Rancho Las Voces: Libros / España: Memorias de John Le Carré: orfandad, política y disidencia en el siglo XX
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jueves, septiembre 08, 2016

Libros / España: Memorias de John Le Carré: orfandad, política y disidencia en el siglo XX

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El escritor, en Londres en 1964. (Foto: Ralph Crane)

C iudad Juárez, Chihuahua. 8 de septiembre de 2016. (RanchoNEWS).- Cuando el pasado año se anunció el lanzamiento de Volar en círculos (The Pigeon Tunnel en la edición inglesa, con una explicación inquietante del título original en el prólogo), millones de devotos lectores de todo el mundo empezaron a agitarse. Son las esperadísimas memorias de John le Carré que definitivamente verán la luz el próximo sábado en Planeta. El autor inglés, nacido en Poole, Dorset, en 1931, desvela con cuentagotas intimidades de su discreta pero agitadísima vida. Con una secuencia de novelas iniciada en 1961, 10 de ellas adaptadas al cine o convertidas en series de televisión (¿quién se atreverá a reponer El Topo que hizo la BBC con Sir Alec Guinness como Smiley?), David Cornwell, su nombre real, inicia la retirada a sus 84 años amontonando en esta nueva entrega, no todo lo extensa que esperaban sus fieles, recuerdos, anécdotas, aclaraciones o piezas ya publicadas que ayudan a entender el complejo mundo en el que eligió vivir. Ha publicado en más de 40 países y le han leído en más de 30 idiomas. Estas memorias ayudan a entender gran parte de la filosofía de Le Carré, que igual que su alter ego Smiley, protagonista de la trilogía de El Topo, «le había dado cinco vueltas a la luna cuando el resto de los mortales empezaba su primer viaje», escribe Gerardo Ortiz Yrureta para El Mundo desde Madrid.

Para saber a qué nos enfrentamos basta la cita de la contraportada: «Un buen escritor no es experto en nada salvo en sí mismo. Y sobre este tema, si es listo, cierra la boca». Si él lo dice será cierto. Le Carré es listísimo y el resultado, excelente. Desde su retiro en su casa de campo de Cornualles, la esquina más inhóspita de toda Inglaterra, el ciudadano Cornwell/ Le Carré contradice una de sus frases lapidarias, de las miles que trufan toda su producción (ésta viene de su segunda novela Asesinato de calidad): «De nosotros fue de quienes aprendieron el secreto de la vida, hacerse viejo sin hacerse mejor». En este caso no acierta: tal vez sea más viejo, pero ahora es mejor. Sean pues todos bienvenidos a un elegante y sombrío campo de minas.

No son unas memorias convencionales. No hay un hilo temporal desde una infancia en familia, o no, una juventud con amor, o no, un periodo de formación autodidacta o reglada, y un tiempo de madurez. El autor ha hilvanado en 38 capítulos una secuencia ordenada a su criterio, no siempre cronológico, de sus recuerdos, sólo los que considera conveniente hacer públicos.

Su currículo es impecable incluso para la exigente casta de la que procede. Le Carré es el hijo de un estafador profesional y enamorado de su oficio y de una madre que abandonó a un marido y sus dos niños cuando Le Carré tenía cinco años, como una espía deja una misión cuando están a punto de capturarla. Lo educaron en los mejores colegios del exigente sistema educativo inglés y enamorado de la cultura y el idioma alemán, la lengua del enemigo. Fue seducido a los 17 años para la inteligencia británica en Berna, donde estudiaba después de una huida de la perversa influencia paterna, e introducido en el parvulario del espionaje por sus profesores cuando regresó a Inglaterra a continuar con su formación en Óxford. En Eton se codea con lo mejorcito de la alta sociedad, es profesor casi tres años e ingresa simultánea y definitivamente en el servicio secreto inglés, donde trabaja entre 1960 y 1964, en Berlín, bajo la socorrida cobertura de funcionario de la Embajada. Escribe en sus ratos libres y publica con el seudónimo de John Le Carré, que ni él mismo sabe de dónde lo tomó, dos novelas policíacas de poco éxito. La tercera, El espía que surgió del frío, y la película posterior, con un Richard Burton impecable, lo catapultan a la fama. Deja su oscuro empleo, una dulce e inesperada recompensa (debe de estar muy harto) y se dedica a escribir a tiempo completo.

