Rancho Las Voces: Música / Entrevista a Romeo Castellucci
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

martes, mayo 24, 2016

Música / Entrevista a Romeo Castellucci

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El director italiano representa por primera vez en el Teatro Real Moisés y Aarón, obra en la que Schönberg combinó la vanguardia dodecafónica con la Biblia. Castellucci, uno de los grandes renovadores de la escena europea. (Foto: Javier del Real)

C iudad Juárez, Chihuahua. 20 de mayo de 2016. (RanchoNEWS).- Romeo Castellucci (Cesena, 1960) anda estos días previos al estreno (martes 24) de Moisés y Aarón algo contrariado. Los animalistas se le han echado encima por incorporar en su puesta en escena un toro charolés de 1.500 kilos. «Las críticas se basan en mentiras: ni sale al escenario drogado ni se le obliga a hacer nada. Si quiere moverse, se mueve; si no, permanece quieto», advierte. El guirigay mediático ha desviado la atención del acontecimiento lírico: será la primera vez que esta ópera seminal del dodecafonismo se represente en el Teatro Real. Acantonado en uno de sus camerinos con El Cultural, el regista italiano intenta abstraerse de una controversia «banal» y desarrollar las claves de una obra en la que Schönberg fundió la vanguardia con las sagradas escrituras. Alberto Ojeda hace la entrevista para El Cultural.

En su puesta en escena no enfatiza el éxodo, se centra en la dialéctica de las ideas frente a las palabras y las imágenes. ¿Es ahí donde está el núcleo esencial de esta ópera?

No quería presentar una propuesta historiográfica o documental de la travesía del pueblo de Israel desde el desierto del Sinaí hasta los campos de concentración. Simplemente he sido fiel a la literalidad del libreto. En él encontramos a Moisés con su dificultad para expresarse con palabras. Viejo y cansado, recibe un mensaje de Dios a través de la zarza ardiente; es un peso, una responsabilidad que no ha pedido pero que termina asumiendo. Por otro lado, está su hermano Aarón, con su perfil político y sus dotes para la oratoria. Los dos chocan pero a la vez se complementan.

Parece que, en el fondo, Schönberg recrea la teoría de las ideas de Platón: el mundo de los sentidos es sólo una copia desvaída del esplendor de los conceptos puros.

Sin duda. El Moisés de Schönberg es platónico, cree sólo en las ideas y rechaza cualquier representación de Dios. Su estampa en lo alto de la montaña, solo, suspendido casi en el aire, ajeno a lo terrestre, refleja a la perfección esa exaltación de la pureza, que, por otra parte, está destinada a fracasar entre los hombres. Es lo que constata cuando baja y encuentra a su pueblo descontrolado. Quiere reconducir la situación pero le falta el dominio de la seducción de las palabras para conseguirlo. La última frase suya en la ópera es un lamento: «Oh palabra, palabra que me faltas». Es como si estuviera frente al abismo: la tierra prometida ha desaparecido y Dios ya es sólo ausencia. Muy contemporáneo, ¿no? Schönberg nos adelantó lo que venía.

En el segundo acto mancha la indumentaria blanca de los personajes con tinta negra. ¿Es la manifestación gráfica del efecto contaminante que tienen las palabras y las imágenes sobre las ideas?

En el primer acto el pueblo es una masa pura e invisible. Necesita la experiencia: mezclarse con la vida y mancharse para hacerse visible. Es lo que no comprende Moisés, embriagado del aire puro de la montaña. Esas manchas son la vida: el sexo, la violencia, la blasfemia, la oración, el error…

Usted tampoco parece fiarse de las imágenes. Su puesta en escena, en el primer acto, es el vacío absoluto.

Arrancamos en un universo ideal pero poco a poco caminamos hacia la imagen. Pero la imagen desencadena un culto morboso y enfermizo. Mi planteamiento dramatúrgico consiste en documentar esa degradación progresiva que conduce a Moisés a la frustración y la impotencia.

Su propuesta inmune al horror vacui resulta coherente con la trayectoria que viene desarrollando en las últimas décadas Castellucci, uno de los grandes renovadores de las tablas europeas, artífice de un teatro urticante que combate sin tregua el ornato gratuito y estomagante. El regista italiano ve en el manierismo una enfermedad de la belleza. Esa preocupación le emparenta con Rafaello, artista que da nombre a la sociedad artística que fundó en 1981 y que opera como laboratorio de sus experimentaciones, a un tiempo cuestionadas y elogiadas. Las críticas a su radicalidad no le han impedido ser ungido con el León de Oro de la Bienal de Venecia o el nombramiento como Caballero de las Artes y las Letras en Francia.

La obsesión por retratarnos (por ‘selfiarnos') parece también una enfermedad...

Es una enfermedad existencial, una histeria, o mejor dicho, una neurosis. En el fondo es la expresión de un malestar interno y colectivo. La saturación de imágenes y de palabras en este mundo hiperconectado deviene en un rumor blanco y aséptico: al final, en la pantalla, no hay ninguna diferencia entre una persona torturada y el anuncio de un helado.

¿Le parecen más honestas las religiones que no representan a Dios?

