.El escritor francés. (Foto: Daniel Mordzinski)C iudad Juárez, Chihuahua. 24 de agosto 2009. (RanchoNEWS).- Para Pierre Michon, auténtico autor de culto, entre los límites de la escritura y el clasicismo, «la literatura tiene siempre algo de litúrgico». El escritor francés publica Mitologías de invierno / El emperador de Occidente. Una entrevista de José Manuel Fajardo para El País:Pierre Michon publicó en 1984 su primer libro, Vidas minúsculas, cuando tenía casi cuarenta años. Una edad tardía en estos tiempos de obsesión colectiva por lo juvenil. Un texto que se transformó casi de inmediato en libro de culto en Francia. Desde entonces, ha ido publicando una docena de títulos que le han convertido en una de las figuras clave de la narrativa francesa contemporánea. Textos siempre escuetos, cuya brevedad tiene las virtudes de la destilación: transparencia en el estilo y fuerza embriagante. Como un trago de licor.En España se habían traducido cuatro de sus obras (
Cuerpos del rey,
Señores y sirvientes,
Rimbaud el hijo y
Vidas minúsculas, todas ellas en Anagrama), y ahora la editorial Alfabia publica
Mitologías de invierno / El emperador de Occidente, traducido por Nicolás Valencia y prologado por Ricardo Menéndez Salmón. Un breve volumen de 166 páginas con dos textos que son dos verdaderas joyas. Puro Michon concentrado.
Hay algo en la fisonomía de Pierre Michon (Cards, 1945) que parece acomodarse a su estilo literario. Enjuto, de rasgos marcados hasta lo dramático, se percibe sin embargo en sus gestos y en su mirada un eco de humor e ironía. Su manera de hablar es pausada, pero los cigarrillos que encadena durante la conversación dejan entrever otros fuegos. Da la sensación de que una poderosa tensión interna lo devora, de que su cuerpo ha ido consumiéndose con cada libro que ha escrito. Cosa que no parece en absoluto disgustarle. Como un santo literario que se arrojara gozoso a la hoguera.
Michon publicó
El emperador de Occidente inmediatamente después de
Vidas minúsculas, y en él narra el encuentro, en una islita italiana, entre el joven Flavio Aecio (que años después será el vencedor de Atila) y el viejo Prisco Atalo, un músico que durante un tiempo fue emperador títere, impuesto en Roma por el rey bárbaro Alarico, hasta que el legítimo emperador lo recluyó en esa isla. «Un amo del mundo que no dominaba nada», dice el relato.
«Lo escribí», explica Michon, «porque
Vidas minúsculas era autobiográfica y transcurría en la campiña del centro de Francia y tenía miedo de que me etiquetaran como un autor regionalista. Necesitaba escribir sobre un lugar que no tuviera nada que ver con esa región ni con mi vida. La historia la encontré en el libro de Gibbon sobre el Imperio Romano. Eran sólo diez líneas sobre el personaje de Prisco Atalo, pero no busqué más, no investigué nada. Ya tenía la excusa que necesitaba para alejarme del universo de
Vidas minúsculas».
En
Mitologías de invierno, el otro texto que compone el libro, se cuentan algunas vidas de reyes y monjes de Irlanda y de Escocia, aunque la mayoría de los relatos versan sobre personajes que vivieron en diferentes momentos históricos (santas y obispos medievales, campesinos durante la revolución, antropólogos y espeleólogos del siglo XIX) en la región del Macizo Central francés. Una sobrecogedora región de grandes mesetas calcáreas (llamadas causses), horadadas por los cañones de ríos tortuosos. Michon los escribió por encargo y «eso, en cierto sentido, me hizo bien», recuerda. «Tenía que escribir, tenía una libertad total para hacerlo y me propuse tomármelo como un reto».
La conversación tiene lugar en las oficinas de la editorial francesa que publica a Michon, a dos pasos del cementerio parisiense de Père Lachaise donde reposan los restos de grandes escritores como Wilde, Balzac o Proust, y también los de hombres de poder, como el dictador dominicano Trujillo, el mariscal Murat o el miembro del directorio, durante la Revolución Francesa, Paul Barras. Un capricho del azar que transforma al cementerio en espejo de piedra donde se refleja uno los principales temas abordados por Michon en
Mitologías de invierno / El emperador de Occidente: la relación entre poder y arte. Cuando le señalo que su reivindicación de la literatura por encargo rompe con la idea moderna del escritor independiente enfrentado al poder, Michon me recuerda que «muchos escritores a lo largo de la Historia han escrito para el poder, pero a la vez incordiaban a ese poder en los mismos textos que éste le había pedido que escribieran. Los mejores textos se han escrito así, por encargo pero traicionando en cierto modo a quien los encargaba».