Tras su éxito literario relativamente temprano dedica unos años a mirar el acoso de Occidente contra el bloque soviético y a contarlo desde su perspectiva. Escribe entre 1974 y 1979 la trilogía que lo acaba convirtiendo, a su pesar, en una autoridad literaria, pero también en un supuesto experto en el oficio que había abandonado bien pronto. El Topo, El honorable colegial y La gente de Smiley son, definitivamente, la gran saga sentimental y muy política de los últimos años de la Guerra Fría y el hundimiento del bloque socialista. Derruido el Muro e instalada la mafia en todos los núcleos de poder del archienemigo y enseguida socio, contempla triste y lúcido los resultados.

Luego descansa y se reinventa. El ciudadano Cornwell es un hombre político, vive la política y, desde su muy relativo poder de convicción o convocatoria, participa en ella. En ocasiones, de forma tan radical que avergonzaría a algunos de los pomposos izquierdistas de ahora mismo.

Esa segunda parte de su vida, ya como consagrado autor, implica una sucesión pausada pero constante de viajes a los escenarios más deprimentes, devastados o crueles del mundo. Chechenia, Congo, Beirut, Israel, la Costa Azul, Ruanda o la City londinense. A una edad madura, con familia y propiedades, en esa época en la que Philip Roth ya sostiene que Un espía perfecto es la mejor novela en lengua inglesa del siglo XX, Le Carré está en Chechenia o en cualquier rincón del Cáucaso evaluando el trabajo de las fuerzas especiales de Yeltsin, o de Putin. Cuando en Europa se habla de él como candidato al Nobel, (¡blasfemia!, ¡no es más que un novelista de género!) está saltando de Beirut a Israel intentando entender, para luego explicar, aquel infierno.

Y es en una cárcel secreta en el desierto, entrevistando a una terrorista alemana poco colaboradora con el servicio secreto israelí, donde se autoretrata imaginando lo que Brigitte, la terrorista, piensa de él. «Soy otro embrutecido lacayo de la burguesía represora, un turista del terror, un hombre a medias, en el mejor de los casos». No es caritativo consigo mismo. Porque, en realidad, la suya es una de las más lúcidas y piadosas miradas sobre el mundo real que se dan hoy en la literatura de Occidente. Aunque a muchos les resulte incómodo. Y a unos pocos les dé envidia.

No aparece ni una sola vez en esta autobiografía Markus Mischa Wolf, el gran jefe de la Stasi, el servicio secreto de la República Democrática Alemana, de quien se dice que inspira a Karla, el Negro Grial de Smiley. Ni una mención tampoco a Alan Turing, padre de la informática moderna y responsable, dicen los que saben, de que la II Guerra Mundial durase dos años menos gracias a su trabajo en Bletchley Park (aparece citado en dos líneas sueltas como germen de lo que sería el actual sistema de seguimiento de comunicaciones británico, de todas las comunicaciones, que gentilmente comparten con los «primos» de la CIA). No se nombran sus escasas pero contundentes colaboraciones periodísticas, entre ellas la bronca de casi 15 años con Shalman Ruhsdie por nimiedades sobre la libertad de expresión, o el artículo que, pirateado y reproducido por el diario Gramma cubano y titulado Los Estados Unidos se han vuelto locos, leyó toda Latinoamérica mientras aquí sólo hacíamos chistes fáciles sobre el trío de las Azores. De su novela El amante ingenuo y sentimental, sólo se nombra el intento fallido de Fritz Lang por llevarla al cine. Un texto de amor sospechoso en el que cada uno de los tres vértices de un triángulo amoroso desconfía de los otros dos. Incómoda de leer y poco sentimental.

En todos estos años se entrevista con Arafat, dos jefes supremos del KGB de Gorvachov, gente peligrosísima en Israel, los directores, y personal subalterno del renacido y democrático servicio secreto alemán, con un preso de Guantánamo, periodistas de toda laya, con secuestrados por terroristas en Afganistán... Cuando en una comida en Downing Street, Margaret Thatcher le dice «no me cuente historias tristes», le regala, delante del primer ministro holandés, una respetuosa explicación sobre la situación de los palestinos refugiados en Líbano.

Relaciona el papel de Graham Greene, espía y escritor como él, pero algo más turbio, a quien admira y respeta con cierta distancia, con el de Edward Snowden, vinculados ambos por el tema de fondo del secreto de Estado y el derecho a divulgarlo. Y se pregunta con sorna: «¿Cuántos de nuestros atormentados espías habrían preferido que Snowden escribiera una novela?».

