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Mira el gato a su estrella
Caída en el jardín: sorpresa.
La noche
Cincuentón, pronto sexagenario,
sin prisa, sin tugurio a modo de oficina,
dejo hablar a los años en Arcadia.
Al viento dejo hablar,
dejo hablar a la noche donde quiera
mi temblorosa estrella
que algo también en mí se estremezca.
La noche pide pan, pide vino.
Pide más, pide un pedacito de muslo
y sienes pétalos y pezones flores.
Quiere el cielo y la tierra.
Quiere constelaciones.
Quiere la flor del sexo, la pide
con la orquídea que sirve de rima y nexo.
Y el amor la confunde como siempre.
Y el amor la ilumina con un beso.
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miércoles, agosto 31, 2011
Poesía / Lilvia Soto: «... hasta que deja de revolotear»
.
Yo-Ello, en contraste, es la típica relación sujeto-objeto en la que
uno conoce y usa a otras personas y cosas sin permitirles que
existan por ellas mismas en su singularidad...
– Martin Buber, Yo y Tú
Estados Unidos le ha dicho al mundo
que son malos, los peores de los peores.
Les ha dicho a ellos que estarán en Guantánamo
para siempre,
sin ningún derecho,
ni siquiera el de morir.
Cuando se deprimen, se burla de ellos.
Cuando intentan suicidarse,
lo toma como una afrenta personal.
Cuando se ponen en huelga de hambre,
los sienta en una silla de metal,
les amarra los tobillos, la cintura, las muñecas, los hombros, la cabeza.
Les mete por las fosas nasales un tubo de plástico flexible
que baja por la garganta
hasta el estómago.
El doctor William Winkenwerder, Jr.,
arquitecto de la política de la alimentación
por la fuerza, dice,
Nuestras intenciones son buenas. Buscamos preservar la vida.
Preservar la vida sumisa tras el alambrado de púas,
la vida encadenada a una silla de alimentación por la fuerza.
Preservar la vida como cuando un hombre golpea a su mujer
y luego la lleva a la sala de emergencias,
ella no tiene el derecho de morir, es suya y él la necesita.
Preservar la vida porque el carcelero necesita
el pedazo de carne abyecta que golpea todos los días
para sentir su propio ser.
Preservar la vida como en el arte de preservar una mariposa,
atrapando el ejemplar en una red,
inmovilizándolo con un suave pellizco en el tórax,
colocándolo en la botella del exterminio
hasta que deja de revolotear,
transportándolo en una caja relajante
(la mariposa no debe estar tensa para que sea fácil manipularla)
al lugar donde se va a fijar,
clavándole la cabeza y el tórax en un tablero,
extendiéndole las alas, las piernas, la antena,
pegando sus alas al tablero,
secándola,
etiquetándola,
guardándola,
sentándose en una silla cómoda a disfrutar
el ser dueño de una mariposa preservada.
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Yo-Ello, en contraste, es la típica relación sujeto-objeto en la que
uno conoce y usa a otras personas y cosas sin permitirles que
existan por ellas mismas en su singularidad...
– Martin Buber, Yo y Tú
Estados Unidos le ha dicho al mundo
que son malos, los peores de los peores.
Les ha dicho a ellos que estarán en Guantánamo
para siempre,
sin ningún derecho,
ni siquiera el de morir.
Cuando se deprimen, se burla de ellos.
Cuando intentan suicidarse,
lo toma como una afrenta personal.
Cuando se ponen en huelga de hambre,
los sienta en una silla de metal,
les amarra los tobillos, la cintura, las muñecas, los hombros, la cabeza.
Les mete por las fosas nasales un tubo de plástico flexible
que baja por la garganta
hasta el estómago.
El doctor William Winkenwerder, Jr.,
arquitecto de la política de la alimentación
por la fuerza, dice,
Nuestras intenciones son buenas. Buscamos preservar la vida.
Preservar la vida sumisa tras el alambrado de púas,
la vida encadenada a una silla de alimentación por la fuerza.
Preservar la vida como cuando un hombre golpea a su mujer
y luego la lleva a la sala de emergencias,
ella no tiene el derecho de morir, es suya y él la necesita.
Preservar la vida porque el carcelero necesita
el pedazo de carne abyecta que golpea todos los días
para sentir su propio ser.
Preservar la vida como en el arte de preservar una mariposa,
atrapando el ejemplar en una red,
inmovilizándolo con un suave pellizco en el tórax,
colocándolo en la botella del exterminio
hasta que deja de revolotear,
transportándolo en una caja relajante
(la mariposa no debe estar tensa para que sea fácil manipularla)
al lugar donde se va a fijar,
clavándole la cabeza y el tórax en un tablero,
extendiéndole las alas, las piernas, la antena,
pegando sus alas al tablero,
secándola,
etiquetándola,
guardándola,
sentándose en una silla cómoda a disfrutar
el ser dueño de una mariposa preservada.
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Poesía / Lilvia Soto: «Mañana (*)»
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Para Terry Michael Lisk
Sólo los muertos han visto el final de la guerra.
– Platón
Olvidando su sangrienta bota en la arena,
llevan al soldado
al depósito improvisado,
de ahí lo sacan en una bolsa negra
y lo suben al helicóptero
que hace su ronda nocturna
en la pista de aterrizaje del desierto.
Seis lo cargan,
sesenta esperan, la cabeza inclinada,
para honrar al camarada que regresa a casa
bajo un cielo estrellado.
Presienten que mañana
uno de ellos habrá visto
el final de la guerra.
(*) Inspirado por el video Adiós a un soldado americano, narrado por Dexter Filkins, The New York Times, junio 29, 2006 y por su artículo La guerra iraquí termina en silencio para un soldado americano, The New York Times, junio 29, 2006.
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Para Terry Michael Lisk
Sólo los muertos han visto el final de la guerra.
– Platón
Olvidando su sangrienta bota en la arena,
llevan al soldado
al depósito improvisado,
de ahí lo sacan en una bolsa negra
y lo suben al helicóptero
que hace su ronda nocturna
en la pista de aterrizaje del desierto.
Seis lo cargan,
sesenta esperan, la cabeza inclinada,
para honrar al camarada que regresa a casa
bajo un cielo estrellado.
Presienten que mañana
uno de ellos habrá visto
el final de la guerra.
(*) Inspirado por el video Adiós a un soldado americano, narrado por Dexter Filkins, The New York Times, junio 29, 2006 y por su artículo La guerra iraquí termina en silencio para un soldado americano, The New York Times, junio 29, 2006.
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Textos / Alejandro Jodorowski: «Aforismos»
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El realizador de «El Topo». (Foto: clubcultura)
C iudad Juárez, Chihuahua. 31 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- El artista y psico-mago chileno Alejandro Jodorowsky utiliza la red social Twitter para obsequiar a sus seguidores (268.531 a la fecha) con aforismos, respuestas y juegos, a continuación presentamos una selección de los primeros:
Una dictadura es sólo una democracia que se quita la máscara.
Ponte en lugar de los otros. Si invitas gatos a cenar debes ofrecerles ratas.
En el fondo de nosotros hay una serpiente enroscada que esconde, tras sus labios heridos una perla.
Decir no es mostrar. La información correcta es mostrar. Todo lo dicho, si no es mostrado es ignorancia.
Hundo mi cara en tu alma como si fuera mi máscara.
¿Qué? Esto. ¿Dónde? Aquí. ¿Cuándo? Ahora. ¿Cómo? Así. ¿Quién? Yo. ¿Por qué? Porque sí.
La belleza más grande no es la de los cuerpos sino la de los actos.
Si tú no te conoces, nadie te conoce.
Para llegar a ser lo que eres, descubre lo que no eres.
Comercio santo: comprar caro para vender barato.
¡Gracias espinas por producir esta rosa!
Mayor información: Alejandro Jodorowsky
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El realizador de «El Topo». (Foto: clubcultura)
C iudad Juárez, Chihuahua. 31 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- El artista y psico-mago chileno Alejandro Jodorowsky utiliza la red social Twitter para obsequiar a sus seguidores (268.531 a la fecha) con aforismos, respuestas y juegos, a continuación presentamos una selección de los primeros:
Una dictadura es sólo una democracia que se quita la máscara.
Ponte en lugar de los otros. Si invitas gatos a cenar debes ofrecerles ratas.
En el fondo de nosotros hay una serpiente enroscada que esconde, tras sus labios heridos una perla.
Decir no es mostrar. La información correcta es mostrar. Todo lo dicho, si no es mostrado es ignorancia.
Hundo mi cara en tu alma como si fuera mi máscara.
¿Qué? Esto. ¿Dónde? Aquí. ¿Cuándo? Ahora. ¿Cómo? Así. ¿Quién? Yo. ¿Por qué? Porque sí.
La belleza más grande no es la de los cuerpos sino la de los actos.
Si tú no te conoces, nadie te conoce.
Para llegar a ser lo que eres, descubre lo que no eres.
Comercio santo: comprar caro para vender barato.
¡Gracias espinas por producir esta rosa!
Mayor información: Alejandro Jodorowsky
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Literatura / España: La nueva ola de la literatura japonesa
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La gran ola de Kanagawa es la obra más conocida del pintor y grabador Hokusai (1760-1849), de la escuela ukiyo-e del periodo Edo. (Foto: La Vanguardia)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de marzo de 2011. (RanchoNEWS).- La literatura japonesa vive un boom en España. Los títulos de autores japoneses se multiplican. Toda editorial que se precie debe tener el suyo. Y encima se venden bien. E incluso una, Satori, se dedica exclusivamente a publicar obras del imperio del Sol naciente. El boom tiene algunas explicaciones obvias. Por un lado, el nuevo niponismo, que se extiende por la comida, el cine, los manga, la moda o el arte, como muestra la exposición de Yayoi Kuzama en el Reina Sofía. Por otro lado, el increíble éxito global de las novelas de Haruki Murakami, que en España se ha repetido con otros autores contemporáneos japoneses como Kyoichi Katayama –Un grito de amor desde el centro del mundo (Alfaguara)– o Hiromi Kawakami: siete ediciones lleva El cielo es azul, la tierra blanca en Acantilado, que en noviembre editará los relatos de la autora Abandonarse a la pasión. Del éxito forman parte incluso clásicos como Natsume Soseki (1867- 1916), premio Llibreter por Botchan (Impedimenta), y del que se han recuperado numerosas obras: Kokoro (Gredos), Sanshiro (Impedimenta), Soy un gato (Impedimenta) o El caminante (Satori), escribe Justo Barranco para La Vanguardia.
Un espejo invertido. Sin embargo, profundizando en las explicaciones de este boom con profesores y editores, aparecen algunas ideas reveladoras: lo japonés «como espejo puesto al revés de nosotros mismos, como la figuración más exquisita del Otro para los occidentales», sugiere el profesor y traductor Carlos Rubio, autor del clarificador manual Claves y textos de la literatura japonesa (Cátedra) y del delicado El pájaro y la flor. Mil quinientos años de poesía clásica japonesa (Alianza). Un Japón que hoy es una sociedad industrial y avanzada como las occidentales pero con costumbres tan distintas que resultan fascinantes. Una fascinación que, sugiere Rubio, viene de lejos: ya en 1585, recuerda, se escribió el divertido Tratado de las contradicciones y diferencias de costumbre entre los europeos y japoneses. Por eso, Rubio señala que no cree que estemos viviendo un nuevo niponismo, sino que todavía continúa el que comenzó hace 140 años, cuando Europa descubrió el Japón que se abría durante la restauración Meiji.
Murakami, la punta del iceberg. Para Enrique Redel, de la editorial Impedimenta, una de las que ha apostado fuerte por la literatura japonesa –acaba de publicar Flores de verano, de Tamiki Hara, conmovedor relato sobre Hiroshima, y La bailarina, de Ogai Mori, sobre el amor y la renuncia– dice que «el fenómeno Murakami no ha sido casual, es la punta del iceberg. Los libros japoneses de nuestro catálogo son los más vendidos. Si publicas uno, estás abonado al éxito. Mucha gente ha crecido con cultura japonesa en la televisión, el cine, los mangas, y ahora le parece atractiva su literatura. Además, hay un extraordinario componente de rareza, diferente a la consabida, y un elemento mágico, fantástico, muy importante, sea en Murakami o Soseki. A la gente le engancha. Un mundo muy potente que trata de mitos que tenemos interiorizados de manera diferente, como el del guerrero, el perdedor o el que se ríe de sí mismo, muy japonés». En su editorial recuperan en octubre Y entonces, segunda parte de Sanshiro y el próximo año, la tercera, La puerta, ambas sobre el enfrentamiento individuo-sociedad.
Huir de la vorágine. María Fasce, editora de Alfaguara, que tras el éxito de Kyoichi Katayama con Un grito de amor desde el centro del mundo publicó otra novela del autor, El año de Saeko, y otra de Takuji Ichikawa, Sayonara, Mio, en vez de por los clásicos ha apostado por los autores actuales, escritores de «una ola llamada del amor puro, de amor y sentimientos». La novela de Katayama ha vendido en Japón más que Tokio blues (Tusquets / Empúries) de Murakami, siendo la novela más vendida de la historia japonesa con 3,5 millones de ejemplares. «Ellos, como Murakami, interesan a los lectores españoles porque tienen un tempo muy japonés al hablar de las relaciones humanas y el papel del hombre en el mundo, pero lo hacen en escenarios muy reconocibles para los occidentales. Todos muestran una especie de necesidad o de refugio frente al vértigo de la sociedad actual. Una reflexión sobre lo difícil que es la vida en una época de aceleración en la que parece no haber tiempo y sí falta de comunicación. Su salida es respetar los ciclos de la naturaleza, el paso de las estaciones. Muestran un tiempo diferente, hay un elogio de la lentitud, diálogos, paseos, su éxito no es casual».
Japón nos rodea. Para Alfonso García, de Satori, «manga, anime, cine, sushi, ikebana o bonsáis son factores que han atrapado a la gente de diferentes formas. Yo empecé con la historia y las artes marciales y acabé creando la editorial», sonríe. Una editorial que, dice, quiere profundizar en los maestros japoneses, de los cuáles en breve publicarán El salto del Monte Koya, de Izumi Kyoka, el Poe japonés, historias cortas llenas de misterio y exotismo, El precepto roto, de Shimazaki Toson, una de las mejores novelas sociales de Japón, o La vida de un idiota y otros relatos de Rynosuke Akutagawa, la mente de un artista al borde de la locura.
Más allá de Mishima y Oé. Para el profesor Carlos Rubio, que ahora traduce una novela de Yukio Mishima –«las que escribía en revistas femeninas y que más vendía»– hay mucho aún por traducir. Y lo bueno, señala, es que se están dando a conocer autores más allá de Mishima o de los Nobel Kawabata y Oé, de quien Anagrama edita en noviembre Cuadernos de Hiroshima. En su opinión, «el fenómeno de Murakami –Tusquets publica en octubre el libro tercero de su 1Q84– o Banana Yoshimoto –también Tusquets ha publicado sus Recuerdos de un callejón sin salida– se inserta en el deseo por lo japonés, no es tanto conocimiento como afición por una sociedad moderna y avanzada, pero lejana, de estética exquisita y comportamientos distintos. Una imagen igual, pero invertida. De hecho, Japón rompió desde el principio el molde de país colonizado al que se le venden espejitos. Incluso agredió y colonizó a sus vecinos», recuerda Rubio.
