Rancho Las Voces: 04/01/2004 - 05/01/2004
Para Cultura, el presupuesto federal más bajo desde su creación / 19

sábado, abril 24, 2004

ANUNCIO

Telón de Arena invita a la comunidad artística, dramaturgos, directores de escena, actores, promotores, coreógrafos, performanceros, investigadores, periodistas, académicos y trabajadores de la cultura en general, a participar en su página electrónica: telondearena.com en donde destinará un espacio dedicado a la difusión de trabajos relacionados con la actividad escénica y los procesos culturales que la atañen:

Bitácora
textos e imágenes en escena

Se podrá publicar en este espacio:
* Obra dramatúrgica (original, traducciones o adaptaciones literarias)
* Reseñas, crónicas periodísticas o textos críticos
* Ensayos, artículos, ponencias o reportes de investigación
* Entrevistas
* Fotografía
* Bitácoras o reflexiones sobre puestas en escena

Requisitos
* Los textos se reciben en formato word y pueden enviarse como documento adjunto al correo electrónico: contacto@telondearena.com; o por envío postal, en impresión y disket, a las oficinas de Telón de Arena ubicadas en Diógenes 29, Fracc. Monumental, en Ciudad Juárez, Chih., México
* El material gráfico debe estar digitalizado y su envío puede ser por correo electrónico o envío a la dirección antes citada
* La extensión para los trabajos escritos es libre y para la inclusión de material gráfico se considerarán máximo seis fotografías
* Los trabajos que no sean obras de teatro deberán acompañarse de un abstract o resumen de un párrafo sobre la temática que se aborda, en caso de entrevistas una semblanza del personaje que se trabaja.
* El primer trabajo enviado por autor deberá estar acompañado de un breve resumen biográfico (un párrafo), y los siguientes datos: nombre completo y seudónimo en su caso; dirección postal, dirección electrónica; teléfonos; profesión o principal actividad y una fotografía personal (opcional).
* En caso de que se trate de trabajos con aparato crítico o referencias, se incluirá al final del documento. Las referencias deberán presentarse bajo el siguiente formato básico:
Nombre completo del autor ("Título del capítulo"), Título del libro. Editorial, lugar de edición, año de edición, páginas.
Revistas: Nombre completo del autor, "Título del artículo", Título de la revista. Número, volumen, fecha, páginas.
Fuentes electrónicas: // dirección electrónica> (fecha de la consulta).

Condiciones de publicación
* Todas las publicaciones aparecerán firmadas y con un correo electrónico de referencia.
* Telón de Arena no se hace responsable de las opiniones o contenidos de los trabajos publicados.
* Los trabajos inéditos enviados deben incluir una nota en donde el autor solicita o autoriza su publicación en esta página electrónica.
* Los materiales se someterán a una revisión ortográfica y se publicarán máximo tres días después de su recepción
* Telón de Arena se reserva el derecho de selección del material.

ANUNCIO

Nomus Travellers´Caffe está abierto de jueves a sábado, de 6 de la tarde hasta la medianoche y está ubicado en Ignacio Ramírez 526 Sur. Colonia Silvias. Ciudad Juárez

Próximamente la exposición: He cometido el peor de los pecados.

jueves, abril 22, 2004

NOTICIAS

Los poetas mueren jóvenes, según estudio

Por Maggie Fox

WASHINGTON (Reuters) - Los poetas mueren más jóvenes que los novelistas, los dramaturgos y otros escritores, dijo el miércoles un investigador estadounidense.

Podría ser porque los poetas suelen sufrir intensamente y tienen tendencias autodestructivas, pero también podría ser porque muchos poetas alcanzan la fama de jóvenes y sus muertes prematuras llaman mucho la atención, expresó James Kaufman, del Instituto de Investigación del Aprendizaje de la Universidad Estatal de California en San Bernardino.

En su investigación, publicada en la revista Death Studies, Kaufman estudió a 1.987 escritores que murieron hace varios siglos en Estados Unidos, Europa del Este, China y Turquía.

El científico clasificó a los autores como escritores de ficción, poetas, dramaturgos, ensayistas, historiadores y biógrafos. Pero no estudió las causas de su muerte.

"Entre los escritores norteamericanos, chinos y turcos, los poetas murieron mucho más jóvenes que los autores que no escribían obras de ficción," escribió Kaufman en el estudio. "En toda la muestra, los poetas murieron más jóvenes que todos los escritores, tanto los de ficción como los de no ficción."