La representación de Dios es un problema tan antiguo como el hombre. Hay religiones exuberantes en imaginería, como la hindú. Otras, como la judía o la islámica, conscientes del peligro de la idolatría, son anicónicas. No me corresponde a mí, que no soy religioso, determinar su grado de honestidad. Lo único que creo es que mientras la religión provee a los fieles de respuestas, el arte deja suspendidas en el aire preguntas.

 ¿Y la música, es una vía más directa y eficaz hacia el conocimiento?

La experiencia del arte, incluida la música, es una epifanía individual. Es como mirarse en un espejo. Yo escucho constantemente música, soy muy ecléctico: me encanta la música primitiva, la africana, la sacra, la electrónica, la clásica, ciertas técnicas del canto ajenas a la tradición occidental… Todas me proponen un viaje mental fascinante, sin la referencia limitadora de la imagen. La música no te obliga a ver nada, es invisible.

 ¿Hasta qué punto está Schönberg detrás de Moisés?

Es un autorretrato. Él estaba concibiendo un nuevo sistema de componer música, no basado en la jerarquía de notas tradicional. Vivía la dodecafonía como una misión que debía cumplir. Pero tras muchos esfuerzos finalmente desfalleció, se vio incapaz de comunicarlo al público de su época. La suya es la historia de un fracaso equiparable al de Moisés. Los dos están atravesados por la duda. Moisés cree que quizá se esté equivocando y que, como le sugiere Aarón, el pueblo debe disponer de imágenes que le guíen. Schönberg dudaba de si podía prescindirse realmente de la jerarquía de la escala cromática. Este fracaso es dolorosamente humano y es lo que otorga a esta ópera, aparentemente árida y rígida, una carga emocional muy potente.


Momento de la puesta en escena de Moisés y Aarón. Foto: Bernd Uhlig

Shönberg compuso esta ópera justo cuando Hitler llegaba al poder en Alemania. ¿Cómo valora esta reacción?

Creo que el desencadenante fue una agresión física que sufrió durante un retiro en su casa de campo. A partir de ahí cambió su actitud, porque hasta entonces el judaísmo estaba muy relegado en su vida. Pero al final acabó siendo un sionista convencido de la urgencia de crear el Estado de Israel.

Aunque no se centre en el éxodo, es inevitable comparar a los israelitas en el desierto con los refugiados.

No busco deliberadamente establecer ese paralelismo pero por supuesto está en mi mente. El coro, que encarna al pueblo de Israel, se comporta como el agua: casi invisible, fluye a golpe de los acontecimientos. Pero yo no lo subrayo para que remita a un acontecimiento contemporáneo, huyo del teatro ilustrativo. Debe ser la conciencia del espectador la que complete el significado.

¿Qué papel puede jugar el arte frente a estas tragedias?

El arte no puede mejorar el mundo, ya lo decía Deleuze. No es caridad ni bastan las almas bellas. El instrumento directo para combatir la injusticia y la pobreza es la ley. El arte no incide directamente sobre la realidad pero sí puede sensibilizar la conciencia humana, hacerla más empática. Es el primer paso para el cambio, por eso es fundamental. Ver una película de Bergman o mirar un cuadro de Velázquez me expande el mundo y me libra de estereotipos. En el arte encuentro oxígeno.

También utilizaba usted la idea del desierto para describir la situación de la cultura en Italia bajo Berlusconi…

Pero no se puede comparar con el desierto de Schönberg porque el de Berlusconi era absolutamente banal. No quiero escuchar ya ese nombre.

Pero es un político que también está muy conectado con esta ópera: su hegemonía catódica la empleó para narcotizar a sus potenciales votantes.

Cierto: él es uno de los artífices de la narcolepsia social. Ahora en Italia la situación de la cultura no es mejor, digamos que es menos mala. Antes había muchas dificultades, sobre todo ligadas a la falta de recursos. Pero hay que decir también que esta carestía se ha usado como excusa para no hacer nada. En tiempo de crisis es cuando los artistas deben sacar lo mejor de sí mismos. Si te quedas parado, le haces el juego a los poderosos. Si tienes mucho dinero, perfecto. Si no lo tienes, pues haces algo más pequeño. Sea como sea, debes lanzar tu discurso.

En busca de la ópera radical

 ¿Cambia mucho su método de trabajo en la ópera respecto al teatro?

Cambia porque la técnica es distinta. En la ópera hay un elemento que te viene dado, la música. El tiempo del discurso músical te obliga a habitar en una casa ya diseñada, con sus habitaciones delimitadas. Es una pequeña falta de libertad que puede convertirse en una bella oportunidad de encuentro con el compositor. De todas formas, yo no puedo abordar el melodrama italiano: Verdi, Donizetti... Sus pequeñas historias me constriñen. Necesito la mitología, porque esta me da pie a ser universal.

 ¿Cómo puede ganarse la ópera al público en este mundo digital?

No hay fórmula, cada uno tiene la suya. Yo intento ir a la raíz. No digo que lo consiga, sólo que lo intento. Busco imágenes no inmediatas sino con una fuerza radical. No son una respuesta a la hipertrofia visual de los media, es simplemente mi alternativa.



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