De algunos de los capítulos de este vuelo circular podrían salir novelas excelentes, como la historia de Harry, infiltrado toda la vida en el Partido Comunista británico, anónimo combatiente por la pervivencia del Imperio desde el lugar más anodino... Hay mucho de él en Leamas, el protagonista del Espía que surgió del Frío.

De lo poco que dedica a su padre y su peculiar sistema de relaciones personales, aparte de lo que pueda deducirse en Un espía perfecto, podría salir otra biografía, o de su madre, un enigma que Le Carré desistió de descifrar.

Y del último capítulo, el 38, saldría una excelente película cómica.... Le Carré también es hombre de humor. Como buen británico.

John le Carré: el escritor que surgió del túnel

8 de septiembre, Madrid (ABC / Juan Gómez-Jurado).- En el prefacio de «Volar en círculos» (Planeta), la autobiografía de John le Carré, el legendario autor inglés cuenta que prácticamente todos sus libros tuvieron como título provisional «El túnel de las palomas».

Su origen es una imagen tan poderosa que produce escalofríos: Cuando Le Carré era adolescente, su padre le llevó en una de sus «frecuentes escapadas de jugador» a Montecarlo. El joven David (el auténtico nombre del autor) correteaba por los alrededores mientras el padre se dejaba salud y hacienda en las mesas de bacarrá.

Así, el niño dio con una extensión de césped bajo la que discurrían pequeños túneles que iban en fila hasta la orilla del mar. Por un extremo de cada túnel, los empleados del club de tiro aledaño al casino introducían las palomas que vivían bajo el alero del tejado del casino. En el otro, aguardaban los tiradores, escopeta en ristre.

Aquellas palomas que se salvaban de los disparos regresaban al único lugar que llamaban hogar, el alero del tejado… en el que volvían a ser capturadas y encaminadas de nuevo al túnel y a la muerte.

Autobiografía

Esa incapacidad de un animal aparentemente libre, con todo el futuro a un golpe de aleteo, de escapar a un destino cruel e inexorable, es tan atrayente que no es de extrañar que el autor se lo asignara como título provisional a todas sus obras. Y por ende, a su autobiografía, quizás lo último que salga de la pluma del mayor escritor de novelas de espionaje de todos los tiempos.

Aunque la traducción del título no sea la adecuada, sí que lo es el resto de esta obra imprescindible que repasa la vida de Le Carré y, tangencialmente, la historia de la segunda mitad del siglo XX, de algunos de cuyos momentos más oscuros fue el autor testigo de primera mano.

Le Carré es muy consciente de sí mismo y de su propia importancia a lo largo de las 460 páginas de la obra, y no abunda en la modestia –una autobiografía modesta sería un oxímoron-, pero tampoco cae en la autocomplacencia y casi nunca en el ajuste de cuentas.

«El recuerdo puro sigue siendo tan difícil de aprehender como una pastilla de jabón mojada. O al menos lo es para mí, después de toda una vida de combinar las experiencias con la imaginación», dice, poniendo la venda después de las heridas.

Su infancia

Porque a pesar de que rehúye y finta todo lo posible alrededor del factor más definitorio de su vida, la figura de su padre, no consigue hurtar del todo el cuerpo a las estocadas que le devuelve el combate con la memoria.

«Un estafador con la cabeza llena de pájaros que entraba y salía de la cárcel, y que más adelante me llamaría por teléfono desde prisiones en el extranjero para suplicarme que le diese dinero». Así describe a Ronnie –el nombre de pila, nunca padre o, por descontado, ningún apelativo cariñoso-, un hombre que pegaba frecuentemente a su madre, ante cuya puerta el minúsculo David montaba guardia por las noches con un palo de golf para intentar evitar las palizas que le propinaba cuando regresaba a altas horas de madrugada.

Las guardias surtían escaso efecto, claro. «Ciertamente Ronnie también me pegaba, pero solo unas pocas veces, y con poca convicción. Era el proceso de preparación lo que realmente asustaba: el descenso y recolocación de los hombros, la mandíbula que se adelantaba».

Con ese panorama y una madre poco agradecida que le abandona a los cinco años, no es de extrañar que la infancia y primera adultez del joven David fuese un páramo emocional y afectivo. «Mi hermano era el único padre que conocí», añade el autor.