La literatura del agua. Además, Rubio ofrece algunas claves de la literatura japonesa. Para empezar, la metáfora del agua, omnipresente, por ejemplo en Murakami. «Es el elemento purificador, que lava. Es muy fuerte en Japón porque el sintoísmo se basa en ritos de purificación no en dogmas». Luego, la espuma de las olas o el rocío hablan del mujo, de la fugacidad de la vida humana. Los personajes piden continuamente perdón, quieren quedar siempre bien: es la limpieza moral del buen nombre, no permitir que el otro tenga un recuerdo ensuciado de ti. la moralidad japonesa es siempre social, no de conciencia. Luego, el aspecto visual y sensorial de la literatura frente a lo cognitivo. Hay una gran plasticidad del lenguaje, que tiene que ver con sus ideogramas. Y siempre es muy importante la naturaleza para sugerir estados de ánimo. «El sintoísmo es una relación personal con la naturaleza, entre tú y lo que te rodea, no es dualista, con creador y criatura, como en Occidente, sino que eres parte de esa naturaleza y tienes una deuda con ella, así que se lo agradeces».
Contra el efecto kimono. El peligro, dice Rubio, es el efecto kimono, que se valoren las obras por ser exóticas. Sobre todo porque en realidad es un mundo que tiene que ver con el nuestro. No sólo Murakami, que, dice Rubio, tiene envoltorio occidental pero es enormemente japonés y cuyo gran tema «es la orfandad de los personajes, una profunda crisis de valores, de referencias, de autoridad». «Son también muy interesantes para hoy las novelas de la época Meiji, de 1868 a 1912, como las de Soseki, una época de búsqueda angustiosa de la identidad por los escritores japoneses una vez que lo occidental ha convulsionado sus valores. Hay aislamiento, incomunicación, se plantean hacia dónde van».
Satori, una editorial para Japón
Alfonso García era aficionado a la cultura japonesa y, dado el hueco que veía en el mundo editorial, donde faltaban muchos autores nipones importantes, creó en Gijón la editorial Satori (Iluminación) con el apoyo de traductores y profesores como Carlos Rubio. «Hay un auge de la literatura japonesa impulsado por las pequeñas editoriales», dice García, Editoriales de tamaño pequeño y medio como Impedimenta, Acantilado, Hiperión, Atalanta o Siruela. Incluso las editoriales más jóvenes, como Alfabia o el Ático de los libros se han sumado con Teru Miyamoto y su novela sobre la culpa y la redención Kinshu. Tapiz de otoño y con los experimentos médicos en la Segunda Guerra Mundial de El mar y el veneno, de Shusaku Endo, de quien Edhasa ha publicado Escándalo y Silencio. Pero la apuesta de García es más radical: todas las obras de Satori son novelas japonesas o libros sobre Japón. Acaba de publicar Namiko, novela de amor y guerra de Tokutomi Roka, y El caminante, de Soseki. En ensayo, Sombras del gaijin (extranjero) Lafcadio Hearn –del que Acantilado publicó En el país de los dioses– o El teatro japonés y las artes plásticas.
Mayor información: Literatura japonesa
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La gran ola de Kanagawa es la obra más conocida del pintor y grabador Hokusai (1760-1849), de la escuela ukiyo-e del periodo Edo. (Foto: La Vanguardia)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de marzo de 2011. (RanchoNEWS).- La literatura japonesa vive un boom en España. Los títulos de autores japoneses se multiplican. Toda editorial que se precie debe tener el suyo. Y encima se venden bien. E incluso una, Satori, se dedica exclusivamente a publicar obras del imperio del Sol naciente. El boom tiene algunas explicaciones obvias. Por un lado, el nuevo niponismo, que se extiende por la comida, el cine, los manga, la moda o el arte, como muestra la exposición de Yayoi Kuzama en el Reina Sofía. Por otro lado, el increíble éxito global de las novelas de Haruki Murakami, que en España se ha repetido con otros autores contemporáneos japoneses como Kyoichi Katayama –Un grito de amor desde el centro del mundo (Alfaguara)– o Hiromi Kawakami: siete ediciones lleva El cielo es azul, la tierra blanca en Acantilado, que en noviembre editará los relatos de la autora Abandonarse a la pasión. Del éxito forman parte incluso clásicos como Natsume Soseki (1867- 1916), premio Llibreter por Botchan (Impedimenta), y del que se han recuperado numerosas obras: Kokoro (Gredos), Sanshiro (Impedimenta), Soy un gato (Impedimenta) o El caminante (Satori), escribe Justo Barranco para La Vanguardia.
Un espejo invertido. Sin embargo, profundizando en las explicaciones de este boom con profesores y editores, aparecen algunas ideas reveladoras: lo japonés «como espejo puesto al revés de nosotros mismos, como la figuración más exquisita del Otro para los occidentales», sugiere el profesor y traductor Carlos Rubio, autor del clarificador manual Claves y textos de la literatura japonesa (Cátedra) y del delicado El pájaro y la flor. Mil quinientos años de poesía clásica japonesa (Alianza). Un Japón que hoy es una sociedad industrial y avanzada como las occidentales pero con costumbres tan distintas que resultan fascinantes. Una fascinación que, sugiere Rubio, viene de lejos: ya en 1585, recuerda, se escribió el divertido Tratado de las contradicciones y diferencias de costumbre entre los europeos y japoneses. Por eso, Rubio señala que no cree que estemos viviendo un nuevo niponismo, sino que todavía continúa el que comenzó hace 140 años, cuando Europa descubrió el Japón que se abría durante la restauración Meiji.
Murakami, la punta del iceberg. Para Enrique Redel, de la editorial Impedimenta, una de las que ha apostado fuerte por la literatura japonesa –acaba de publicar Flores de verano, de Tamiki Hara, conmovedor relato sobre Hiroshima, y La bailarina, de Ogai Mori, sobre el amor y la renuncia– dice que «el fenómeno Murakami no ha sido casual, es la punta del iceberg. Los libros japoneses de nuestro catálogo son los más vendidos. Si publicas uno, estás abonado al éxito. Mucha gente ha crecido con cultura japonesa en la televisión, el cine, los mangas, y ahora le parece atractiva su literatura. Además, hay un extraordinario componente de rareza, diferente a la consabida, y un elemento mágico, fantástico, muy importante, sea en Murakami o Soseki. A la gente le engancha. Un mundo muy potente que trata de mitos que tenemos interiorizados de manera diferente, como el del guerrero, el perdedor o el que se ríe de sí mismo, muy japonés». En su editorial recuperan en octubre Y entonces, segunda parte de Sanshiro y el próximo año, la tercera, La puerta, ambas sobre el enfrentamiento individuo-sociedad.
Huir de la vorágine. María Fasce, editora de Alfaguara, que tras el éxito de Kyoichi Katayama con Un grito de amor desde el centro del mundo publicó otra novela del autor, El año de Saeko, y otra de Takuji Ichikawa, Sayonara, Mio, en vez de por los clásicos ha apostado por los autores actuales, escritores de «una ola llamada del amor puro, de amor y sentimientos». La novela de Katayama ha vendido en Japón más que Tokio blues (Tusquets / Empúries) de Murakami, siendo la novela más vendida de la historia japonesa con 3,5 millones de ejemplares. «Ellos, como Murakami, interesan a los lectores españoles porque tienen un tempo muy japonés al hablar de las relaciones humanas y el papel del hombre en el mundo, pero lo hacen en escenarios muy reconocibles para los occidentales. Todos muestran una especie de necesidad o de refugio frente al vértigo de la sociedad actual. Una reflexión sobre lo difícil que es la vida en una época de aceleración en la que parece no haber tiempo y sí falta de comunicación. Su salida es respetar los ciclos de la naturaleza, el paso de las estaciones. Muestran un tiempo diferente, hay un elogio de la lentitud, diálogos, paseos, su éxito no es casual».
Japón nos rodea. Para Alfonso García, de Satori, «manga, anime, cine, sushi, ikebana o bonsáis son factores que han atrapado a la gente de diferentes formas. Yo empecé con la historia y las artes marciales y acabé creando la editorial», sonríe. Una editorial que, dice, quiere profundizar en los maestros japoneses, de los cuáles en breve publicarán El salto del Monte Koya, de Izumi Kyoka, el Poe japonés, historias cortas llenas de misterio y exotismo, El precepto roto, de Shimazaki Toson, una de las mejores novelas sociales de Japón, o La vida de un idiota y otros relatos de Rynosuke Akutagawa, la mente de un artista al borde de la locura.
Más allá de Mishima y Oé. Para el profesor Carlos Rubio, que ahora traduce una novela de Yukio Mishima –«las que escribía en revistas femeninas y que más vendía»– hay mucho aún por traducir. Y lo bueno, señala, es que se están dando a conocer autores más allá de Mishima o de los Nobel Kawabata y Oé, de quien Anagrama edita en noviembre Cuadernos de Hiroshima. En su opinión, «el fenómeno de Murakami –Tusquets publica en octubre el libro tercero de su 1Q84– o Banana Yoshimoto –también Tusquets ha publicado sus Recuerdos de un callejón sin salida– se inserta en el deseo por lo japonés, no es tanto conocimiento como afición por una sociedad moderna y avanzada, pero lejana, de estética exquisita y comportamientos distintos. Una imagen igual, pero invertida. De hecho, Japón rompió desde el principio el molde de país colonizado al que se le venden espejitos. Incluso agredió y colonizó a sus vecinos», recuerda Rubio.
La literatura del agua. Además, Rubio ofrece algunas claves de la literatura japonesa. Para empezar, la metáfora del agua, omnipresente, por ejemplo en Murakami. «Es el elemento purificador, que lava. Es muy fuerte en Japón porque el sintoísmo se basa en ritos de purificación no en dogmas». Luego, la espuma de las olas o el rocío hablan del mujo, de la fugacidad de la vida humana. Los personajes piden continuamente perdón, quieren quedar siempre bien: es la limpieza moral del buen nombre, no permitir que el otro tenga un recuerdo ensuciado de ti. la moralidad japonesa es siempre social, no de conciencia. Luego, el aspecto visual y sensorial de la literatura frente a lo cognitivo. Hay una gran plasticidad del lenguaje, que tiene que ver con sus ideogramas. Y siempre es muy importante la naturaleza para sugerir estados de ánimo. «El sintoísmo es una relación personal con la naturaleza, entre tú y lo que te rodea, no es dualista, con creador y criatura, como en Occidente, sino que eres parte de esa naturaleza y tienes una deuda con ella, así que se lo agradeces».
Contra el efecto kimono. El peligro, dice Rubio, es el efecto kimono, que se valoren las obras por ser exóticas. Sobre todo porque en realidad es un mundo que tiene que ver con el nuestro. No sólo Murakami, que, dice Rubio, tiene envoltorio occidental pero es enormemente japonés y cuyo gran tema «es la orfandad de los personajes, una profunda crisis de valores, de referencias, de autoridad». «Son también muy interesantes para hoy las novelas de la época Meiji, de 1868 a 1912, como las de Soseki, una época de búsqueda angustiosa de la identidad por los escritores japoneses una vez que lo occidental ha convulsionado sus valores. Hay aislamiento, incomunicación, se plantean hacia dónde van».
Satori, una editorial para Japón
Alfonso García era aficionado a la cultura japonesa y, dado el hueco que veía en el mundo editorial, donde faltaban muchos autores nipones importantes, creó en Gijón la editorial Satori (Iluminación) con el apoyo de traductores y profesores como Carlos Rubio. «Hay un auge de la literatura japonesa impulsado por las pequeñas editoriales», dice García, Editoriales de tamaño pequeño y medio como Impedimenta, Acantilado, Hiperión, Atalanta o Siruela. Incluso las editoriales más jóvenes, como Alfabia o el Ático de los libros se han sumado con Teru Miyamoto y su novela sobre la culpa y la redención Kinshu. Tapiz de otoño y con los experimentos médicos en la Segunda Guerra Mundial de El mar y el veneno, de Shusaku Endo, de quien Edhasa ha publicado Escándalo y Silencio. Pero la apuesta de García es más radical: todas las obras de Satori son novelas japonesas o libros sobre Japón. Acaba de publicar Namiko, novela de amor y guerra de Tokutomi Roka, y El caminante, de Soseki. En ensayo, Sombras del gaijin (extranjero) Lafcadio Hearn –del que Acantilado publicó En el país de los dioses– o El teatro japonés y las artes plásticas.
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Textos / Héctor Abad Faciolince: «El eterno retorno de Borges»
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El insigne escritor argentino. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 13 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- Aun sin haber leído una sola línea de La Ilíada o La Odisea, no hay bachiller que no sepa dos cosas sobre Homero: que era ciego y que probablemente nunca existió. Casi nadie repara en lo contradictorio que resulta darle un atributo real –la ceguera– a algo inexistente. Si no hay Dios, este no puede ser ni furibundo ni misericordioso. No deja de ser paradójico, en todo caso, que se dude de la existencia individual del fundador de la literatura occidental, la más individualista de todas las culturas. O quizá este sea el primer atributo de todos los fundadores: la duda. También para el primer autor de la literatura castellana se prefiere el anonimato, en vez de reconocer que el Poema de Mío Cid lo compuso Per Abad.
Si un fabulador se aparta deliberadamente del realismo –como es el caso de Borges– y dedica su vida al quimérico ejercicio de la fantasía, su propia existencia se va contagiando de ensueño y acaba por adquirir cierto cariz fantasmagórico. Cuanto más fantástico e imaginario haya sido aquello que escribió, más fácilmente podrá atribuírsele a su nombre cualquier cosa. El mismo Borges alimentó esa fantasía con su obsesiva insistencia en el azar de la escritura. Si el espíritu sopla donde quiere, un poema magnífico lo puede redactar por igual un genio o un idiota. Así lo entendió Borges desde la advertencia que precede a su primer poemario: «Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor».
Así se abre Fervor de Buenos Aires, el mismo libro que un joven de 22 años concluye, en el último poema, con una clara conciencia de lo que le espera: «La corrupción y el eco que seremos». Si el destino de todos, tontos o genios, es la muerte, entonces es verdad que «nuestras nadas poco difieren». Pero no afirma Borges que nuestras nadas sean idénticas. Hay, entre el muerto anónimo y el muerto célebre una diferencia: la nada que hoy es Borges es una nada que se recuerda. Y con esto llegamos a otro tema fundamental de su obra: la memoria. De la memoria exacta proviene aquello que llamamos auténtico, original, canónico, y de la memoria deformada o falseada o falsamente atribuida, viene lo que se llama apócrifo. Borges descreía de la escritura ya perfecta, inmodificable o sagrada. Dejó dicho: «El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio». Hay innumerables testimonios que nos dicen que a Borges le encantaba discutir con legos sus propios poemas, y los iba modificando casi al azar, a las ocurrencias o al capricho de la conversación, para dejar versiones que circulan sueltas por ahí. Estas versiones casuales pueden ser incluso mejores que las versiones canónicas, es decir, «definitivas», o sea las impresas en las últimas ediciones de sus libros.