Como Kaufman estudió a algunos escritores que vivieron hace cientos de años, es posible comparar la edad promedio a la que murieron con la de la población general.

"Como promedio, los poetas vivieron 62 años, los dramaturgos 63, los novelistas 66 y los escritores de obras que no son de ficción vivieron 68 años," dijo Kaufman en una entrevista por correo electrónico.

Kaufman también estudió la incidencia de enfermedades mentales entre los poetas.

"Lo que encontré fue muy consistente con los hallazgos de muerte. Las poetas tenían más tendencia a las enfermedades mentales que cualquier otro tipo de escritor o cualquier otro tipo de mujer eminente," informó.

"He bautizado esto como el Efecto Sylvia Plath," dijo.

Syvia Plath fue una poeta y novelista que se suicidó en 1963 cuando tenía 30 años.

sábado, abril 17, 2004

NOTICIAS

Armando la biblioteca de Babel
Beatriz de Moura, editora de Tusquets

JOSEP MASSOT - 02:47 horas - 12/04/2004 /La Vanguardia

Beatriz es de Moura. De Moura no es un lugar ni un territorio, es un genitivo que en ella no indica pertenencia a nada ni a nadie, y si tuviera que vincularse a un verbo, sería un verbo de memoria y olvido. Porque Beatriz, dice la etimología, viene de feliz; pero más remoto en el tiempo, significa viajera. Así que la imagino viajando feliz, excéntrica de su nombre. De Moura es un bisabuelo que poseía un grandioso ingenio azucarero en Itiparicurú-Mirim, en el estado de Marañón, Brasil, tan extenso como España. De Moura es también su abuelo, un ilustrado seguidor de Benjamin Constant, ingeniero, matemático, positivista, tal vez masón, y general de genio, que estuvo con 18 años en la conjura republicana que derrocó al emperador portugués don Pedro II y después encabezó la rebelión democrática, por supuesto militar, cuando Getulio Vargas quiso imponer una dictadura y que él pagó no con la cárcel, sino con un agravio peor: la pena de degradación con el despojamiento público de sus condecoraciones, honores e insignias. Todo un personaje, Astinphilo de Moura, que antes de ser general encabezó una expedición científica para localizar en el centro de Brasil una zona propicia para alzar la capital del país, y que podría protagonizar una de las muchas novelas que tiene en su memoria Beatriz de Moura.

Hace poco –en Brasil ha vivido en total poco más de tres años– quiso visitar la antigua plantación familiar y halló un inmenso palmeral, sin rastro de las casas, aunque sí una certeza intuida: “No tengo raíces y sigo sin tenerlas: si pertenezco a algún ámbito es al mediterráneo, a su luz, al mar, a su clima, a su cultura”. Lo empezó a descubrir cuando otro De Moura, su padre, fue destinado a la embajada de Argel, tras una breve estancia en Quito, cuando ella apenas tenía seis años y una hermana enferma que le quitó el sueño. Beatriz crecía libre e indisciplinada –“no me gustaría haber estado en la piel de mi madre”, comenta riendo–. Guapa, moderna, orgullosa y terca, estalló su adolescencia en la Roma de la “dolce vita”, de las motos y de los bares de Via Veneto y Piazza Spagna, siguiente destino de su padre, escapando de la disciplina férrea de éste y adiestrándose encantada en la del Liceo Francés, donde un claustro de profesores entusiastas de la literatura le transmitió para siempre la solidez analítica de los textos y le contagió la pasión exigente por las letras, una exigencia que le hizo archivar los cuentos que escribía desde pequeña y que llegó a publicar en “Le Journal d'Argel”. Porque ella quería ser periodista para viajar y vivir aventuras maravillosas vinculadas a sus lecturas, como las de Tintín o “La cartuja de Parma”.