En
El emperador de Occidente se describe la relación entre el rey Alarico y el músico Atalo como una especie de combate, basado en la mutua admiración. Algo frecuente en los textos de Michon: «Mis personajes establecen relaciones ambivalentes, de amistad fuerte, de pasión y, a la vez, de antagonismo. Ya sea como rivales, ya como relaciones de padres e hijos.
En Rimbaud el hijo, por ejemplo, está la relación entre el poeta y su madre, muy amorosa y a la vez muy tensa. Quizá ahí haya también algo de autobiográfico. Si pienso en mis relaciones familiares, ésa ha sido una manera de relacionarse a la que he estado muy habituado en mi vida, aunque ahora mucho menos».
Una ambivalencia que en el caso del brutal rey Columbkill, de
Mitologías de invierno, capaz de desatar una guerra para hacerse con un libro de salmos, mueve a preguntarse por las razones de que alguien que no duda en arrasar pueblos enteros sea capaz también de amar el arte. «Todos esos reyes guerreros, matadores, llevan algo dentro de sí que representa el apetito estético», responde Michon. «Algo que les hace descender de su pedestal de poder, algo que les falta y que les humaniza. La literatura y el arte, con su belleza, hacen mejor a la Humanidad, pero se levantan sobre un acervo de fatalidad. Los grandes pintores y escritores muestran eso: la belleza de la vida y también la muerte, la crueldad, la tragedia. Los hombres de poder suelen conocer la experiencia de matar o de ordenar matar, y quizá por eso pueden ver claramente las implicaciones mortales, trágicas, de una obra de arte». Una reflexión que le lleva al recuerdo del relato de Borges titulado
Los teólogos: «Son dos teólogos, Aureliano y Juan de Panonia, que se admiran enormemente pero que se esfuerzan en enviarse mutuamente a la hoguera por sus discrepancias. Al final, en el Paraíso, Dios los confunde porque para él los dos eran uno solo. Es una historia admirable, de una ironía total».
Si la Historia es uno de los pilares sobre los que se levanta la obra de Pierre Michon, no menos importantes son los textos en los que habla de las vidas de otros escritores. Eso ha llevado buena parte de la crítica a relacionar su literatura con la de esos autores y, en particular, con la de William Faulkner. Ciertamente, hay una pasión biográfica en Michon, pero las suyas no son biografías exhaustivas. No pretende contarlo todo. Suele elegir dos momentos precisos para acercase a cada vida: la infancia con sus orígenes familiares y el tiempo en que el personaje aún no se ha transformado en quien será, aunque existan ya augurios de ello. Rimbaud antes de convertirse en el poeta Rimbaud. Flavio Aecio antes de convertirse en el general Aecio vencedor de la batalla de los Campos Cataláunicos.
Michon no tiene inconveniente en reconocer que su interés por las premoniciones tiene más de Borges que de Faulkner. «Me interesan los signos del destino», argumenta, «y ésa es una influencia borgiana, sobre todo de sus relatos sobre gauchos. En mis textos suelo hablar de Faulkner, lo admiro, pero no hay ninguna influencia de su escritura sobre la mía. No tienen nada que ver. Lo que Faulkner y Borges tienen en común, para mí, es la capacidad de hacerme llorar como una muchacha. No sé por qué. Hay algo en ellos que me emociona hasta ese extremo».
Un pasaje de E
l emperador de Occidente, la despedida del joven militar y el viejo emperador exiliado, parece responder a ese código emocional. Aecio abandona la isla y desde su nave ve al anciano solitario. Salta sobre el puente del barco, agitando su capa a modo de despedida, y el viejo emperador le hace un leve gesto con el brazo. Y el lector siente en la escena una conmoción cuyo origen revela el mismo Michon: «Me acuerdo bien y eso que hace ya muchos años que lo escribí. Casi oigo el ruido de las tres filas de remos hundiéndose a la vez en el agua e impulsando la nave. ¡Shiiiiip!». Con los dos brazos, Michon reproduce el gesto de los galeotes, con tanta convicción que por un momento parece que estamos en el vientre de una embarcación romana y no en un despacho editorial parisiense, luego continúa: «¿Se acuerda de la película
Satiricón, de Fellini? En ella se veía una galera con ese movimiento sincronizado de los remeros. Esa galera es la que tenía yo en la cabeza cuando escribí ese pasaje. La galera y también el adiós a mis abuelos paternos. La última vez que los vi partir, en un coche, me despedí de ellos exactamente con el mismo gesto que mi personaje. Cada vez que escribo sobre un tema tan alejado como la Antigüedad o la Revolución Francesa, me esfuerzo por incorporar de manera solapada cosas que yo he vivido. Para que los textos ganen en emoción, para emocionarme yo mismo».
