este tema ahora en el país. «No me siento cómodo con lo que se convierte en programático», reargumenta Solano. «Después de 50 años de guerra y viviendo en Bogotá me cuesta mucho abstraerme de ella, de hecho, la persigo», contesta Escobar al mismo tiempo que reconoce y celebra que desde hace 10 años no encontraba tal heterogeneidad entre sus colegas.

La firma de la paz con las FARC pondrá, para Pron, a los autores colombianos «la tarea de contribuir a la discusión de cómo se construye un relato colectivo y cohesionador de su pasado y presente. Cuando ese relato se consolide y adquiera popularidad, los escritores tendrán la tarea de romperlo y cuestionarlo. La literatura tiene un papel en esa permanente revisión del pasado».



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