Tras una crisis mística entre fiestas de los cachorros de la alta burguesía romana, se reencontró con el español en Chile. Una breve estancia en Río de Janeiro hizo más clamoroso su espanto al aterrizar en la Barcelona gris de 1956. Recuerda “un pijerío insoportable,las tienduchas minúsculas en las entradas de las casas, los porteros agazapados bajo la luz enfermiza de las bombillas que colgaban de un hilo mugriento y, sobre todo, un silencio aplastante”. Acabado el bachillerato, su válvula de escape fueron el Instituto Francés y su ático, en la torre vecina a la de los Goytisolo, donde bailaba rock and roll con sus amigos. Rebelde aún sin causa, la encontró dolorosamente al querer estudiar una carrera y toparse con la negativa de su padre, que la destinaba al tradicional “beau marriage”. Empecinada, marchó a Ginebra a estudiar en la Escuela de Intérpretes e iniciarse en las amistades peligrosas. En su casa –“bon vivant” antifranquista, pero liberal conservador, su padre; religiosa su madre– detectaron enseguida el peligro de desvío y le prohibieron regresar a Suiza. Ella, libre y terca, transgredió la norma y se quedó sin casa. Pasó de niña bien a tener que ganarse la vida con mil trabajos de subsistencia, mientras pasaba clandestina la frontera con el coche forrado de ejemplares de “Mundo obrero”, blindada por el pasaporte diplomático. En Ginebra estudió tres carreras y se dio cuenta de que no servía para la velocidad de la traducción simultánea. Cuando eligió retornar a Barcelona –su padre ya estaba en otro destino, al otro lado del Atlántico–, consiguió trabajos de traducción literaria mal pagados hasta que entró en Gustavo Gili, donde coincidió con Cirlot, y después en la Enciclopedia Salvat. Fue el principio de su vida central en la cultura barcelonesa, la prehistoria aún de la “gauche divine”. Deslumbró como mujer culta, cosmopolita y libre y después como la editora que ha forjado, en España y América, una biblioteca imprescindible para conocer el pensamiento, la ciencia, la narrativa y la poesía contemporáneas: Tusquets.

Beatriz de Moura
LA VANGUARDIA - 02.47 horas - 12/04/2004

Beatriz de Moura es divertida, exigente, tozuda, cariñosa, temible, geniuda, rigurosa e impulsiva, todo a la vez y en todos los idiomas de cultura. Verla en el Frankfurter Hof pasando del inglés al italiano, del francés al portugués o al español, según la nacionalidad de sus interlocutores, de editores y periodistas a premios Nobel, es un espectáculo fascinante. Tiene pasaporte diplomático para sentirse como en casa propia en la alta literatura que nace de la inteligencia, la que no conoce fronteras geográficas ni aduanas idiomáticas. Demasiado exigente para ser más prolífica con sus textos literarios, es una narradora oral que cautiva en todos los géneros literarios, desde la sátira hasta el pensamiento grave. Como cuando relata su caída del caballo del comunismo mientras viajaba fervorosa a Moscú y su avión –el día que estalló la crisis de Bahía de Cochinos– fue desviado a Leningrado y de noche, en una tétrica sala desastrada, interrogada por la policía soviética, tuvo que recurrir al consejo que le había dado Luis Goytisolo para escabullirse de las celadas que en España tendía la policía franquista. Fue cuando decidió abolir la estatua equivocada del idolatrado Sartre y pasarse al bando del vilipendiado Camus, su cómplice argelino, escéptico, radical entusiasta del ser humano en revuelta

miércoles, abril 14, 2004

Cine
La importancia de llamarse Peter (Pan)

“Peter Pan”, de P.J. Hogan, recupera la figura del eterno adolescente encarnada, como en el original, por un niño. Esta nueva adaptación del clásico de J.M. Barrie cuenta, además, con un digno y torturado Hook

Peter Pan y Hamlet no son tan distintos: dos atribulados príncipes fuera del mundo, que sufren el pesar adulto

RODRIGO FRESÁN - 14/04/2004 / LA VANGAURDIA

Las Navidades pasadas decidí que finalmente era el momento de ir a Londres a conocer un lugar en el que nunca había estado pero en el que había vivido por dos años durante la escritura de una novela: Kensington Gardens. Hacía frío, el cielo era gris, y poco me sorprendió descubrir que la estatua de Peter Pan era mucho más pequeña de lo que yo la había imaginado. La ficción -por más que esté apoyada sobre hechos y lugares y personas reales- parece gozar, siempre, de esa altura y perspectiva de la mirada de un niño: todo se piensa o se recuerda o se imagina en grande, más grande de lo que en verdad es o fue. Tal vez por eso James Matthew Barrie -padre de la criatura que aquí nos ocupa, escritor escocés que apenas superaba el metro y medio de altura- jamás perdió esa capacidad infantil para ver y vivir las cosas.