Este dejar su obra abierta a muchas modificaciones, esta insistencia en decir que nada es definitivo en un texto, y que el autor carece de importancia, les ha abierto el camino a muchos impostores que han fingido escribir supuestas obras de Borges, ni siquiera inventándolas, sino manipulando y dañando las existentes. El peligro de lo apócrifo consiste en vincular un nombre –que como todo nombre tiene algo sagrado– con ciertas palabras que a ese nombre no le pertenecen. Citar una tontería como si fuera suya es injuriarlo. Por muy fascinado que esté un hombre por la idiotez, nunca desea que ésta le sea atribuida. ¿Quién es Borges, al cabo de esta breve eternidad del cuarto de siglo transcurrido desde su muerte? Pues bien, después de todo, si un hombre es la suma de sus actos, y si los actos de un escritor son lo que escribe, Borges no es otra cosa que aquello que dejó escrito. Borges ya es y será algo que nada tiene que ver con su carne.
Borges es y será para siempre sus libros. O, mejor dicho, los libros asociados a su nombre. A mí me ha cabido la dudosa suerte de reivindicar unos pocos sonetos apócrifos como auténticos del gran poeta argentino, y como merecedores de entrar al Libro que componen sus libros. Creo haber demostrado (en Traiciones de la memoria) que esos poemas son auténticos. De ellos citaré solamente dos endecasílabos: «No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre». En esta sentencia reconoce el acento único de Borges cualquiera que haya frecuentado su obra. En ella está presente una de sus máscaras más características: la falsa modestia. Pero recuerden esta máxima de Chamfort: «La falsa modestia es la más decente de todas las mentiras». Esta decente mentira de la modestia con la que que siempre pronunció su nombre, será un motivo más, el último, por el que el nombre de Borges no será olvidado mientras haya lectores.
Mayor información: Jorge Luis Borges
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El insigne escritor argentino. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 13 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- Aun sin haber leído una sola línea de La Ilíada o La Odisea, no hay bachiller que no sepa dos cosas sobre Homero: que era ciego y que probablemente nunca existió. Casi nadie repara en lo contradictorio que resulta darle un atributo real –la ceguera– a algo inexistente. Si no hay Dios, este no puede ser ni furibundo ni misericordioso. No deja de ser paradójico, en todo caso, que se dude de la existencia individual del fundador de la literatura occidental, la más individualista de todas las culturas. O quizá este sea el primer atributo de todos los fundadores: la duda. También para el primer autor de la literatura castellana se prefiere el anonimato, en vez de reconocer que el Poema de Mío Cid lo compuso Per Abad.
Si un fabulador se aparta deliberadamente del realismo –como es el caso de Borges– y dedica su vida al quimérico ejercicio de la fantasía, su propia existencia se va contagiando de ensueño y acaba por adquirir cierto cariz fantasmagórico. Cuanto más fantástico e imaginario haya sido aquello que escribió, más fácilmente podrá atribuírsele a su nombre cualquier cosa. El mismo Borges alimentó esa fantasía con su obsesiva insistencia en el azar de la escritura. Si el espíritu sopla donde quiere, un poema magnífico lo puede redactar por igual un genio o un idiota. Así lo entendió Borges desde la advertencia que precede a su primer poemario: «Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor».
Así se abre Fervor de Buenos Aires, el mismo libro que un joven de 22 años concluye, en el último poema, con una clara conciencia de lo que le espera: «La corrupción y el eco que seremos». Si el destino de todos, tontos o genios, es la muerte, entonces es verdad que «nuestras nadas poco difieren». Pero no afirma Borges que nuestras nadas sean idénticas. Hay, entre el muerto anónimo y el muerto célebre una diferencia: la nada que hoy es Borges es una nada que se recuerda. Y con esto llegamos a otro tema fundamental de su obra: la memoria. De la memoria exacta proviene aquello que llamamos auténtico, original, canónico, y de la memoria deformada o falseada o falsamente atribuida, viene lo que se llama apócrifo. Borges descreía de la escritura ya perfecta, inmodificable o sagrada. Dejó dicho: «El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio». Hay innumerables testimonios que nos dicen que a Borges le encantaba discutir con legos sus propios poemas, y los iba modificando casi al azar, a las ocurrencias o al capricho de la conversación, para dejar versiones que circulan sueltas por ahí. Estas versiones casuales pueden ser incluso mejores que las versiones canónicas, es decir, «definitivas», o sea las impresas en las últimas ediciones de sus libros.
Este dejar su obra abierta a muchas modificaciones, esta insistencia en decir que nada es definitivo en un texto, y que el autor carece de importancia, les ha abierto el camino a muchos impostores que han fingido escribir supuestas obras de Borges, ni siquiera inventándolas, sino manipulando y dañando las existentes. El peligro de lo apócrifo consiste en vincular un nombre –que como todo nombre tiene algo sagrado– con ciertas palabras que a ese nombre no le pertenecen. Citar una tontería como si fuera suya es injuriarlo. Por muy fascinado que esté un hombre por la idiotez, nunca desea que ésta le sea atribuida. ¿Quién es Borges, al cabo de esta breve eternidad del cuarto de siglo transcurrido desde su muerte? Pues bien, después de todo, si un hombre es la suma de sus actos, y si los actos de un escritor son lo que escribe, Borges no es otra cosa que aquello que dejó escrito. Borges ya es y será algo que nada tiene que ver con su carne.
Borges es y será para siempre sus libros. O, mejor dicho, los libros asociados a su nombre. A mí me ha cabido la dudosa suerte de reivindicar unos pocos sonetos apócrifos como auténticos del gran poeta argentino, y como merecedores de entrar al Libro que componen sus libros. Creo haber demostrado (en Traiciones de la memoria) que esos poemas son auténticos. De ellos citaré solamente dos endecasílabos: «No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre». En esta sentencia reconoce el acento único de Borges cualquiera que haya frecuentado su obra. En ella está presente una de sus máscaras más características: la falsa modestia. Pero recuerden esta máxima de Chamfort: «La falsa modestia es la más decente de todas las mentiras». Esta decente mentira de la modestia con la que que siempre pronunció su nombre, será un motivo más, el último, por el que el nombre de Borges no será olvidado mientras haya lectores.
Mayor información: Jorge Luis Borges
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Noticias / México: Los salarios de los funcionarios culturales federales
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Consuelo Sáizar. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 16 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- La cultura tiene dos realidades. Una de ellas es la de la comunidad artística, que actualmente promueve la Iniciativa con Proyecto de Decreto que lanzó la senadora perredista y también actriz María Rojo, que les permitiría contar con servicios de salud. La otra, es la de servidores públicos que cuentan con muchas prestaciones y apoyos económicos y que llegan a ganar más de un millón de pesos anuales, informa desde la Ciudad de México la periodista Alida Piñón de El Universal.
El Universal solicitó al Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI) los salarios de los funcionarios del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), Canal 22 e Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), así como el desglose de las prestaciones y compensaciones que reciben, como apoyo para telefonía celular y para gasolina, entre otros. En respuesta, el organismo indicó que los datos se encuentran almacenados públicamente en el Directorio de Servidores Públicos del Portal de Obligaciones de Transparencia (POT).
Con base en el POT, la titular del Conaculta, Consuelo Sáizar, recibe un sueldo base mensual de 23 mil pesos y por compensación 166 mil 277 pesos. El monto total de percepciones netas es de 134 mil 843 pesos. Al año es un millón 618 mil 116 pesos. A la cifra se suma mensualmente un seguro de gastos médicos por 295 salarios mínimos, es decir, alrededor de 17 mil pesos, con opción a ser incrementado sin límite. Y un seguro institucional de 40 meses de percepción ordinaria bruta mensual, con opción a incrementarse hasta 68 meses.
Además, cuenta con prestaciones económicas como prima vacacional equivalente a 50% de 10 días de sueldo base y aguinaldo de 40 días de salario ordinario, como se estipula en el Diario Oficial de la Federación, lo que equivale a 31 mil 556 pesos.
También dispone de dos vehículos, o sólo uno y el apoyo económico de hasta 7 mil 500 pesos al mes.
Para el equipo de telefonía celular recibe 4 mil 500 al mes y por gastos de alimentación 5 mil 434 pesos. Más 77 pesos de despensa, 20 días hábiles de vacaciones y prestaciones de seguridad social. A su salario y prestaciones también se suman los gastos que ejerce cuando sale al extranjero.
En respuesta a la solicitud de información hecha por El Universal , el IFAI informó que, en marzo de 2009, la funcionaria gastó 165 mil 90 pesos en viajes a Turquía, Colombia e Inglaterra. En 2010, por costo de la aerolínea, ejerció 83 mil 920 en un viaje a España.
A ese monto habría que sumarle lo ejercido por la funcionaria en los viajes al interior del país.
Trabajar en el Consejo
Fernando Serrano Migallón. (Foto: Archivo)
El secretario Técnico, Raúl Arenzana Olvera, y Fernando Serrano Migallón, secretario Cultural y Artístico del Consejo, ganan mensualmente 114 mil 802 pesos netos.
Al año es un millón 377 mil 624 pesos. Más prestaciones, que incluyen la asignación de dos vehículos, o uno y el apoyo económico de hasta 7 mil 500 pesos. Equipo de telefonía celular de mil 665 pesos. Y gastos de alimentación de 3 mil 344 pesos.
Además, Fernando Serrano Migallón, entre marzo de 2009 y mayo de 2011, ha gastado 757 mil seis pesos, en viajes a Francia, Portugal, Canadá, España, Bélgica, Colombia, Estados Unidos y Suiza.
Laura Emilia Pacheco, directora general de Publicaciones, es quien más ha viajado Conaculta. Entre marzo de 2009 y mayo de 2011 realizó 14 viajes al extranjero, visitó Honduras, Colombia, India, Canadá, Estados Unidos, Brasil, Alemania, Francia e Italia; en total ejerció 693 mil 390 pesos. El monto total de sus percepciones netas es de 85 mil 777 pesos y anualmente es un millón 29 mil 324 pesos.
A esto se agregan los seguros, prestaciones económicas como prima vacional, 77 pesos de despensa, 20 días hábiles al año de vacaciones; un vehículo asignado, o el apoyo económico para un vehículo de hasta 5 mil 916 pesos mensuales, equipo de telefonía celular por mil 485 pesos, gastos de alimentación por 2 mil 90 pesos mensuales y 40 días de aguinaldo.
El mismo sueldo y prestaciones percibe Martha Elena Cantú, directora del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA), Marco Antonio Vera Crestani, director general de Vinculación Cultural; Miriam Morales Sanhueza, directora general de Culturas Populares; Roberto Vázquez Díaz, director general del Centro Nacional de las Artes; Raúl Delgado Lamas, Director General de Sitios y Monumentos del Patrimonio Cultural; Fernando Álvarez del Castillo, director general de Bibliotecas; Delia Peña, directora general de Comunicación Social.
El INBA y sus directores de orquesta
Teresa Vicencio Álvarez durante su última visita a Ciudad Juárez. (Foto: RanchoNEWS)
De acuerdo con el POT, Teresa Vicencio Álvarez, directora general del INBA, tiene un sueldo base ordinario de 21 mil 711 pesos, la compensación garantizada es por 150 mil 89 pesos. El monto total de percepciones netas es de 122 mil 474 pesos. Al año es un millón 469 mil pesos. Tiene seguro de gastos médicos de 259 a mil salarios mínimos generales al mes, vigentes en el DF, es decir, de 15 mil 281 a 59 mil pesos. Más prestaciones y 40 días de aguinaldo.
En las subdirecciones generales del instituto se informa que Sergio Ramírez, del INBA; Alejandra Peña, de Patrimonio Artístico Inmueble; Maricela Guadalupe Jacobo, de Educación e Investigación Artísticas; y Efraín Salinas, de Administración, ganan 68 mil 895 pesos netos. Al año, 826 mil 740 pesos.
En el caso de Eduardo Soto Millán, coordinador Nacional de Música y Ópera; Carmen Bojórquez, coordinadora Nacional de Danza; Juan Melía, coordinador Nacional de Teatro; Francisco Orozco Díaz, gerente del Palacio de Bellas Artes; Stasia de la Garza, coordinadora Nacional de Literatura; y Gabriela Gil Valenzuela, directora del Centro Nacional de Registro y Conservación del Patrimonio Artístico Mueble, ganan un sueldo neto de 41 mil 833 pesos, que al año son 501 mil 996 pesos netos.
El director de la Compañía Nacional de Teatro, Jaime Ruiz Lobera, y Sylvie Reynaud, titular de la Compañía Nacional de Danza, ganan mensualmente 54 mil 353 pesos. Anualmente, 652 mil 236 pesos netos.
Claudia Hinojosa Corona, que ocupa el puesto de Gerencia de la Orquesta Sinfónica Nacional, recibe mensualmente 53 mil 601 pesos, significan 643 mil 212 pesos anuales.
El caso del director de la agrupación, el maestro Carlos Miguel Prieto, es diferente, pues no figura en la nómina de empleados. Su pago es por contrato para “llevar a cabo las actuaciones musicales como director artístico de la Orquesta Sinfónica Nacional en la Sala de Espectáculos del Palacio de Bellas Artes, así como en otros foros, y elaborar la programación de las temporadas de conciertos, con sus respectivos ensayos”.
En el Portal de Obligaciones y Transparencia, en la fracción XIII, se informa que el pago de 2007 fue de un millón 274 mil 519 pesos. De marzo a diciembre de 2008 recibió un millón 828 mil 500 pesos brutos. De los últimos tres años no existe información.
De acuerdo al archivo de este rubro, de 2001 a 2008 el monto más alto que se ha pagado es a Enrique Arturo Diemecke, quien en 2003 firmó un contrato anual por 2 millones 421 mil pesos, menos impuestos.
Según el POT, quien fuera titular de la Orquesta de Cámara de Bellas Artes, Jesús Medina Villarreal, ganó hasta febrero de 2011, cuando fue sustituido por José Luis Castillo, un total de percepciones netas de 6 mil 449 pesos y sólo contaba con 40 días de aguinaldo. Al año recibió 77 mil 388 pesos. En el portal no está el salario del actual director. Se solicitó la información a la dirección de la orquesta y se informó que Castillo está fuera del país y es el único que puede corroborar la cifra.
Otras instituciones
Irma Pía González. (Foto: Archivo)
Marina Stavenhagen, directora general del IMCINE, recibe un total de percepciones netas de 97 mil 146 pesos, es decir, un millón 165 mil 752 pesos netos. Además, por equipo de telefonía celular recibe 2 mil mensuales, por gastos de alimentación 28 mil 500 pesos mensuales. Como secretaria Ejecutiva del Fondo para la Producción Cinematográfica de Calidad, la funcionaria recibe el mismo salario y prestaciones que como directora, por lo que al año percibe 2 millones 331 mil 504 pesos netos. Este diario se comunicó con el departamento de Recursos Humanos del organismo para corroborar la información, hasta el cierre de la edición no se hubo respuesta.