Quizás es esa ausencia de amor la que le arroja en brazos de la patria. A los 17 años, cuatro después del final de la guerra, se describe a sí mismo como el mayor patriota británico del mundo occidental. «Desenmascarábamos espías alemanes en nuestras filas y hacíamos Corps –entrenamiento militar en uniforme—dos veces por semana».

Esos juegos infantiles narrados con distancia irónica le preparan, no obstante, para el momento en el que «una maternal funcionaria de treinta y tantos años llamada Wendy» recluta al niño perdido en Berna, adónde había huido unos años atrás. El Intelligence Corps en Austria será su nuevo hogar, y el interrogatorio de desertores del Telón de Acero su nueva ocupación.

Escritor y espía

Así comienza un viaje que le convertirá en un escritor que antes fue espía. Muchas personas quieren ver a Le Carré como un espía que se convirtió en escritor, entre ellos el propio Denis Healey, exsecretario de Defensa británico, quien le acusó en una fiesta de ser espía comunista, o muchos compañeros del MI6, que le acusarán del mucho menos exclusivo pecado de ser «un tremendo cabrón», queriendo referirse a que hubiese retratado fielmente a los espías británicos y refiriéndose realmente a haber retratado fielmente a los espías británicos con éxito.

Pocas cosas hay que un espía odie más que a un traidor, lo cual es deliciosamente adorable, ya que un espía dedica una buena parte de su tiempo a conseguir que otros traicionen a los suyos. Por eso el joven David fue percibido por los propios como un elemento peligroso cuando sus novelas se convirtieron en éxitos internacionales, a pesar de que él había seguido escrupulosamente las normas del MI6, publicando con seudónimo y omitiendo cualquier hecho relevante o secreto que obrase en su poder.

Por supuesto, la ficción puede que no contenga ni un solo hecho cierto y tener más verdad que todas las páginas de un periódico repleto de ellos. Quizás por ese motivo David acaba renunciando al MI6. Otro posible motivo fue que «El Espía que surgió del frío» le hizo inmensamente rico, y fichar cada día en un puesto de funcionario cuando uno se ha construido un chalé de lujo a pie de pista en los Alpes suizos se hace un poco cuesta arriba.

Llegada a Hollywood

Y el dinero comenzó a entrar en oleadas cuando Hollywood descubrió su obra. Desde la primera adaptación de «El espía…» en 1965, hasta las recientes «Un traidor entre nosotros» y «The Night Manager», ambas de este mismo año, llevamos más de medio siglo viendo versiones de sus novelas en la gran pantalla, casi siempre de gran calidad.

Aunque la meca del cine nunca ha sido un destino agradable para Le Carré, que lamenta más las películas que grandes directores prometieron y dejaron de hacerle que las que realmente le hicieron: «Hollywood es experta en silencio».

Como les decía antes, el autor de esta imprescindible «Volar en círculos» es un escritor que fue espía accidentalmente. Le Carré afirma que llevaba el espionaje en la sangre, lo que le llevó a entrar primero en el MI5 y finalmente en el famoso MI6.

Puede que en esos lugares tan novelescos y fascinantes, y en los hechos de su vida que tan profusamente relata en la obra, Le Carré afirme encontrarse a sí mismo. Pero no es verdad. Quizás ese del que habla sea David Moore Cornwell, pero el hombre que escribe esas líneas, Le Carré, es un escritor de nacimiento, y uno de los grandes, cuya mirada da forma al hecho, y no al revés.

Vean, si no, este párrafo: «Cuando acurrucado en un refugio subterráneo junto al río Mekong oí golpear las balas contra el fango de la orilla por primera vez en mi vida, no fue mi mano la que consignó mi indignación en un cuaderno sucio, sino la de mi valiente héroe de ficción, el corresponsal de guerra Jerry Westerby, para quien ser tiroteado formaba parte de la rutina diaria».

Así no habla un espía, por más que el joven David dirigiese interrogatorios, pinchase líneas de teléfono, allanase casas y ayudase a otros espías. Quizás David Moore Cornwell fuese la paloma que entrase en el túnel, capturada del alero. Pero la paloma que sale al otro extremo, la que esquiva las postas de los cazadores y vuela, libre de la carga de su apellido, en dirección al mar, la libertad y la inmortalidad, es John Le Carré.

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