Londres era el escenario de una batalla silenciosa y feroz entre dos mitos británicos: el duelo a muerte en las taquillas entre las recién estrenadas adaptaciones cinematografícas de “El retorno del rey” y “Peter Pan”. Una exposición sobre el libro de J R. R. Tolkien era un arrollador éxito de público en el Science Museum, mientras que el niño eterno creado por J. M. Barrie flotaba en los escaparates de Harrod's. No hace falta que lo diga: Frodo le ganó a Peter por K.O. en el primer asalto. Las razones de tan aplastante victoria son sencillas: Peter Pan, seguro, volverá a filmarse una y otra vez en busca de una perfección inalcanzable; mientras que nadie en su sano juicio se atreverá a intentar mejorar lo que consiguió el neozelandés Peter Jackson con su versión de la Trilogía de los Anillos. Tal vez por eso decidí postergar la otra película hasta que, de regreso en Barcelona, días atrás, una tormenta me obligó a buscar refugio en el primer cine que encontré. Daban “Peter Pan”.

Peter Pan --dirigida por el australiano Paul John Hogan, hijo de Paul “Cocodrilo Dundee” Hogan, y director de esas dos eficaces comedias matrimoniales que son “La boda de Muriel” y “La boda de mi mejor amigo”- no es una mala película; pero jamás podría ser una gran película. Del mismo modo que resulta imposible filmar versiones que le hagan justicia a “Drácula” o a “El gran Gatsby” -al igual que la creación de Barrie, otros dos héroes posesivos que requieren de la mirada de narradores por escrito que los justifiquen y los rediman- no hay placer alguno en ver a Peter Pan porque, sencillamente, accedemos a él a través de la mirada de Wendy; que es la misma mirada de Jonathan Harker a la hora de visitar al maldito vampiro y la de Nick Carraway a la hora de visitar al magnate maldito. Aún así -partiendo de este imposible- la película de Hogan tiene sus méritos atendibles y sus innovaciones discutibles.

Entre los pros, por fin, hay un niño haciendo de Peter Pan (aunque la sonrisa entre boba y perversa de Jeremy Sumpter acabe agotando un poco) y un digno y torturado Hook (Jason Isaacs, quien también fuera villano en uno de los filmes de la serie “Harry Potter”, conectando así el pasado y el presente de la literatura infantil) que, como se especifica en la obra original anterior a Freud, tiene el mismo rostro del padre. Las revisiones del mito –suele ocurrir– son más discutibles: el beso orgásmico de una Wendy muy Lolita (Peter Pan nunca soportó que lo toquen); los colores demasiados brillantes y la compulsión voladora (que llega a contagiar a Hook, quien aquí no vacila en mostrar su muñón y cambiar de garfios como si se trataran de gadgets de 007); la insufrible Campanita de Ludivigne Seigner; la un tanto obvia e inventada para la ocasión Tía Millicent (quien, quizá sin que los guionistas lo sepan, lee “La guerra de los mundos” del célebre sátiro H. G. Wells, escritor a quien la sufrida Mary Ansell, mujer de Barrie, le confesó epistolarmente la impotencia sexual de su marido); el hincapié en la relación disfuncional entre padres e hijos (que parece invocar a Mary Poppins haciendo de este Peter Pan un involuntario consejero familiar) y dos momentos formidables: la aparición de las sirenas (que hace pensar en lo que podría haber llegado a hacer Tim Burton con todo esto) y la resurrección de Campanita (en el teatro, Peter Pan pedía y pide a los espectadores que aplaudan y así manifiesten su fe en las hadas para traerla de vuelta a la vida). Se extraña la coda que agregó Barrie luego de estrenada la obra y que añadió a la versión novelizada: un final con una Wendy ya madre que entrega a su hija a un Peter Pan que vuelve a reclamarla para vivir nuevas aventuras en una Neverland más aburrida, porque Hook ya duerme el sueño eterno en las tripas de un cocodrilo.

La sensación final es la misma de contemplar una –otra– de esas adaptaciones de Shakespeare con toques modernos e innovadores que nos hacen añorar de inmediato la perfección primaria. Tal vez de eso se trate la manipulación de los clásicos: de fortalecerlos faltándoles el respeto. “Todos los niños, menos uno, crecen” y “Morir sería una aventura terriblemente formidable” son, sí, mantras y “slogans” que gozan y hacen gozar con una inmortal potencia shakespeareana. Después de todo, Peter Pan y Hamlet no son tan distintos: dos atribulados jovenes príncipes fuera del mundo y del tiempo sufriendo los infantiles pesares del mundo de los adultos.