El salario neto de Irma Pía González, directora general del Canal 22, es de 113 mil 23 pesos. Anualmente gana un millón 356 mil 276 pesos. Más prestaciones y apoyos de alimentos, automóvil y telefonía celular, aunque en el POT no se especifica el monto.
Alfonso de Maria y Campos, titular del INAH, tiene un sueldo base ordinario de 21 mil 711 pesos, compensación garantizada de 150 mil 189 pesos.
El monto total de percepciones netas es de 124 mil 10 pesos. Anualmente es un millón 488 mil 120 pesos. Más la gratificación mensual de 40 días de salario ordinario.
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Consuelo Sáizar. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 16 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- La cultura tiene dos realidades. Una de ellas es la de la comunidad artística, que actualmente promueve la Iniciativa con Proyecto de Decreto que lanzó la senadora perredista y también actriz María Rojo, que les permitiría contar con servicios de salud. La otra, es la de servidores públicos que cuentan con muchas prestaciones y apoyos económicos y que llegan a ganar más de un millón de pesos anuales, informa desde la Ciudad de México la periodista Alida Piñón de El Universal.
El Universal solicitó al Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI) los salarios de los funcionarios del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), Canal 22 e Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), así como el desglose de las prestaciones y compensaciones que reciben, como apoyo para telefonía celular y para gasolina, entre otros. En respuesta, el organismo indicó que los datos se encuentran almacenados públicamente en el Directorio de Servidores Públicos del Portal de Obligaciones de Transparencia (POT).
Con base en el POT, la titular del Conaculta, Consuelo Sáizar, recibe un sueldo base mensual de 23 mil pesos y por compensación 166 mil 277 pesos. El monto total de percepciones netas es de 134 mil 843 pesos. Al año es un millón 618 mil 116 pesos. A la cifra se suma mensualmente un seguro de gastos médicos por 295 salarios mínimos, es decir, alrededor de 17 mil pesos, con opción a ser incrementado sin límite. Y un seguro institucional de 40 meses de percepción ordinaria bruta mensual, con opción a incrementarse hasta 68 meses.
Además, cuenta con prestaciones económicas como prima vacacional equivalente a 50% de 10 días de sueldo base y aguinaldo de 40 días de salario ordinario, como se estipula en el Diario Oficial de la Federación, lo que equivale a 31 mil 556 pesos.
También dispone de dos vehículos, o sólo uno y el apoyo económico de hasta 7 mil 500 pesos al mes.
Para el equipo de telefonía celular recibe 4 mil 500 al mes y por gastos de alimentación 5 mil 434 pesos. Más 77 pesos de despensa, 20 días hábiles de vacaciones y prestaciones de seguridad social. A su salario y prestaciones también se suman los gastos que ejerce cuando sale al extranjero.
En respuesta a la solicitud de información hecha por El Universal , el IFAI informó que, en marzo de 2009, la funcionaria gastó 165 mil 90 pesos en viajes a Turquía, Colombia e Inglaterra. En 2010, por costo de la aerolínea, ejerció 83 mil 920 en un viaje a España.
A ese monto habría que sumarle lo ejercido por la funcionaria en los viajes al interior del país.
Trabajar en el Consejo
Fernando Serrano Migallón. (Foto: Archivo)
El secretario Técnico, Raúl Arenzana Olvera, y Fernando Serrano Migallón, secretario Cultural y Artístico del Consejo, ganan mensualmente 114 mil 802 pesos netos.
Al año es un millón 377 mil 624 pesos. Más prestaciones, que incluyen la asignación de dos vehículos, o uno y el apoyo económico de hasta 7 mil 500 pesos. Equipo de telefonía celular de mil 665 pesos. Y gastos de alimentación de 3 mil 344 pesos.
Además, Fernando Serrano Migallón, entre marzo de 2009 y mayo de 2011, ha gastado 757 mil seis pesos, en viajes a Francia, Portugal, Canadá, España, Bélgica, Colombia, Estados Unidos y Suiza.
Laura Emilia Pacheco, directora general de Publicaciones, es quien más ha viajado Conaculta. Entre marzo de 2009 y mayo de 2011 realizó 14 viajes al extranjero, visitó Honduras, Colombia, India, Canadá, Estados Unidos, Brasil, Alemania, Francia e Italia; en total ejerció 693 mil 390 pesos. El monto total de sus percepciones netas es de 85 mil 777 pesos y anualmente es un millón 29 mil 324 pesos.
A esto se agregan los seguros, prestaciones económicas como prima vacional, 77 pesos de despensa, 20 días hábiles al año de vacaciones; un vehículo asignado, o el apoyo económico para un vehículo de hasta 5 mil 916 pesos mensuales, equipo de telefonía celular por mil 485 pesos, gastos de alimentación por 2 mil 90 pesos mensuales y 40 días de aguinaldo.
El mismo sueldo y prestaciones percibe Martha Elena Cantú, directora del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA), Marco Antonio Vera Crestani, director general de Vinculación Cultural; Miriam Morales Sanhueza, directora general de Culturas Populares; Roberto Vázquez Díaz, director general del Centro Nacional de las Artes; Raúl Delgado Lamas, Director General de Sitios y Monumentos del Patrimonio Cultural; Fernando Álvarez del Castillo, director general de Bibliotecas; Delia Peña, directora general de Comunicación Social.
El INBA y sus directores de orquesta
Teresa Vicencio Álvarez durante su última visita a Ciudad Juárez. (Foto: RanchoNEWS)
De acuerdo con el POT, Teresa Vicencio Álvarez, directora general del INBA, tiene un sueldo base ordinario de 21 mil 711 pesos, la compensación garantizada es por 150 mil 89 pesos. El monto total de percepciones netas es de 122 mil 474 pesos. Al año es un millón 469 mil pesos. Tiene seguro de gastos médicos de 259 a mil salarios mínimos generales al mes, vigentes en el DF, es decir, de 15 mil 281 a 59 mil pesos. Más prestaciones y 40 días de aguinaldo.
En las subdirecciones generales del instituto se informa que Sergio Ramírez, del INBA; Alejandra Peña, de Patrimonio Artístico Inmueble; Maricela Guadalupe Jacobo, de Educación e Investigación Artísticas; y Efraín Salinas, de Administración, ganan 68 mil 895 pesos netos. Al año, 826 mil 740 pesos.
En el caso de Eduardo Soto Millán, coordinador Nacional de Música y Ópera; Carmen Bojórquez, coordinadora Nacional de Danza; Juan Melía, coordinador Nacional de Teatro; Francisco Orozco Díaz, gerente del Palacio de Bellas Artes; Stasia de la Garza, coordinadora Nacional de Literatura; y Gabriela Gil Valenzuela, directora del Centro Nacional de Registro y Conservación del Patrimonio Artístico Mueble, ganan un sueldo neto de 41 mil 833 pesos, que al año son 501 mil 996 pesos netos.
El director de la Compañía Nacional de Teatro, Jaime Ruiz Lobera, y Sylvie Reynaud, titular de la Compañía Nacional de Danza, ganan mensualmente 54 mil 353 pesos. Anualmente, 652 mil 236 pesos netos.
Claudia Hinojosa Corona, que ocupa el puesto de Gerencia de la Orquesta Sinfónica Nacional, recibe mensualmente 53 mil 601 pesos, significan 643 mil 212 pesos anuales.
El caso del director de la agrupación, el maestro Carlos Miguel Prieto, es diferente, pues no figura en la nómina de empleados. Su pago es por contrato para “llevar a cabo las actuaciones musicales como director artístico de la Orquesta Sinfónica Nacional en la Sala de Espectáculos del Palacio de Bellas Artes, así como en otros foros, y elaborar la programación de las temporadas de conciertos, con sus respectivos ensayos”.
En el Portal de Obligaciones y Transparencia, en la fracción XIII, se informa que el pago de 2007 fue de un millón 274 mil 519 pesos. De marzo a diciembre de 2008 recibió un millón 828 mil 500 pesos brutos. De los últimos tres años no existe información.
De acuerdo al archivo de este rubro, de 2001 a 2008 el monto más alto que se ha pagado es a Enrique Arturo Diemecke, quien en 2003 firmó un contrato anual por 2 millones 421 mil pesos, menos impuestos.
Según el POT, quien fuera titular de la Orquesta de Cámara de Bellas Artes, Jesús Medina Villarreal, ganó hasta febrero de 2011, cuando fue sustituido por José Luis Castillo, un total de percepciones netas de 6 mil 449 pesos y sólo contaba con 40 días de aguinaldo. Al año recibió 77 mil 388 pesos. En el portal no está el salario del actual director. Se solicitó la información a la dirección de la orquesta y se informó que Castillo está fuera del país y es el único que puede corroborar la cifra.
Otras instituciones
Irma Pía González. (Foto: Archivo)
Marina Stavenhagen, directora general del IMCINE, recibe un total de percepciones netas de 97 mil 146 pesos, es decir, un millón 165 mil 752 pesos netos. Además, por equipo de telefonía celular recibe 2 mil mensuales, por gastos de alimentación 28 mil 500 pesos mensuales. Como secretaria Ejecutiva del Fondo para la Producción Cinematográfica de Calidad, la funcionaria recibe el mismo salario y prestaciones que como directora, por lo que al año percibe 2 millones 331 mil 504 pesos netos. Este diario se comunicó con el departamento de Recursos Humanos del organismo para corroborar la información, hasta el cierre de la edición no se hubo respuesta.
El salario neto de Irma Pía González, directora general del Canal 22, es de 113 mil 23 pesos. Anualmente gana un millón 356 mil 276 pesos. Más prestaciones y apoyos de alimentos, automóvil y telefonía celular, aunque en el POT no se especifica el monto.
Alfonso de Maria y Campos, titular del INAH, tiene un sueldo base ordinario de 21 mil 711 pesos, compensación garantizada de 150 mil 189 pesos.
El monto total de percepciones netas es de 124 mil 10 pesos. Anualmente es un millón 488 mil 120 pesos. Más la gratificación mensual de 40 días de salario ordinario.
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Noticias / Ciudad Juárez: Niega Teresa Vicencio «Sala permanente de Arte Contemporáneo de Ciudad Juárez»
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La directora del INBA en Ciudad Juárez. (Foto: RanchoNEWS)
C iudad Juárez, Chihuahua. 25 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- La Lic. Teresa Vicencio Álvarez , directora general del Instituto Nacional de Bellas Artes, negó una Sala permanente de Arte Contemporáneo de Ciudad Juárez en el inmueble del Museo de Arte de esta frontera, en respuesta a una petición que le solicitara este medio de comunicación, por medio de una carta entregada en sus manos el 12 de abril del 2010.
Vivencio Álvarez dijo al editor Jaime Moreno Valenzuela con palabras altisonantes: «Que a partir de dos meses se va a integrar un grupo de curadores que los va a profesionalizar (a los artistas) en su trabajo».
El hecho se dio durante la reinauguración de Museo de Arte del INBA en esta ciudad, cuya reparación costó 18.5 millones de pesos, después de por lo menos dos décadas de abandono de parte del gobierno federal.
Entre la concurrencia –que fue bienvenida con dos barriles de cerveza de la compañía Moctezuma y vino Padre Kino– surgieron dudas acerca del aprovechamiento del presupuesto en la reparación, la suerte del fondo del antiguo museo, compuesto con aportaciones de artistas locales, y si habría sido consultado el Instituto Nacional de Antropología e Historia respecto a la reparación de un inmueble diseñado por el arquitecto Ramírez Vázquez, autor del Estadio Azteca y de la nueva Basílica de la Virgen de Guadalupe.
La carta presentada por Rancho Las Voces dice textualmente:
Por medio de este conducto, la Revista Electrónica de Arte y Cultura Rancho Las Voces (http://rrlv.blogspot.com/), propone que sea instalada una Sala permanente de Arte Contemporáneo de Ciudad Juárez en el inmueble del Museo de Arte de esta frontera como parte de su restauración.
El mecanismo de funcionamiento de tal Sala puede ser discutido entre los mismos artistas con la dirección del Museo, tanto la utilidad como la necesidad de un espacio con estas características son muy evidentes, ya que actualmente se carece de un lugar donde la comunidad pueda contemplar la obra plástica de sus creadores en conjunto; además cabe mencionar que con la reconversión de Museo de la ExAduana no ganamos un espacio museográfico sino que perdimos uno.
Hasta aquí la carta.
A continuación los vídeos de Teresa Vicencio directora general del Instituto Nacional de Bellas Artes; Jorge Mario Quintana Silveyra, Secretario de Educación, Cultura y Deporte; Rosa Elva Vázquez, directora del Museo de Arte de Juárez, durante el evento de reinuaguración.
Teresa Vicencio
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La directora del INBA en Ciudad Juárez. (Foto: RanchoNEWS)
C iudad Juárez, Chihuahua. 25 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- La Lic. Teresa Vicencio Álvarez , directora general del Instituto Nacional de Bellas Artes, negó una Sala permanente de Arte Contemporáneo de Ciudad Juárez en el inmueble del Museo de Arte de esta frontera, en respuesta a una petición que le solicitara este medio de comunicación, por medio de una carta entregada en sus manos el 12 de abril del 2010.
Vivencio Álvarez dijo al editor Jaime Moreno Valenzuela con palabras altisonantes: «Que a partir de dos meses se va a integrar un grupo de curadores que los va a profesionalizar (a los artistas) en su trabajo».
El hecho se dio durante la reinauguración de Museo de Arte del INBA en esta ciudad, cuya reparación costó 18.5 millones de pesos, después de por lo menos dos décadas de abandono de parte del gobierno federal.
Entre la concurrencia –que fue bienvenida con dos barriles de cerveza de la compañía Moctezuma y vino Padre Kino– surgieron dudas acerca del aprovechamiento del presupuesto en la reparación, la suerte del fondo del antiguo museo, compuesto con aportaciones de artistas locales, y si habría sido consultado el Instituto Nacional de Antropología e Historia respecto a la reparación de un inmueble diseñado por el arquitecto Ramírez Vázquez, autor del Estadio Azteca y de la nueva Basílica de la Virgen de Guadalupe.
La carta presentada por Rancho Las Voces dice textualmente:
Por medio de este conducto, la Revista Electrónica de Arte y Cultura Rancho Las Voces (http://rrlv.blogspot.com/), propone que sea instalada una Sala permanente de Arte Contemporáneo de Ciudad Juárez en el inmueble del Museo de Arte de esta frontera como parte de su restauración.
El mecanismo de funcionamiento de tal Sala puede ser discutido entre los mismos artistas con la dirección del Museo, tanto la utilidad como la necesidad de un espacio con estas características son muy evidentes, ya que actualmente se carece de un lugar donde la comunidad pueda contemplar la obra plástica de sus creadores en conjunto; además cabe mencionar que con la reconversión de Museo de la ExAduana no ganamos un espacio museográfico sino que perdimos uno.
Hasta aquí la carta.
A continuación los vídeos de Teresa Vicencio directora general del Instituto Nacional de Bellas Artes; Jorge Mario Quintana Silveyra, Secretario de Educación, Cultura y Deporte; Rosa Elva Vázquez, directora del Museo de Arte de Juárez, durante el evento de reinuaguración.
