C iudad Juárez, Chihuahua. 20 de septiembre de 2016. (RanchoNEWS).- Nacido el día del escritor, muerto el día del maestro, Dalmiro Sáenz vivió noventa años como un provocador. Entre el 13 de junio de 1926 y el 11 de septiembre Sáenz puso todo su genio en su obra y todo su talento en la agitación. Finalmente, su brillo para responder entrevistas, para desconcertar, para encontrar fórmulas convincentes a posiciones extremas y paradójicas contribuyó a que se leyeran menos sus libros, y a que se los apreciara en menos. En la cultura argentina, algunos (Borges, Viñas, Ure) habían sobrevivido a su inclinación a provocar; otros (Fogwill) habían conseguido volverla piedra de toque del valor de sus libros, escribe Alfredo Grieco y Bavio para la Revista Ñ.
Su última novela, que es su último libro, Pastor de murciélagos (2005), es de diez años atrás. Pero ya antes de entonces era un escritor por fuera de la literatura, de la institución, de la universidad, del periodismo, de los medios, de las editoriales, de la crítica literaria. Era un escritor al que sus contemporáneos no querían deberle nada, y al que no querrían parecerse. A Mis olvidos (1998), una gran novela sobre el general Paz y su memorialismo, faltó toda la respuesta de lectores y crítica que por entonces recibía la novela histórica, y la de Sáenz está al menos en el mismo andarivel que las mejores de un Andrés Rivera.
Quizá Dalmiro Sáenz haya sido el último escritor o intelectual de Occidente en cuyas blasfemias hubo algún riesgo o peligro. Después, la blasfemia se tornó certero cálculo seguido de rendimientos al contado o a crédito en el mercado editorial o del arte o de los talk-shows y realities o de las internacionales de los Derechos Humanos y Sociales. Sus banalidades o frivolidades o burlas y parodias directas e indirectas eran una reducción al absurdo de la historia sagrada, tal como la enseñaba en Argentina una casta clerical y pedagógica asociada al poder militar y a las clases medias ansiosas por la preservación del ‘buen orden de las familias’. Fin de raza del linaje de Voltaire y de George Holyoake, llegó a ser contemporáneo del plástico ítalo-argentino León Ferrari o del literato colombiano Fernando Vallejo, laboriosos en el insulto redundante contra el Crucificado o La Puta del Vaticano.
La Iglesia Católica, en su realidad local antes que global, jerarquías, ritos, santos y vírgenes, como otras tantas decencias argentinas, fueron el blanco de la incontinencia verbal de Sáenz, pero no la ceñida materia de sus libros. Sáenz fue un francotirador, sin partido todavía, salvo el descreimiento en la restauración tradicionalista del Onganiato, en una década, la de 1960, donde eso era cada vez más difícil. Sentado en una mesa de La Biela, en la Recoleta, se armaba de opiniones contundentes y argumentos punzantes, como un Oscar Wilde que no fuera a caer nunca en desgracia.
El hijo de un contraalmirante que se reía de las bodas con misa de esponsales y de los santos de yeso, el que escandalizó en la televisión con comentarios procaces y provocativos sobre las apetitosas nalgas de la Virgen en la pintura italiana (siguieron protesta de arzobispos, levantamiento del programa, juicio penal a su conductor judío), era desprejuiciadamente religioso.
Cristo de pie (1988) es uno de los libros más extraños de la literatura argentina, que no retacea sus rarezas. Es una novela escrita en colaboración. A la autoría doble, se suma la sorpresa de la identidad del coautor literario. Es el Dr. Alberto Cormillot, antiguo dietólogo y actual funcionario, con quien había viajado Saénz al cercano Oriente, investigando in situ y de a pie la existencia histórica del Crucificado. En cuanto al protagonista, hay que decir que no es otro que Jesucristo. El tópico, la colaboración autoral, la documentación, la naturaleza del protagonista, un estilo pendular entre la impostación y la conversación, hacen que a Cristo de pie le falte parangón, y acaso, también, que no le sobren lectores. No le han faltado, sin embargo, a las mil páginas de La puerta de la misericordia (2002), novela del escritor católico uruguayo Tomás de Mattos, una vida de Jesús que evita los registros de la divulgación pop para elegir todos los instrumentos que el autor podía encontrar en los anaqueles más altos de la cultura literaria.
En los tres primeros libros de Dalmiro Sáenz, Setenta veces siete (1956), No (1960), Treinta-treinta (1963), de cuentos, como en su primera novela, El pecado necesario (1964), un mismo tema atraviesa cada narración y cada personaje: el carácter y valor divino del amor violentamente sexual.
Setenta veces siete fue reseñado en el número 252 de la revista Sur por Eugenio Guasta, quien después, como sacerdote católico, llegaría a la violeta dignidad episcopal. Dice el futuro monseñor, que da su imprimatur literario y teológico al libro: «Los personajes de estos cuentos matan, roban y fornican. Son pecadores primitivos, brutales. Sus pecados están en la raíz de sus vidas y tan mezclados con el vivir que vivir y pecar es para ellos casi una sola cosa. Los cuentos se encadenan en un extenso miserere. La contraparte del libro de Sáenz es la ternura de Dios».
Resulta fácil, o tentador, o lo uno por lo otro, descubrir el pathos y preciosismo gótico del sureño William Faulkner en estos libros de cuentos primeros que también son sureños. La acción transcurre en la Patagonia, donde el joven Sáenz se había mudado con su joven esposa a explotar una estancia, y de donde volvió a Buenos Aires para vivir una vida que excluía la materialidad del trabajo productivo. El mismo Sáenz reveló su enamoramiento con Las palmeras salvajes . Menos útil resultará esa constatación a quien intente trazar una línea de puntos entre el novelista norteamericano y el argentino. Más útil resulta, en cambio, la pista de la prosa conceptista barroca de argentinos como Ignacio Anzoátegui al que guste buscar fuentes para frases como ésta, de uno de los mejores cuentos de Setenta veces siete, «El prostíbulo», que culmina, opulenta, en seis adjetivos: «Lo llamaban la casa grande y estaba situado en lo que en un tiempo fue las afueras del pueblo, y al igual que la iglesia, se mantenía, erguido en su insignificancia arquitectónica, imbatible, absoluto, severo, simbólico, opaco y austero».
Padre de siete hijos patagónicos, los patrones numéricos gustaban, encantaban a Sáenz. Las setenta veces siete de su primer libro y primer título aluden a la respuesta de Cristo acerca de cuántas veces debemos perdonar a nuestro prójimo y es un múltiplo que sugiere el infinito. En la revista de humor Tía Vicenta firmaba con el pseudónimo «Trescatorcedieciséis» historias de un padre carnicero que regañaba a los gritos a su hijo porque no estudiaba bien latín. De los cuarenta libros que dejó Sáenz, muchos son declarada, limitadamente humorísticos. Algunos, como el Pequeño Lanusse ilustrado (1972), son documentos graciosos de una época que al fin no lo fue; otros, como Cuentos para niños pornográficos (1983), resultan más revulsivos hoy que entonces, porque a fines de la década de 1970 se había hecho un regocijado descubrimiento de la sexualidad de los menores, como en las novelas de Tony Duvert o aun en El gran bazar del líder del mayo francés Daniel Cohn-Bendit. Sáenz nunca ensució con sentimentalismo la desdicha; sus lectores numerológicos no reprimimos una sonrisa al advertir que el autor de Treinta-Treinta murió a sus exactos noventa años.
Dalmiro Sáenz en Wikipedia
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