Rodrigo Fresán
Escritor argentino (Buenos Aires, 1963) afincado en Barcelona. Su última novela “Jardines de Kensington”, es una recreación de la figura de J.M. Barrie, el creador de “Peter Pan”, así como una evocación del Londres de los años sesenta

Peter Pan
(Estados Unidos, 2003). Nueva adaptación dirigida por Paul John Hogan y protagonizada, entre otros, por Jeremy Sumpter (Peter Pan), Rachel Hurd–Wood (Wendy) y Jason Isaacs (Hook)


ARTICULOS

La nueva moral

MARÍA ZAMBRANO - 14/04/2004 / La Vanguardia

Artículo publicado en “La Vanguardia” el jueves 27 de enero de 1938, año en el que se instala en Barcelona hasta su exilio en enero de 1939

La moral, la moral que necesitamos, va teniendo tantas dimensiones como la vida misma. Todavía pesa sobre nosotros la larga tradición ascética, según la cual lo moral era obtenido siempre por eliminación, por vía de purificación, empleando el propio lenguaje ascético. Desde la vida se nos trasladaba a la moral dejando cosas, abandonando parte de la rica superficie del mundo, renunciando a la complejidad del ser que nos transmitía la sensibilidad, reduciendo nuestras pasiones, clarificando, mediante la lógica, nuestros pensamientos. La moral seguía, con respecto al ser humano, el mismo camino de la lógica: reducir, aclarar; en suma, abstraer.

Moral de la purificación raramente compatible con una actividad externa, pues ella sola consumía las más profundas energías que un hombre pudiera tener. Sólo por caso excepcional era compatible esta lenta y trabajosa subida a la interior perfección, con la furia capaz de someter al mundo. La más clara expresión de que así era, la encontramos en la dualidad de vida que ya se pensara en términos griegos: vida activa y vida contemplativa; acción y teoría.

Hija de esta dualidad es la actual lucha en que se divide el mundo. Con ser tanta la potencia del hombre, no ha sido suficiente para llevar la moral de purificación allí donde hacía más falta, o sea a lo más activo e impuro. Hoy sentimos como culpable el no haber exigido a la pureza moral la integridad de contenido humano necesario para que, a la postre, el hombre concreto de carne y hueso no se sintiera desamparado, sin más horizonte delante de sus pasiones que sus pasiones mismas; sin más ley sobre sus instintos que el crecimiento desbordado de sus exigencias. Culpa de no haber contado con la indocilidad fundamental de la fiera que el hombre alberga en su pecho; culpa –y esto es lo más irónicamente cruel– de los mejores, de quienes fueron capaces de cumplir con el riguroso programa ascético, demostrando así que era posible a los hombres el ser héroes, el ser santos.

Suceden hoy tales cosas que nos mueven a reprochar a los mejores ejemplares de humanidad el haber ido tan lejos en su afán de perfección. Tiene tal ceño la vida, la vida de todos los días y de cada hora, que nos mueve a alzarnos en rebeldía contra lo que más admiración nos ha causado y que en años de mocedad soñamos quizá en imitar. ¿Por qué nos han sido presentados tales ejemplos de exquisitez moral, de belleza en la conducta, si luego el hombre es capaz de llegar hasta extremos inconcebibles de obscura perversión, de ciega maldad sin fondo?

Pero, aun antes de ahora, hace ya tiempo que la rebeldía contra el mundo ideal que la tradición religiosa cristiana nos había dejado, aun a través de las ideas más alejadas de ella, se había manifestado. Rebeldía que era desesperación al ver el bello ideal imposible de realizarse, y al mundo, por su parte, cabalgado desbocado, sin freno ni dirección. Era menester ponerse en contacto con la realidad inmediata, bajar a la tierra, descubrir de nuevo el mundo, reivindicar la materia, hundirse en la vida y aceptarla sin imponerle demasiadas condiciones, sin someterla a ninguna purificación, aceptándola íntegra en toda su impureza.

Nos lanzamos entonces a vivir y, más que con fe, con curiosidad de ver qué daría de sí la vida cuando se la entregaba a sí misma, cuando al fin ya no se la pedía que se pusiera por encima de sí misma. Ha habido una entrega a la vida inmediata sin pedirle cuentas; una aceptación sin límites de lo que ella de por sí nos ofrecía; en resumidas cuentas, una divinización de la vida espontánea, de la vida como fuerza autónoma e irresponsable. Los pensadores germanos, maestros en el delirio y en todo lo desmedido, han dado la pauta de este desvarío y se han mordido la cola teorizando la irracionalidad, justificando con un pensamiento, nunca más traidor a sí mismo, la irrefrenable violencia y, apresurados siempre en las identificaciones, identificaron sin más la vida en su plenitud con la violencia, con la fuerza sin forma y sin límite.