Teresa Vicencio
Jorge Quintana Silveyra
Rosa Elva Vázquez
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Literatura / España: Guy de Maupassant, un clásico de vuelta
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El escritor francés. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 8 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- La aparición de Todas las mujeres, un volumen con 73 cuentos del escritor francés Guy de Maupassant en el que disecciona una variada muestra de la tipología femenina, una película de su novela Ben ami y la reedición de su cuento de terror "La noche" ponen al escritor francés de máxima actualidad, infroam desde Madrid la agencia EFE.
Guy de Maupassant, que nació en Dieppe en 1850 y murió en París en 1893, fue un escritor que comenzó siendo naturalista y que indagó después por otros caminos, como el terror y lo fantástico, con una de las plumas que mejor ha analizado tanto la sociedad de los salones burgueses como la del mundo rural.
Considerado un gran explorador del alma humana con la palabra justa, ni una más ni una menos, el autor francés ha sacado a flote todas las miserias de una sociedad hipócrita; quizá por eso, hoy también sea tan necesario.
No en vano, el pasado año la televisión francesa emitió una tanda de cuentos basados en la prestigiosa colección de La Pléiade y se colocaron como líder de audiencia, como recuerda el traductor del libro Todas las mujeres, y editor del mismo volumen, Mauro Armiño.
Todas las mujeres, editado por Siruela, recoge 73 cuentos y novelas breves en los que el escritor describe a la mujer apasionadamente enamorada, la seducida, la engañada, la libertina, la cortesana, la celosa; también la madre que lleva el cariño más allá de racional, o la mujer infanticida, la prostituta o la heroína que venga la muerte de sus hijos.
«Maupassant tiene 310 ó 315 cuentos, con situaciones sociales totalmente diferentes; presenta a todas las clases sociales, desde los pastores bretones, al modo de vida campesina, con mozas a las que todas las pone embarazadas y por otra parte a la alta sociedad parisina. Un abanico con unos problemas que hoy no han dejado de repetirse» , explica a EFE Armiño, traductor también de Marcel Proust.
Maupassant, nacido en el seno de una familia medio aristocrática y discípulo de Flaubert, decía que nunca se había enamorado; pero fue un gran mujeriego y un «atleta sexual» . Frecuentó todos los salones de señoritas habidos y por haber, una experiencia que le sirvió para tener un amplio conocimiento de la situación de la mujer.
«Él siempre denunció la mala situación en la que se encontraba la mujer. Estaba muy bien relacionado con la amantes de los salones más importantes de Francia, donde charlaba y contaba cuentos», precisa Armiño, que comenta que eran muy conocidas sus hazañas sexuales.
«Se sabe –añade– que Flaubert, porque lo cuentan en su diario los hermanos Goncourt, muchas veces invitaba a sus amigos para que vieran 'en acción' a Maupassant, y para ello alquilaba el servicio de tres prostitutas con las que él hacía las delicias de los presentes».
El libro se abre con uno de sus grandes cuentos Bola de sebo (1880) , una historia que se desarrolla durante la ocupación Francesa en la guerra franco-prusiana de 1875, con una joven prostituta amante de la comida como protagonista.
El próximo mes de septiembre la editorial Nórdicas también publicará una de las novelas más significativas del escritor, La noche, una edición de Toño Benavides, en edición ilustrada y bilingüe.
Y por si esto fuera poco, este otoño Maupassant estará en las pantallas de cine, con la película Ben Ami, basada en su novela escrita en 1850, con Robert Pattinson y Uma Thurman, dirigidos por Declan Donnellan y Nik Ormerod.
Una película que se estrenará en octubre en Estados Unidos, y en la que el escritor rasga el velo a la aristocracia de la sociedad francesa del siglo XIX.
Mayor información: Guy de Maupassant
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El escritor francés. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 8 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- La aparición de Todas las mujeres, un volumen con 73 cuentos del escritor francés Guy de Maupassant en el que disecciona una variada muestra de la tipología femenina, una película de su novela Ben ami y la reedición de su cuento de terror "La noche" ponen al escritor francés de máxima actualidad, infroam desde Madrid la agencia EFE.
Guy de Maupassant, que nació en Dieppe en 1850 y murió en París en 1893, fue un escritor que comenzó siendo naturalista y que indagó después por otros caminos, como el terror y lo fantástico, con una de las plumas que mejor ha analizado tanto la sociedad de los salones burgueses como la del mundo rural.
Considerado un gran explorador del alma humana con la palabra justa, ni una más ni una menos, el autor francés ha sacado a flote todas las miserias de una sociedad hipócrita; quizá por eso, hoy también sea tan necesario.
No en vano, el pasado año la televisión francesa emitió una tanda de cuentos basados en la prestigiosa colección de La Pléiade y se colocaron como líder de audiencia, como recuerda el traductor del libro Todas las mujeres, y editor del mismo volumen, Mauro Armiño.
Todas las mujeres, editado por Siruela, recoge 73 cuentos y novelas breves en los que el escritor describe a la mujer apasionadamente enamorada, la seducida, la engañada, la libertina, la cortesana, la celosa; también la madre que lleva el cariño más allá de racional, o la mujer infanticida, la prostituta o la heroína que venga la muerte de sus hijos.
«Maupassant tiene 310 ó 315 cuentos, con situaciones sociales totalmente diferentes; presenta a todas las clases sociales, desde los pastores bretones, al modo de vida campesina, con mozas a las que todas las pone embarazadas y por otra parte a la alta sociedad parisina. Un abanico con unos problemas que hoy no han dejado de repetirse» , explica a EFE Armiño, traductor también de Marcel Proust.
Maupassant, nacido en el seno de una familia medio aristocrática y discípulo de Flaubert, decía que nunca se había enamorado; pero fue un gran mujeriego y un «atleta sexual» . Frecuentó todos los salones de señoritas habidos y por haber, una experiencia que le sirvió para tener un amplio conocimiento de la situación de la mujer.
«Él siempre denunció la mala situación en la que se encontraba la mujer. Estaba muy bien relacionado con la amantes de los salones más importantes de Francia, donde charlaba y contaba cuentos», precisa Armiño, que comenta que eran muy conocidas sus hazañas sexuales.
«Se sabe –añade– que Flaubert, porque lo cuentan en su diario los hermanos Goncourt, muchas veces invitaba a sus amigos para que vieran 'en acción' a Maupassant, y para ello alquilaba el servicio de tres prostitutas con las que él hacía las delicias de los presentes».
El libro se abre con uno de sus grandes cuentos Bola de sebo (1880) , una historia que se desarrolla durante la ocupación Francesa en la guerra franco-prusiana de 1875, con una joven prostituta amante de la comida como protagonista.
El próximo mes de septiembre la editorial Nórdicas también publicará una de las novelas más significativas del escritor, La noche, una edición de Toño Benavides, en edición ilustrada y bilingüe.
Y por si esto fuera poco, este otoño Maupassant estará en las pantallas de cine, con la película Ben Ami, basada en su novela escrita en 1850, con Robert Pattinson y Uma Thurman, dirigidos por Declan Donnellan y Nik Ormerod.
Una película que se estrenará en octubre en Estados Unidos, y en la que el escritor rasga el velo a la aristocracia de la sociedad francesa del siglo XIX.
Mayor información: Guy de Maupassant
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Festival Internacional Chihuahua / México: Anuncian el programa artístico-cultural del séptimo Fich
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Estampa de Parral, incluida en una serie que será mostrada en el festival de Chihuahua. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua, 31 de agosto 2011. (RanchoNEWS).- Con un amplio programa artístico-cultural que tendrá cobertura en los 67 municipios del estado, el séptimo Festival Internacional Chihuahua buscará revertir el estigma de violencia y recuperar espacios públicos en esa entidad norteña. Una nota de Ana Mónica Rodríguez para La Jornada:
Durante el anuncio del encuentro que se desarrollará del 17 de septiembre al 12 de octubre con Argentina, Hidalgo del Parral y el estado de México como invitados de honor, Patricia Vaca Narvaja, embajadora del país sudamericano en México, expresó que será ocasión propicia para «estrechar lazos entre el norte y sur del continente.
«Ésta será una oportunidad inmejorable de mostrar nuestro arte, además de conocernos y reconocernos, de compartir nuestra historia común y nuestras diferencias, de estar juntos como nunca los dos extremos del continente y acompañar al pueblo chihuahuense en esta maravillosa experiencia de recuperar el espacio público y rencontrarnos con los valores de la libertad, la igualdad y la solidaridad», dijo la diplomática en la sede de la embajada argentina.
Esperanza por tiempos mejores
El encuentro, explicó César Horacio Duarte Jáquez, gobernador de Chihuahua, propondrá una serie de manifestaciones artístico-culturales con una amplia oferta de alto nivel destinada al mayor número posible de espectadores.
Luego de recordar a los chihuahuenses ilustres, Duarte Jáquez manifestó que «la heroica ciudad de Júarez es una muestra de cómo somos capaces de vencer la adversidad, porque durante más de dos años fue de manera permanente la número uno por los altos índices de violencia y, actualmente, se halla en el sexto lugar en atención por entidades federativas en materia prioritaria del gobierno de la República».
Incluso, añadió, hace unos días la alerta del Departamento de Estado, de Estados Unidos, ubicó a cinco entidades del país «y por primera vez se evitó señalar al estado de Chihuahua, lo cual son buenas noticias».
Con este festival, aseveró el mandatario local, «mostramos la esperanza y el sentimiento más sublime del ser humano de tener tiempos mejores».
Este encuentro artístico-cultural se inició desde hace unos meses en diversos municipios, con caravanas culturales que han llegado a varias localidades, pero de manera formal comenzará el 17 de septiembre con artistas de diversas latitudes y disciplinas.
Además, se rendirá tributo al escritor Ignacio Solares y la Medalla al Mérito Literario será entregada al poeta estadunidense Jerome Rothenberg.
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Estampa de Parral, incluida en una serie que será mostrada en el festival de Chihuahua. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua, 31 de agosto 2011. (RanchoNEWS).- Con un amplio programa artístico-cultural que tendrá cobertura en los 67 municipios del estado, el séptimo Festival Internacional Chihuahua buscará revertir el estigma de violencia y recuperar espacios públicos en esa entidad norteña. Una nota de Ana Mónica Rodríguez para La Jornada:
Durante el anuncio del encuentro que se desarrollará del 17 de septiembre al 12 de octubre con Argentina, Hidalgo del Parral y el estado de México como invitados de honor, Patricia Vaca Narvaja, embajadora del país sudamericano en México, expresó que será ocasión propicia para «estrechar lazos entre el norte y sur del continente.
«Ésta será una oportunidad inmejorable de mostrar nuestro arte, además de conocernos y reconocernos, de compartir nuestra historia común y nuestras diferencias, de estar juntos como nunca los dos extremos del continente y acompañar al pueblo chihuahuense en esta maravillosa experiencia de recuperar el espacio público y rencontrarnos con los valores de la libertad, la igualdad y la solidaridad», dijo la diplomática en la sede de la embajada argentina.
Esperanza por tiempos mejores
El encuentro, explicó César Horacio Duarte Jáquez, gobernador de Chihuahua, propondrá una serie de manifestaciones artístico-culturales con una amplia oferta de alto nivel destinada al mayor número posible de espectadores.
Luego de recordar a los chihuahuenses ilustres, Duarte Jáquez manifestó que «la heroica ciudad de Júarez es una muestra de cómo somos capaces de vencer la adversidad, porque durante más de dos años fue de manera permanente la número uno por los altos índices de violencia y, actualmente, se halla en el sexto lugar en atención por entidades federativas en materia prioritaria del gobierno de la República».
Incluso, añadió, hace unos días la alerta del Departamento de Estado, de Estados Unidos, ubicó a cinco entidades del país «y por primera vez se evitó señalar al estado de Chihuahua, lo cual son buenas noticias».
Con este festival, aseveró el mandatario local, «mostramos la esperanza y el sentimiento más sublime del ser humano de tener tiempos mejores».
Este encuentro artístico-cultural se inició desde hace unos meses en diversos municipios, con caravanas culturales que han llegado a varias localidades, pero de manera formal comenzará el 17 de septiembre con artistas de diversas latitudes y disciplinas.
Además, se rendirá tributo al escritor Ignacio Solares y la Medalla al Mérito Literario será entregada al poeta estadunidense Jerome Rothenberg.
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Noticias / México: Las grandes librerías del país gozan de buena salud
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La librería Porrúa, que se fundó en 1900, tiene una de sus mejores sucursales en Masaryk 111, Polanco. (Foto: Juan Boites / El Universal )
C iudad Juárez, Chihuahua. 5 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- En materia de librerías, México no es un reflejo de lo que pasa en Estados Unidos. Mientras en aquel país, Borders, la segunda más importante cadena de libros, el mes pasado anunció el cierre de sus 400 tiendas por acumular pérdidas por más de 800 millones de dólares, en México las grandes cadenas libreras en lugar de pasar apuros han abierto nuevas sucursales, informa Yanet Aguilar Sosa de El Universal en elsiguiente reportaje:
En los últimos dos años, cadenas comercializadoras del libro como Gandhi, Porrúa y El Péndulo, más que hacer adecuaciones a sus espacios, abrieron las puertas de nuevas sucursales en diversos lugares emblemáticos, en las que se rigen por el concepto de centro cultural y no únicamente como sitios donde se venden libros.
Sin embargo, aunque en Estados Unidos los expertos en temas económicos señalan que la causa de la bancarrota de Borders se debió a que la empresa no se adaptó a los nuevos tiempos y entró tarde a la venta de libros electrónicos, en México el mercado del e-book apenas tiene cabida en esas librerías.
Mientras la Asociación de Editores Americanos dio a conocer hace unos días que las ventas del e-book tuvieron un incremento de 160% durante los primeros cinco meses del año, en comparación con el mismo periodo en 2010, de acuerdo con un reporte de ingresos, en México y en todos los países hispanohablantes del continente, la situación es otra.
Un estudio realizado por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc) en 2010, permite ver que en América Latina sólo 1% de las editoriales han publicado 40 o más libros electrónicos; mientras que 79% de las casas editoras no han publicado un solo libro digital.
En tanto, la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem), en sus estadísticas más recientes, de 2009, no da cuenta de producción y venta de libro electrónico y espera que en los datos de 2010, que presentará a finales del año, ya tenga información. Incluso, apenas este año, convocó a su segundo Foro de la edición digital.
Y aunque todos se rigen por la sentencia de «evolucionar o morir», las más importantes cadenas de librerías en México apenas han empezado a comercializar libros electrónicos y soportes digitales de lectura. Tal como lo muestran los datos.
Los primeros pasos digitales
Ante ese panorama de poco acceso al libro digital con incipientes propuestas de oferta en las librerías, hay excepciones, como Porrúa, la centenaria editorial que hace unos años empezó a ampliar su red de librerías, pues ya cuenta con cinco ePorrúa en instituciones educativas, donde vende «tabletas digitales» y libros electrónicos.