Y la conversación deriva hacia la embriaguez de la escritura. Ese estado de gracia en que el texto fluye casi sin intervención de la conciencia. «Es algo mágico», explica con mirada brillante, «sobre todo cuando se acerca el final del libro, como si el sentido del mundo se hiciera visible. Entonces, uno escribe no sólo con el ritmo de la lengua sino con el ritmo del mundo. Como si Dios existiera y hubiera puesto su mirada sobre uno. Claro que luego terminas de escribir y ves que las cosas no son así». Una constatación que le ha llevado a hablar del «invierno impecable de los libros», explica, porque la suya es una literatura que se mueve, metafóricamente, entre junio y diciembre, como si fueran dos dioses. «El calor de la vida y el frío de la muerte, pero un frío que es como la nieve, casi maternal. También preserva la vida para que pueda renacer. El momento de la escritura es el de la llama de la existencia, pero termina en cenizas. Sólo al ser leído vuelve a brotar el fuego de entre las cenizas del libro».
En
Mitologías de invierno, un obispo pide a un trovador que componga un poema sobre una santa, para convencer a los nobles locales de que respeten las tierras del monasterio. Le dice que para convencerlos tendrá que mentir, y le advierte de que «la verdad que pongas en el corazón de tu mentira será lo único que podrá absolverte». Cuando le pregunto si no es ésa acaso una buena definición de la ficción literaria, Michon, con una sonrisa burlona, responde que «ese obispo había comprendido todo de la literatura». Y para explicar su propia concepción de la escritura, evoca a Paul Nizan: «Usted sabe que Nizan era marxista y decía que hay que desconfiar de los escritores que quieren llevar el objeto literario a la temperatura de un dios. Evidentemente, hay que colocar esa frase en su momento histórico, que es muy diferente del que vivimos hoy. Pero lo que a mí me gustaría hacer es exactamente lo que le hacía desconfiar, elevar la escritura a esos extremos».
Sólo que Michon, para elevarla, la hunde en el terreno. Como si escribiera en vertical. «Faulkner decía que sólo tenemos para escribir el espacio de un sello de correos, pero si se profundiza debajo de ese sello hay un planeta entero», explica. Y profundizando sobre las mesetas calcáreas del Macizo Central francés, Michon termina por convertir la Naturaleza en el gran protagonista de su literatura. Paisajes sobre los que superpone las pasajeras vidas de los hombres. Quizá por eso en su obra «hay siempre un cierto sentido sacro, como en los griegos antiguos que veían dioses por todas partes. Incluso si no hay Dios, si no somos más que un puñado de huesos, es maravilloso. Por eso la literatura tiene siempre algo litúrgico. En uno de mis textos cuento un hecho que me ocurrió realmente. En 2001, mi madre agonizaba en el hospital. Yo veía que se moría y no pude soportarlo. Me largué. Cuando regresé al cabo de un rato, su cuerpo todavía no se había enfriado. Me dije que tenía que rezar y de pronto me vino a la memoria un poema de François Villon,
La balada del ahorcado. Y empecé a recitar sus primeros versos: 'Hermanos hombres que después de nosotros vivís'. Ésa fue mi oración».
Durante toda su infancia y juventud, Michon sintió la fascinación de esa escritura-plegaria, pero también la impotencia creativa. «Me aprendía de memoria poemas de Victor Hugo, de Baudelaire», recuerda. «Me encantaba su sonoridad. Pero ese tipo de literatura ya no se hacía. Así que durante quince años, a pesar de que quería escribir, estuve bloqueado. Tenía miedo de que se rieran en mi cara. Hasta que conseguí ajustar lo solemne y lo prosaico en una narrativa que de alguna manera aspirara a producir el mismo efecto que aquellos versos».
Quizá ser un autor tardío explique por qué Pierre Michon eligió como referencia a Rimbaud, un escritor precoz: «Para mí Rimbaud es lo contrario de lo que yo soy. Como Evaristo Carriego para Borges. Lo fascinante en Rimbaud es que ese muchacho de 17 años tenía la mirada y la información literarias de un hombre de 80. Un prodigio que quizá nunca vuelva a repetirse».
Hace veinticinco años que publicó su primer libro y uno de sus personajes dice algo que suena casi a balance: «Es un hermoso oficio el oficio de escriba». Frente a quienes presentan la escritura como un acto doloroso, Pierre Michon parece reafirmar la alegría de escribir. Se lo pregunto y su respuesta es contundente: «Es que yo sufro cuando no escribo. Entonces sí que estoy realmente mal».
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