Sin forma y sin cara: horrible vida, estallido de fuerza ciega en el vacío. Se llama fascismo, aunque su espantosa negrura no tiene en realidad nombre; su nombre tendría que ser el que designe a todo lo negativo, a todo lo que no es sino para destruir.

Pero todas estas experiencias que en brevísimos años consumimos, si es que no nos consumen, nos exigen una nueva moral, más rica, más completa y total que la que nos ha llegado de la vieja y larga tradición grecocristiana. Porque hoy descubrimos que de nuevo la vida, por sí misma, nos exige una moral y no se puede mantener sin ella; al mostrársenos en todo su horror la violencia desatada, descubrimos que la vida no puede mantenerse en la irracionalidad, que el caos no es posible.

Una necesidad de orden, de ley, de responsabilidad ante algo; una necesidad de que la moral y la razón no sean burladas, de que la fuerza, lejos de separarse del espíritu, como en la moral ascética, se le una y acompañe formando la integridad de la vida.

En la inminencia de la muerte, bajo la negrura de un cielo amenazador, rememoramos las creencias que nos enseñaron en la infancia y pensamos: todo eso es cierto; pero no es en más allá de la vida y de la tierra; es aquí, en la tierra donde existe el infierno y la gloria; el mal y la necesidad ineludible de vencerlo. Es en la tierra y para ella, dentro de ella y bajo su horizonte, donde tenemos que crear la vida futura: la vida. El “hombre interior” del cristianismo no tiene que guardarse sus anhelos de perfección absoluta para un más allá, sino aquí mismo, en la tierra, volcar su fuerza moral, su capacidad transformadora, su poder luminoso contra la ciega violencia sin objeto.

¿Cómo no se hace esto evidente para todos los que se sienten o creen cristianos? ¿Cómo no prueban su verdadera fe lanzándose a conquistar el mundo para la razón, para la justicia? Pues si tantas veces se ha contestado por autoridades eclesiásticas con “mi reino no es de este mundo”, no puede, en realidad, convencer esta respuesta, partiendo de una religión en que la caridad, o sea el no sentirse nunca desligado de lo que le ocurre al semejante, es la médula de su sentido y la más revolucionaria novedad que aportó al cansado mundo antiguo.

Quienquiera que crea en la nobleza del hombre y de la vida, no puede abandonarla a la ciega vaciedad que quiere destruirla. Ya no es la moral, ni la razón las que se sienten amenazadas y en vías de aniquilamiento: es la vida misma. No se trata de defender a la razón y a la vieja moral con la vida, como se nos pedía, de consumir la vida en su servicio, sino al revés: es la vida la que está en mortal peligro; es a ella a la que hay que acudir para que no sucumba; es la vida la que está puesta en trance de desaparición. Y por irónica pedagogía –la única pedagogía eficaz parece ser la de la ironía–, es a la razón a la que tenemos que recurrir y a la moral, para que defiendan la vida, que se había querido escapar de ellas.

Pero nada vuelve igual que estaba. El retorno de unas ideas, de unas creencias, es imposible. La razón y la moral que ahora sentimos necesarias para sacar a la vida de la obscura prisión en que se ha metido a sí misma, no puede ser la razón y la moral tradicionales, fracasadas, impotentes para haber impedido la actual sinrazón. Necesitan ser otra razón y otra moral que salven la antigua dualidad entre teoría y práctica, entre vida activa y vida contemplativa; entre pureza y fuerza. Necesitan ser una razón y una moral que se pongan en pie con invencible impulso: una razón activa, victoriosa, arrolladora; una pureza creadora, llena de fuerza, que no tema mancharse con el contacto de la realidad, que no rehuya el combate de cada día.

Hace unos años, estos anhelos podrían parecer una postura de tantas entre las que andaban al uso. Hoy la vida nos trae en realidad, en inexorable realidad, un combate diario; un combate en el que nuestra actividad tiene que ser forzosamente moral, en que no podemos actuar de otra manera que moralmente. Bajo el cielo poblado de amenazas inmediatas de morir, no nos cabe más actividad que la moral; nuestro más íntimo fondo, en ese punto imperturbable de todo ser humano, en ese remanso de fortaleza de toda vida para afrontar en completa dignidad el más último y definitivo de los peligros. Pero esa dignidad es la que hace que la vida no sea aniquilada por la hueca desolación de la barbarie. Esa dignidad es la vida.