«En cinco universidades ya tenemos el ePorrúa, son las sucursales de siempre, con su parte de libros, cafetería, pero también con una parte tecnológica, pues se venden tabletas e incluso ya se puede empezar a comprar el material vía electrónica», comenta José Miguel Pérez Porrúa, subdirector de Porrúa Hermanos.
El editor y librero que es parte de una familia que dirige la casa editorial que se fundó en 1900, al publicar el libro Las cien mejores poesías líricas mexicanas, asegura que en la actualidad tienen 82 librerías en 16 estados del país y que en las entidades donde no hay una librería Porrúa distribuyen sus libros y trabajan con librerías pequeñas.
Pero además, al tiempo que digitalizan todo su catálogo para ponerlo en línea, han logrado establecer un mecanismo de venta singular: si el público lector no encuentra el libro que busca en esa tienda, se lo consiguen y lo llevan hasta su casa.
Pero Porrúa no es la única casa editora que vende las versiones electrónicas de algunos libros, el Fondo de Cultura Económica (FCE) ofrece en este momento 120 libros electrónicos desde su página de Internet, que se pueden leer en dispositivos como Sony reader digital book, Inves book 600, Papyre y Woxter scriba 150.
Guillermo Quijas-Corzo, presidente de la Asociación de Libreros Mexicanos, asegura que los libreros tienen cada vez mayores retos, por lo que tienen que buscar otras opciones y otro tipo de cosas para ofrecerle a su público.
«No puede nada más basarse en una buena selección de títulos y un buen servicio, que es lo que hace cualquier empresa, por eso cada vez hay más librerías que están tratando de ofertar este tipo de servicios, me parece que quien mantiene una librería en la forma tradicional, tiene menos posibilidades de que las cosas funcionen, tienen que renovarse en todos los sentidos», dice el editor de Almadía.
En ello coincide Alberto Achar, director de librerías Gandhi, cadena que tiene 25 sucursales en el país (11 en la ciudad de México y otras 14 en diferentes estados) y que desplaza más de 4 millones de libros al año.
Achar asegura que a la venta de textos habría que sumar los valores y servicios que ofrecen, desde un programa de cliente frecuente, hasta un servicio de certificados de regalo, venta de boletos, Internet inalámbrico. «No vendemos libros, discos y video, sino que vendemos cultura, información y entretenimiento», dice el empresario que también tiene a la venta la tableta Cybook opus y una buena cantidad de libros digitales bajo el título Libros-e.
Entre 2010 y 2011 Gandhi abrió cuatro sucursales más, una en el DF, en en el Centro Comercia Paseo Acoxpa, en Coapa, y las otras tres en el aeropuerto de Guadalajara, San Luis Potosí y Cancún. El plan de este año es abrir otra librería más en Jalisco y concretar alianza con una tienda departamental.
De acuerdo con los datos proporcionados por el director de la librería Gandhi, en sus 25 sucursales las ventas que alcanzan representan 25% del mercado; incluso, en su página oficial de Internet, que es visitada por alrededor de 800 mil personas mensualmente, reciben más de cinco mil pedidos al mes.
Esa adaptación al nuevo mercado con el libro digital ha sido hecha por Cafebrerías El Péndulo. «Ante el decremento en ventas de disco -ahora se vende una décima parte de lo que se vendía en los años 90-, tuvimos que reinventarnos e irnos adaptando, ahora estamos viendo qué pasa con el libro digital que anda amenazando« », señala Jaime Ades arquitecto, músico y socio fundador de El Péndulo.
La apuesta de las casas
Esa multiplicidad de ofertas que las editoriales han conjuntado a fuerza de los años, fue la propuesta con la que nació Cafebrería El Péndulo Condesa en 1993. «Queríamos subrayar que no sólo eran las librerías, sino un lugar donde se cruzaban las ideas», asegura Ades.
El concepto, que ha cumplido 18 años de encontrar a los libros con el café, la música y la gastronomía, se ha multiplicado; hoy tiene seis sucursales en la ciudad de México, cuatro instaladas en casas amplias y dos más «normales» en centros culturales: Santa Fe y Perisur.
La más reciente cafebrería que se ha abierto es El Péndulo Roma, que fue inaugurada apenas en enero pasado; pero a la par han ideado otras propuestas, como el bar Bukowski, instalado en la sede de Zona Rosa.
Pero si de todas las librerías, incluidas el Fondo de Cultura Económica y la Red de Librerías Educal –ambas cadenas de carácter institucional– alguna ha crecido, es Librerías Porrúa, que en los últimos años se ha expandido por 16 estados del país, instalando sucursales en lugares de alto poder adquisitivo, como es Bosques de Duraznos, pero también en zonas consideradas hasta hace poco «ciudades pérdidas», como es el caso de ciudad Nezahualcóyotl.
«Son ahora 82 sucursales, lo que tratamos de hacer es respetar los espacios donde no hay librerías, por eso el crecimiento que hemos tenido a nivel República; donde ya hay librerías promovemos la venta de libros a través de terceros; donde han desaparecido librerías, abrimos nuevas sucursales», comenta Pérez Porrúa.
En México, donde según la Asociación de Libreros Mexicanos, de acuerdo con su último censo, hay 400 puntos de venta en todo el país –esto sin contar centros departamentales– y que según el Atlas de Infraestructura cultural de México de 2003, llega a mil 146 librerías registradas, la tendencia es a crear centros culturales, más que ha crear pequeñas librerías temáticas o especializadas, como ocurre en Estados Unidos.
Gran crecimiento de cadenas
Guillermo Quijas acepta que cada vez se abren nuevas librerías en México, pero son de las grandes cadenas. «No ves librerías de barrio ni pequeñas empresas independientes que abran porque en este momento la situación está complicada para eso», comenta Quijas.
Incluso, asegura que a lo largo de los últimos cinco años el número de librerías se mantiene, cierran pequeñas librerías y abren sucursales de cadenas, pero esto hace que «se monopolice el mercado del libro».
Sin embargo, Quijas asegura que en el país hay casos de éxito, como la librería La Jícara en Oaxaca, que se especializa en sellos independientes y en dos años le ha ido muy bien. «Creo que una librería tiene que volverse especializada para subsistir en el mercado del día de hoy, cada vez hay menos librerías generales porque es mucha la producción en México, muchas las novedades y muchas las importaciones».
El líder de los libreros dice que la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro no ha impulsado, como se estipula, nuevas librerías y que aunque cada año ha salido un plan que ha hecho el Consejo Nacional de Fomento para el Libro y la Lectura, no hay más recursos de apoyo a librerías.
Guillermo Quijas asegura que «el proceso va lento y además faltan cosas específicas para el desarrollo de librerías, sabemos que la Ley da pie para que no se cumpla, lo que hace que si se viola el precio único no se sancione y eso no ayuda en nada»
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La librería Porrúa, que se fundó en 1900, tiene una de sus mejores sucursales en Masaryk 111, Polanco. (Foto: Juan Boites / El Universal )
C iudad Juárez, Chihuahua. 5 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- En materia de librerías, México no es un reflejo de lo que pasa en Estados Unidos. Mientras en aquel país, Borders, la segunda más importante cadena de libros, el mes pasado anunció el cierre de sus 400 tiendas por acumular pérdidas por más de 800 millones de dólares, en México las grandes cadenas libreras en lugar de pasar apuros han abierto nuevas sucursales, informa Yanet Aguilar Sosa de El Universal en elsiguiente reportaje:
En los últimos dos años, cadenas comercializadoras del libro como Gandhi, Porrúa y El Péndulo, más que hacer adecuaciones a sus espacios, abrieron las puertas de nuevas sucursales en diversos lugares emblemáticos, en las que se rigen por el concepto de centro cultural y no únicamente como sitios donde se venden libros.
Sin embargo, aunque en Estados Unidos los expertos en temas económicos señalan que la causa de la bancarrota de Borders se debió a que la empresa no se adaptó a los nuevos tiempos y entró tarde a la venta de libros electrónicos, en México el mercado del e-book apenas tiene cabida en esas librerías.
Mientras la Asociación de Editores Americanos dio a conocer hace unos días que las ventas del e-book tuvieron un incremento de 160% durante los primeros cinco meses del año, en comparación con el mismo periodo en 2010, de acuerdo con un reporte de ingresos, en México y en todos los países hispanohablantes del continente, la situación es otra.
Un estudio realizado por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc) en 2010, permite ver que en América Latina sólo 1% de las editoriales han publicado 40 o más libros electrónicos; mientras que 79% de las casas editoras no han publicado un solo libro digital.
En tanto, la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem), en sus estadísticas más recientes, de 2009, no da cuenta de producción y venta de libro electrónico y espera que en los datos de 2010, que presentará a finales del año, ya tenga información. Incluso, apenas este año, convocó a su segundo Foro de la edición digital.
Y aunque todos se rigen por la sentencia de «evolucionar o morir», las más importantes cadenas de librerías en México apenas han empezado a comercializar libros electrónicos y soportes digitales de lectura. Tal como lo muestran los datos.
Los primeros pasos digitales
Ante ese panorama de poco acceso al libro digital con incipientes propuestas de oferta en las librerías, hay excepciones, como Porrúa, la centenaria editorial que hace unos años empezó a ampliar su red de librerías, pues ya cuenta con cinco ePorrúa en instituciones educativas, donde vende «tabletas digitales» y libros electrónicos.
«En cinco universidades ya tenemos el ePorrúa, son las sucursales de siempre, con su parte de libros, cafetería, pero también con una parte tecnológica, pues se venden tabletas e incluso ya se puede empezar a comprar el material vía electrónica», comenta José Miguel Pérez Porrúa, subdirector de Porrúa Hermanos.
El editor y librero que es parte de una familia que dirige la casa editorial que se fundó en 1900, al publicar el libro Las cien mejores poesías líricas mexicanas, asegura que en la actualidad tienen 82 librerías en 16 estados del país y que en las entidades donde no hay una librería Porrúa distribuyen sus libros y trabajan con librerías pequeñas.
Pero además, al tiempo que digitalizan todo su catálogo para ponerlo en línea, han logrado establecer un mecanismo de venta singular: si el público lector no encuentra el libro que busca en esa tienda, se lo consiguen y lo llevan hasta su casa.
Pero Porrúa no es la única casa editora que vende las versiones electrónicas de algunos libros, el Fondo de Cultura Económica (FCE) ofrece en este momento 120 libros electrónicos desde su página de Internet, que se pueden leer en dispositivos como Sony reader digital book, Inves book 600, Papyre y Woxter scriba 150.
Guillermo Quijas-Corzo, presidente de la Asociación de Libreros Mexicanos, asegura que los libreros tienen cada vez mayores retos, por lo que tienen que buscar otras opciones y otro tipo de cosas para ofrecerle a su público.
«No puede nada más basarse en una buena selección de títulos y un buen servicio, que es lo que hace cualquier empresa, por eso cada vez hay más librerías que están tratando de ofertar este tipo de servicios, me parece que quien mantiene una librería en la forma tradicional, tiene menos posibilidades de que las cosas funcionen, tienen que renovarse en todos los sentidos», dice el editor de Almadía.
En ello coincide Alberto Achar, director de librerías Gandhi, cadena que tiene 25 sucursales en el país (11 en la ciudad de México y otras 14 en diferentes estados) y que desplaza más de 4 millones de libros al año.
Achar asegura que a la venta de textos habría que sumar los valores y servicios que ofrecen, desde un programa de cliente frecuente, hasta un servicio de certificados de regalo, venta de boletos, Internet inalámbrico. «No vendemos libros, discos y video, sino que vendemos cultura, información y entretenimiento», dice el empresario que también tiene a la venta la tableta Cybook opus y una buena cantidad de libros digitales bajo el título Libros-e.
Entre 2010 y 2011 Gandhi abrió cuatro sucursales más, una en el DF, en en el Centro Comercia Paseo Acoxpa, en Coapa, y las otras tres en el aeropuerto de Guadalajara, San Luis Potosí y Cancún. El plan de este año es abrir otra librería más en Jalisco y concretar alianza con una tienda departamental.
De acuerdo con los datos proporcionados por el director de la librería Gandhi, en sus 25 sucursales las ventas que alcanzan representan 25% del mercado; incluso, en su página oficial de Internet, que es visitada por alrededor de 800 mil personas mensualmente, reciben más de cinco mil pedidos al mes.
Esa adaptación al nuevo mercado con el libro digital ha sido hecha por Cafebrerías El Péndulo. «Ante el decremento en ventas de disco -ahora se vende una décima parte de lo que se vendía en los años 90-, tuvimos que reinventarnos e irnos adaptando, ahora estamos viendo qué pasa con el libro digital que anda amenazando« », señala Jaime Ades arquitecto, músico y socio fundador de El Péndulo.
La apuesta de las casas
Esa multiplicidad de ofertas que las editoriales han conjuntado a fuerza de los años, fue la propuesta con la que nació Cafebrería El Péndulo Condesa en 1993. «Queríamos subrayar que no sólo eran las librerías, sino un lugar donde se cruzaban las ideas», asegura Ades.
El concepto, que ha cumplido 18 años de encontrar a los libros con el café, la música y la gastronomía, se ha multiplicado; hoy tiene seis sucursales en la ciudad de México, cuatro instaladas en casas amplias y dos más «normales» en centros culturales: Santa Fe y Perisur.
La más reciente cafebrería que se ha abierto es El Péndulo Roma, que fue inaugurada apenas en enero pasado; pero a la par han ideado otras propuestas, como el bar Bukowski, instalado en la sede de Zona Rosa.
Pero si de todas las librerías, incluidas el Fondo de Cultura Económica y la Red de Librerías Educal –ambas cadenas de carácter institucional– alguna ha crecido, es Librerías Porrúa, que en los últimos años se ha expandido por 16 estados del país, instalando sucursales en lugares de alto poder adquisitivo, como es Bosques de Duraznos, pero también en zonas consideradas hasta hace poco «ciudades pérdidas», como es el caso de ciudad Nezahualcóyotl.
«Son ahora 82 sucursales, lo que tratamos de hacer es respetar los espacios donde no hay librerías, por eso el crecimiento que hemos tenido a nivel República; donde ya hay librerías promovemos la venta de libros a través de terceros; donde han desaparecido librerías, abrimos nuevas sucursales», comenta Pérez Porrúa.
En México, donde según la Asociación de Libreros Mexicanos, de acuerdo con su último censo, hay 400 puntos de venta en todo el país –esto sin contar centros departamentales– y que según el Atlas de Infraestructura cultural de México de 2003, llega a mil 146 librerías registradas, la tendencia es a crear centros culturales, más que ha crear pequeñas librerías temáticas o especializadas, como ocurre en Estados Unidos.
Gran crecimiento de cadenas
Guillermo Quijas acepta que cada vez se abren nuevas librerías en México, pero son de las grandes cadenas. «No ves librerías de barrio ni pequeñas empresas independientes que abran porque en este momento la situación está complicada para eso», comenta Quijas.
Incluso, asegura que a lo largo de los últimos cinco años el número de librerías se mantiene, cierran pequeñas librerías y abren sucursales de cadenas, pero esto hace que «se monopolice el mercado del libro».
Sin embargo, Quijas asegura que en el país hay casos de éxito, como la librería La Jícara en Oaxaca, que se especializa en sellos independientes y en dos años le ha ido muy bien. «Creo que una librería tiene que volverse especializada para subsistir en el mercado del día de hoy, cada vez hay menos librerías generales porque es mucha la producción en México, muchas las novedades y muchas las importaciones».
El líder de los libreros dice que la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro no ha impulsado, como se estipula, nuevas librerías y que aunque cada año ha salido un plan que ha hecho el Consejo Nacional de Fomento para el Libro y la Lectura, no hay más recursos de apoyo a librerías.
Guillermo Quijas asegura que «el proceso va lento y además faltan cosas específicas para el desarrollo de librerías, sabemos que la Ley da pie para que no se cumpla, lo que hace que si se viola el precio único no se sancione y eso no ayuda en nada»
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Visor Fronterizo / Jaime Moreno Valenzuela
Xochimilco estudio de reflexión
Ciudad Juárez, Chihuahua 30 de agosto 2011. (RanchoNEWS).- Detalle Xochimilco estudio de reflexión 1990, serigrafía de Alejandro Haddad de la colección del Museo Nacional de la Estampa dentro de la exposición Horizontes de México El Paisaje en los museos del Instituto Nacional de Bellas Artes. En el Museo de Arte de Ciudad Juárez.
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Visor Fronterizo / Jaime Moreno Valenzuela
Jerarquías
Ciudad Juárez, Chihuahua 30 de agosto 2011. (RanchoNEWS).- Detalle de Jerarquías 1987 , serigrafía de Pedro Friedeberg de la colección del Museo Nacional de la Estampa dentro de la exposición Horizontes de México El Paisaje en los museos del Instituto Nacional de Bellas Artes. En el Museo de Arte de Ciudad Juárez.
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Visor Fronterizo / Jaime Moreno Valenzuela
Paisaje
Ciudad Juárez, Chihuahua 30 de agosto 2011. (RanchoNEWS).- Detalle Paisaje s/f, mixta sobre tela pegada en cartón de Xavier Guerrero del acervo Centro de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble dentro de la exposición Horizontes de México El Paisaje en los museos del Instituto Nacional de Bellas Artes. En el Museo de Arte de Ciudad Juárez.
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Visor Fronterizo / Jaime Moreno Valenzuela
Paisaje de Morelia
Ciudad Juárez, Chihuahua 30 de agosto 2011. (RanchoNEWS).- Detalle Paisaje de Morelia 1960, proxilina sobre madera Alfredo Salce del acervo Centro de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble dentro de la exposición Horizontes de México El Paisaje en los museos del Instituto Nacional de Bellas Artes. En el Museo de Arte de Ciudad Juárez.
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Visor Fronterizo / Jaime Moreno Valenzuela
Paisaje
Ciudad Juárez, Chihuahua 30 de agosto 2011. (RanchoNEWS).- Detalle Paisaje 1982, óleo sobre tela Georg Rauch del acervo Centro de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble dentro de la exposición Horizontes de México El Paisaje en los museos del Instituto Nacional de Bellas Artes. En el Museo de Arte de Ciudad Juárez.
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Visor Fronterizo / Jaime Moreno Valenzuela
Pájaro de las historias del campo
Ciudad Juárez, Chihuahua 30 de agosto 2011. (RanchoNEWS).- Detalle Pájaro de las historias del campo 1987, acrílico sobre tela de Miguel Castro Leñero del acervo Centro de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble dentro de la exposición Horizontes de México El Paisaje en los museos del Instituto Nacional de Bellas Artes. En el Museo de Arte de Ciudad Juárez.
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Textos / James Gleick: «De cómo Google nos domina»
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Sergey Brin y Larry Page; dibujo de John Springs. (Foto: The New York Review of Books)
C iudad Juárez, Chihuahua. 5 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- En la versión digital de The New York Review of Books, fechada en un futuro 18 de agosto de 2011, James Gleick publica un artículo titulado How Google Dominates Us, que les compartimos en inglés, después de las siguientes palabras.
Gleick escribió el artículo basado en cuatro libros que tratan sobre esta poderosa compañía de información (la bibliografía se anexa al final del artículo); que en sus doce años de existencia ha influido decisivamente en la manera de funcionar de internet.
Gleick dice que Google ha creado la fortuna más rapida en la historia de Estados Unidos, de tal forma que supera ya a marcas como Coca-Cola y GE. De hecho esta compañía domina la economía de la información. El año pasado recibió más dinero por publicidad que todos los periódicos de Estados Unidos en conjunto.
Así mismo, el periodista informa que el éxito de sus fundadores se fundamentó en la creación del algoritmo de Page Rank, mediante el cual son clasificadas las páginas por la cantidad de enlaces; y también informa la visión que tienen del futuro, donde visualizan un implante en los cerebros de las personas donde funcione su servicio de búsqueda.
«Para Google nosotros no somos sus clientes, somos su producto. Nosotros –nuestras fantasías, fetiches. predilecciones y preferencias– somos lo que Google vende a sus anunciantes», explica Siva Vaidhyanathan, una académica de la Universidad de Virginia, especializada en medios de comunicación.
A continuación la transcripción:
Tweets Alain de Botton, philosopher, author, and now online aphorist:
The logical conclusion of our relationship to computers: expectantly to type «what is the meaning of my life» into Google.
You can do this, of course. Type «what is th» and faster than you can find the e Google is sending choices back at you: what is the cloud? what is the mean? what is the american dream? what is the illuminati? Google is trying to read your mind. Only it’s not your mind. It’s the World Brain. And whatever that is, we know that a twelve-year-old company based in Mountain View, California, is wired into it like no one else.
Google is where we go for answers. People used to go elsewhere or, more likely, stagger along not knowing. Nowadays you can’t have a long dinner-table argument about who won the Oscar for that Neil Simon movie where she plays an actress who doesn’t win an Oscar; at any moment someone will pull out a pocket device and Google it. If you need the art-history meaning of «picturesque,» you could find it in The Book of Answers, compiled two decades ago by the New York Public Library’s reference desk, but you won’t. Part of Google’s mission is to make the books of answers redundant (and the reference librarians, too). «A hamadryad is a wood-nymph, also a poisonous snake in India, and an Abyssinian baboon,» says the narrator of John Banville’s 2009 novel, The Infinities. «It takes a god to know a thing like that.» Not anymore.
The business of finding facts has been an important gear in the workings of human knowledge, and the technology has just been upgraded from rubber band to nuclear reactor. No wonder there’s some confusion about Google’s exact role in that—along with increasing fear about its power and its intentions.
Most of the time Google does not actually have the answers. When people say, «I looked it up on Google,» they are committing a solecism. When they try to erase their embarrassing personal histories «on Google,» they are barking up the wrong tree. It is seldom right to say that anything is true «according to Google.» Google is the oracle of redirection. Go there for «hamadryad,» and it points you to Wikipedia. Or the Free Online Dictionary. Or the Official Hamadryad Web Site (it’s a rock band, too, wouldn’t you know). Google defines its mission as «to organize the world’s information,» not to possess it or accumulate it. Then again, a substantial portion of the world’s printed books have now been copied onto the company’s servers, where they share space with millions of hours of video and detailed multilevel imagery of the entire globe, from satellites and from its squadrons of roving street-level cameras. Not to mention the great and growing trove of information Google possesses regarding the interests and behavior of, approximately, everyone.
When I say Google «possesses» all this information, that’s not the same as owning it. What it means to own information is very much in flux.
In barely a decade Google has made itself a global brand bigger than Coca-Cola or GE; it has created more wealth faster than any company in history; it dominates the information economy. How did that happen? It happened more or less in plain sight. Google has many secrets but the main ingredients of its success have not been secret at all, and the business story has already provided grist for dozens of books. Steven Levy’s new account, In the Plex, is the most authoritative to date and in many ways the most entertaining. Levy has covered personal computing for almost thirty years, for Newsweek and Wired and in six previous books, and has visited Google’s headquarters periodically since 1999, talking with its founders, Larry Page and Sergey Brin, and, as much as has been possible for a journalist, observing the company from the inside. He has been able to record some provocative, if slightly self-conscious, conversations like this one in 2004 about their hopes for Google:
«It will be included in people’s brains,» said Page. «When you think about something and don’t really know much about it, you will automatically get information.»
«That’s true,» said Brin. «Ultimately I view Google as a way to augment your brain with the knowledge of the world. Right now you go into your computer and type a phrase, but you can imagine that it could be easier in the future, that you can have just devices you talk into, or you can have computers that pay attention to what’s going on around them….»
…Page said, «Eventually you’ll have the implant, where if you think about a fact, it will just tell you the answer.»
In 2004, Google was still a private company, five years old, already worth $25 billion, and handling about 85 percent of Internet searches. Its single greatest innovation was the algorithm called PageRank, developed by Page and Brin when they were Stanford graduate students running their research project from a computer in a dorm room. The problem was that most Internet searches produced useless lists of low-quality results. The solution was a simple idea: to harvest the implicit knowledge already embodied in the architecture of the World Wide Web, organically evolving.
The essence of the Web is the linking of individual «pages» on websites, one to another. Every link represents a recommendation—a vote of interest, if not quality. So the algorithm assigns every page a rank, depending on how many other pages link to it. Furthermore, all links are not valued equally. A recommendation is worth more when it comes from a page that has a high rank itself. The math isn’t trivial—PageRank is a probability distribution, and the calculation is recursive, each page’s rank depending on the ranks of pages that depend…and so on. Page and Brin patented PageRank and published the details even before starting the company they called Google.
Most people have already forgotten how dark and unsignposted the Internet once was. A user in 1996, when the Web comprised hundreds of thousands of «sites» with millions of «pages,» did not expect to be able to search for «Olympics» and automatically find the official site of the Atlanta games. That was too hard a problem. And what was a search supposed to produce for a word like «university»? AltaVista, then the leading search engine, offered up a seemingly unordered list of academic institutions, topped by the Oregon Center for Optics.
Levy recounts a conversation between Page and an AltaVista engineer, who explained that the scoring system would rank a page higher if «university» appeared multiple times in the headline. AltaVista seemed untroubled that the Oregon center did not qualify as a major university. A conventional way to rank universities would be to consult experts and assess measures of quality: graduate rates, retention rates, test scores. The Google approach was to trust the Web and its numerous links, for better and for worse.
PageRank is one of those ideas that seem obvious after the fact. But the business of Internet search, young as it was, had fallen into some rigid orthodoxies. The main task of a search engine seemed to be the compiling of an index. People naturally thought of existing technologies for organizing the world’s information, and these were found in encyclopedias and dictionaries. They could see that alphabetical order was about to become less important, but they were slow to appreciate how dynamic and ungraspable their target, the Internet, really was. Even after Page and Brin flipped on the light switch, most companies continued to wear blindfolds.
The Internet had entered its first explosive phase, boom and then bust for many ambitious startups, and one thing everyone knew was that the way to make money was to attract and retain users. The buzzword was «portal»—the user’s point of entry, like Excite, Go.com, and Yahoo—and portals could not make money by rushing customers into the rest of the Internet. «Stickiness,» as Levy says, «was the most desired metric in websites at the time.» Portals did not want their search functions to be too good. That sounds stupid, but then again how did Google intend to make money when it charged users nothing? Its user interface at first was plain, minimalist, and emphatically free of advertising—nothing but a box for the user to type a query, followed by two buttons, one to produce a list of results and one with the famously brash tag «I’m feeling lucky.»
The Google founders, Larry and Sergey, did everything their own way. Even in the unbuttoned culture of Silicon Valley they stood out from the start as originals, «Montessori kids» (per Levy), unconcerned with standards and proprieties, favoring big red gym balls over office chairs, deprecating organization charts and formal titles, showing up for business meetings in roller-blade gear. It is clear from all these books that they believed their own hype; they believed with moral fervor in the primacy and power of information. (Sergey and Larry did not invent the company’s famous motto—»Don’t be evil»—but they embraced it, and now they may as well own it.)
As they saw it from the first, their mission encompassed not just the Internet but all the world’s books and images, too. When Google created a free e-mail service—Gmail—its competitors were Microsoft, which offered users two megabytes of storage of their past and current e-mail, and Yahoo, which offered four megabytes. Google could have trumped that with six or eight; instead it provided 1,000—a gigabyte. It doubled that a year later and promised «to keep giving people more space forever.»
They have been relentless in driving computer science forward. Google Translate has achieved more in machine translation than the rest of the world’s artificial intelligence experts combined. Google’s new mind-reading type-ahead feature, Google Instant, has «to date» (boasts the 2010 annual report) «saved our users over 100 billion keystrokes and counting.» (If you are seeking information about the Gobi Desert, for example, you receive results well before you type the word «desert.»)
Somewhere along the line they gave people the impression that they didn’t care for advertising—that they scarcely had a business plan at all. In fact it’s clear that advertising was fundamental to their plan all along. They did scorn conventional marketing, however; their attitude seemed to be that Google would market itself. As, indeed, it did. Google was a verb and a meme. «The media seized on Google as a marker of a new form of behavior,» writes Levy.
Endless articles rhapsodized about how people would Google their blind dates to get an advance dossier or how they would type in ingredients on hand to Google a recipe or use a telephone number to Google a reverse lookup. Columnists shared their self-deprecating tales of Googling themselves…. A contestant on the TV show Who Wants to Be a Millionaire? arranged with his brother to tap Google during the Phone-a-Friend lifeline….And a fifty-two-year-old man suffering chest pains Googled «heart attack symptoms» and confirmed that he was suffering a coronary thrombosis.
Google’s first marketing hire lasted a matter of months in 1999; his experience included Miller Beer and Tropicana and his proposal involved focus groups and television commercials. When Doug Edwards interviewed for a job as marketing manager later that year, he understood that the key word was «viral.» Edwards lasted quite a bit longer, and now he’s the first Google insider to have published his memoir of the experience. He was, as he says proudly in his subtitle to I’m Feeling Lucky, Google employee number 59. He provides two other indicators of how early that was: so early that he nabbed the e-mail address doug@google.com; and so early that Google’s entire server hardware lived in a rented «cage.»
Less than six hundred square feet, it felt like a shotgun shack blighting a neighborhood of gated mansions. Every square inch was crammed with racks bristling with stripped-down CPUs [central processing units]. There were twenty-one racks and more than fifteen hundred machines, each sprouting cables like Play-Doh pushed through a spaghetti press. Where other cages were right-angled and inorganic, Google’s swarmed with life, a giant termite mound dense with frenetic activity and intersecting curves.
Levy got a glimpse of Google’s data storage a bit later and remarked, «If you could imagine a male college freshman made of gigabytes, this would be his dorm.»
Not anymore. Google owns and operates a constellation of giant server farms spread around the globe—huge windowless structures, resembling aircraft hangars or power plants, some with cooling towers. The server farms stockpile the exabytes of information and operate an array of staggeringly clever technology. This is Google’s share of the cloud (that notional place where our data live) and it is the lion’s share.
How thoroughly and how radically Google has already transformed the information economy has not been well understood. The merchandise of the information economy is not information; it is attention. These commodities have an inverse relationship. When information is cheap, attention becomes expensive. Attention is what we, the users, give to Google, and our attention is what Google sells—concentrated, focused, and crystallized.
Google’s business is not search but advertising. More than 96 percent of its $29 billion in revenue last year came directly from advertising, and most of the rest came from advertising-related services. Google makes more from advertising than all the nation’s newspapers combined. It’s worth understanding precisely how this works. Levy chronicles the development of the advertising engine: a «fantastic achievement in building a money machine from the virtual smoke and mirrors of the Internet.» In The Googlization of Everything (and Why We Should Worry), a book that can be read as a sober and admonitory companion, Siva Vaidhyanathan, a media scholar at the University of Virginia, puts it this way: «We are not Google’s customers: we are its product. We—our fancies, fetishes, predilections, and preferences—are what Google sells to advertisers.»
The evolution of this unparalleled money machine piled one brilliant innovation atop another, in fast sequence:
1. Early in 2000, Google sold «premium sponsored links»: simple text ads assigned to particular search terms. A purveyor of golf balls could have its ad shown to everyone who searched for «golf» or, even better, «golf balls.» Other search engines were already doing this. Following tradition, they charged according to how many people saw each ad. Salespeople sold the ads to big accounts, one by one.
2. Late that year, engineers devised an automated self-service system, dubbed AdWords. The opening pitch went, «Have a credit card and 5 minutes? Get your ad on Google today,» and suddenly thousands of small businesses were buying their first Internet ads.
3. From a short-lived startup called GoTo (by 2003 Google owned it) came two new ideas. One was to charge per click rather than per view. People who click on an ad for golf balls are more likely to buy them than those who simply see an ad on Google’s website. The other idea was to let advertisers bid for keywords—such as «golf ball»—against one another in fast online auctions. Pay-per-click auctions opened a cash spigot. A click meant a successful ad, and some advertisers were willing to pay more for that than a human salesperson could have known. Plaintiffs’ lawyers seeking clients would bid as much as fifty dollars for a single click on the keyword «mesothelioma»—the rare form of cancer caused by asbestos.
4. Google—monitoring its users’ behavior so systematically—had instant knowledge of which ads were succeeding and which were not. It could view «click-through rates» as a measure of ad quality. And in determining the winners of auctions, it began to consider not just the money offered but the appeal of the ad: an effective ad, getting lots of clicks, would get better placement.
Now Google had a system of profitable cycles in place, positive feedback pushing advertisers to make more effective ads and giving them data to help them do it and giving users more satisfaction in clicking on ads, while punishing noise and spam. «The system enforced Google’s insistence that advertising shouldn’t be a transaction between publisher and advertiser but a three-way relationship that also included the user,» writes Levy. Hardly an equal relationship, however. Vaidhyanathan sees it as exploitative: «The Googlization of everything entails the harvesting, copying, aggregating, and ranking of information about and contributions made by each of us.»
By 2003, AdWords Select was serving hundreds of thousands of advertisers and making so much money that Google was deliberating hiding its success from the press and from competitors. But it was only a launching pad for the next brilliancy.
5. So far, ads were appearing on Google’s search pages, discreet in size, clearly marked, at the top or down the right side. Now the company expanded its platform outward. The aim was to develop a form of artificial intelligence that could analyze chunks of text—websites, blogs, e-mail, books—and match them with keywords. With two billion Web pages already in its index and with its close tracking of user behavior, Google had exactly the information needed to tackle this problem. Given a website (or a blog or an e-mail), it could predict which advertisements would be effective.
This was, in the jargon, «content-targeted advertising.» Google called its program AdSense. For anyone hoping to—in the jargon—»monetize» their content, it was the Holy Grail. The biggest digital publishers, such as The New York Times, quickly signed up for AdSense, letting Google handle growing portions of their advertising business. And so did the smallest publishers, by the millions—so grew the «long tail» of possible advertisers, down to individual bloggers. They signed up because the ads were so powerfully, measurably productive. «Google conquered the advertising world with nothing more than applied mathematics,» wrote Chris Anderson, the editor of Wired. «It didn’t pretend to know anything about the culture and conventions of advertising—it just assumed that better data, with better analytical tools, would win the day. And Google was right.» Newspapers and other traditional media have complained from time to time about the arrogation of their content, but it is by absorbing the world’s advertising that Google has become their most destructive competitor.
Like all forms of artificial intelligence, targeted advertising has hits and misses. Levy cites a classic miss: a gory New York Post story about a body dismembered and stuffed in a garbage bag, accompanied on the Post website by a Google ad for plastic bags. Nonetheless, anyone could now add a few lines of code to their website, automatically display Google ads, and start cashing monthly checks, however small. Vast tracts of the Web that had been free of advertising now became Google part- ners. Today Google’s ad canvas is not just the search page but the entire Web, and beyond that, great volumes of e-mail and, potentially, all the world’s books.
Search and advertising thus become the matched edges of a sharp sword. The perfect search engine, as Sergey and Larry imagine it, reads your mind and produces the answer you want. The perfect advertising engine does the same: it shows you the ads you want. Anything else wastes your attention, the advertiser’s money, and the world’s bandwidth. The dream is virtuous advertising, matching up buyers and sellers to the benefit of all. But virtuous advertising in this sense is a contradiction in terms. The advertiser is paying for a slice of our limited attention; our minds would otherwise be elsewhere. If our interests and the advertisers’ were perfectly aligned, they would not need to pay. There is no information utopia. Google users are parties to a complex transaction, and if there is one lesson to be drawn from all these books it is that we are not always witting parties.
Seeing ads next to your e-mail (if you use Google’s free e-mail service) can provide reminders, sometimes startling, of how much the company knows about your inner self. Even without your e-mail, your search history reveals plenty—as Levy says, «your health problems, your commercial interests, your hobbies, and your dreams.» Your response to advertising reveals even more, and with its advertising programs Google began tracking the behavior of individual users from one Internet site to the next. They observe our every click (where they can) and they measure in milliseconds how long it takes us to decide. If they didn’t, their results wouldn’t be so uncannily effective. They have no rival in the depth and breadth of their data mining. They make statistical models for everything they know, connecting the small scales with the large, from queries and clicks to trends in fashion and season, climate and disease.
It’s for your own good—that is Google’s cherished belief. If we want the best possible search results, and if we want advertisements suited to our needs and desires, we must let them into our souls.
The Google corporate motto is «Don’t be evil.» Simple as that is, it requires parsing.
It was first put forward in 2001 by an engineer, Paul Buchheit, at a jawboning session about corporate values. «People laughed,» he recalled. «But I said, ‘No, really.’» (At that time the booming tech world had its elephant-in-the-room, and many Googlers understood «Don’t be evil» explicitly to mean «Don’t be like Microsoft»; i.e., don’t be a ruthless, take-no-prisoners monopolist.)
Often it is misquoted in stronger form: «Do no evil.» That would be a harder standard to meet.
Now they’re mocked for it, but the Googlers were surely sincere. They believed a corporation should behave ethically, like a person. They brainstormed about their values. Taken at face value, «Don’t be evil» has a finer ring than some of the other contenders: «Google will strive to honor all its commitments» or «Play hard but keep the puck down.»
«Don’t be evil» does not have to mean transparency. None of these books can tell you how many search queries Google fields, how much electricity it consumes, how much storage capacity it owns, how many streets it has photographed, how much e-mail it stores; nor can you Google the answers, because Google values its privacy.
It does not have to mean «Obey all the laws.» When Google embarked on its program to digitize copyrighted books and copy them onto its servers, it did so in stealth, deceiving publishers with whom it was developing business relationships. Google knew that the copying bordered on illegal. It considered its intentions honorable and the law outmoded. «I think we knew that there would be a lot of interesting issues,» Levy quotes Page as saying, «and the way the laws are structured isn’t really sensible.»
Who, then, judges what is evil? «Evil is what Sergey says is evil,» explained Eric Schmidt, the chief executive officer, in 2002.
As for Sergey: «I feel like I shouldn’t impose my beliefs on the world. It’s a bad technology practice.» But the founders seem sure enough of their own righteousness. («‘Bastards!’ Larry would exclaim when a blogger raised concerns about user privacy,» recalls Edwards. «‘Bastards!’ they would say about the press, the politicians, or the befuddled users who couldn’t grasp the obvious superiority of the technology behind Google’s products.»)
Google did some evil in China. It collaborated in censorship. Beginning in 2004, it arranged to tweak and twist its algorithms and filter its results so that the native-language Google.cn would omit results unwelcome to the government. In the most notorious example, «Tiananmen Square» would produce sightseeing guides but not history lessons. Google figured out what to censor by checking China’s approved search engine, Baidu, and by accepting the government’s supplementary guidance.
Yet it is also true that Google pushed back against the government as much as any other American company. When results were blocked, Google insisted on alerting users with a notice at the bottom of the search page. On balance Google clearly believed (and I think it was right, despite the obvious self-interest) that its presence benefited the people of China by increasing information flow and making clear the violation of transparency. The adventure took a sharp turn in January 2010, after organized hackers, perhaps with government involvement, breached Google’s servers and got access to the e-mail accounts of human rights activists. The company shut down Google.cn and now serves China only from Hong Kong—with results censored not by Google but by the government’s own ongoing filters.
So is Google evil? The question is out there now; it nags, even as we blithely rely on the company for answers—which now also means maps, translations, street views, calendars, video, financial data, and pointers to goods and services. The strong version of the case against Google is laid out starkly in Search & Destroy, by a self-described «Google critic» named Scott Cleland. He wields a blunt club; the book might as well been have been titled Google: Threat or Menace?! «There is evidence that Google is not all puppy dogs and rainbows,» he writes.
Google’s corporate mascot is a replica of a Tyrannosaurus Rex skeleton on display outside the corporate headquarters. With its powerful jaws and teeth, T-Rex was a terrifying predator. And check out the B-52 bomber chair in Google Chairman Eric Schmidt’s office. The B-52 was a long range bomber designed to deliver nuclear weapons.
Levy is more measured: «Google professed a sense of moral purity…but it seemed to have a blind spot regarding the consequences of its own technology on privacy and property rights.» On all the evidence Google’s founders began with an unusually ethical vision for their unusual company. They believe in information—»universally accessible»—as a force for good in and of itself. They have created and led teams of technologists responsible for a golden decade of genuine innovation. They are visionaries in a time when that word is too cheaply used. Now they are perhaps disinclined to submit to other people’s ethical standards, but that may be just a matter of personality. It is well to remember that the modern corporation is an amoral creature by definition, obliged to its shareholder financiers, not to the public interest.
The Federal Trade Commission issued subpoenas in June in an antitrust investigation into Google’s search and advertising practices; the European Commission began a similar investigation last year. Governments are responding in part to organized complaints by Google’s business competitors, including Microsoft, who charge, among other things, that the company manipulates its search results to favor its friends and punish its enemies. The company has always denied that. Certainly regulators are worried about its general «dominance»—Google seems to be everywhere and seems to know everything and offends against cherished notions of privacy.
The rise of social networking upends the equation again. Users of Facebook choose to reveal—even to flaunt—aspects of their private lives, to at least some part of the public world. Which aspects, and which part? On Facebook the user options are notoriously obscure and subject to change, but most users share with «friends» (the word having been captured and drained bloodless). On Twitter, every remark can be seen by the whole world, except for the so-called «direct message,» which former Representative Anthony Weiner tried and failed to employ. Also, the Library of Congress is archiving all tweets, presumably for eternity, a fact that should enter the awareness of teenagers, if not members of Congress.
Now Google is rolling out its second attempt at a social-networking platform, called Google+. The first attempt, eighteen months ago, was Google Buzz; it was an unusual stumble for the company. By default, it revealed lists of contacts with whom users had been chatting and e-mailing. Privacy advocates raised an alarm and the FTC began an investigation, quickly reaching a settlement in which Google agreed to regular privacy audits for the next twenty years. Google+ gives users finer control over what gets shared with whom. Still, one way or another, everything is shared with the company. All the social networks have access to our information and mean to use it. Are they our friends?
This much is clear: We need to decide what we want from Google. If only we can make up our collective minds. Then we still might not get it.
The company always says users can «opt out» of many of its forms of data collection, which is true, up to a point, for savvy computer users; and the company speaks of privacy in terms of «trade-offs,» to which Vaidhyanathan objects:
Privacy is not something that can be counted, divided, or «traded». It is not a substance or collection of data points. It’s just a word that we clumsily use to stand in for a wide array of values and practices that influence how we manage our reputations in various contexts. There is no formula for assessing it: I can’t give Google three of my privacy points in exchange for 10 percent better service.
This seems right to me, if we add that privacy involves not just managing our reputation but protecting the inner life we may not want to share. In any case, we continue to make precisely the kinds of trades that Vaidhyanathan says are impossible. Do we want to be addressed as individuals or as neurons in the world brain? We get better search results and we see more appropriate advertising when we let Google know who we are. And we save a few keystrokes.
Bibliografía
In the Plex: How Google Thinks, Works, and Shapes Our Lives
by Steven Levy
Simon and Schuster, 424 pp., $26.00
I’m Feeling Lucky: The Confessions of Google Employee Number 59
by Douglas Edwards
Houghton Mifflin Harcourt, 416 pp., $27.00
The Googlization of Everything (and Why We Should Worry)
by Siva Vaidhyanathan
University of California Press, 265 pp., $26.95
Search & Destroy: Why You Can’t Trust Google Inc.
by Scott Cleland with Ira Brodsky
Telescope, 329 pp., $28.95
Mayor información: Google
REGRESAR A LA REVISTA
Sergey Brin y Larry Page; dibujo de John Springs. (Foto: The New York Review of Books)
C iudad Juárez, Chihuahua. 5 de agosto de 2011. (RanchoNEWS).- En la versión digital de The New York Review of Books, fechada en un futuro 18 de agosto de 2011, James Gleick publica un artículo titulado How Google Dominates Us, que les compartimos en inglés, después de las siguientes palabras.
Gleick escribió el artículo basado en cuatro libros que tratan sobre esta poderosa compañía de información (la bibliografía se anexa al final del artículo); que en sus doce años de existencia ha influido decisivamente en la manera de funcionar de internet.
Gleick dice que Google ha creado la fortuna más rapida en la historia de Estados Unidos, de tal forma que supera ya a marcas como Coca-Cola y GE. De hecho esta compañía domina la economía de la información. El año pasado recibió más dinero por publicidad que todos los periódicos de Estados Unidos en conjunto.
Así mismo, el periodista informa que el éxito de sus fundadores se fundamentó en la creación del algoritmo de Page Rank, mediante el cual son clasificadas las páginas por la cantidad de enlaces; y también informa la visión que tienen del futuro, donde visualizan un implante en los cerebros de las personas donde funcione su servicio de búsqueda.
«Para Google nosotros no somos sus clientes, somos su producto. Nosotros –nuestras fantasías, fetiches. predilecciones y preferencias– somos lo que Google vende a sus anunciantes», explica Siva Vaidhyanathan, una académica de la Universidad de Virginia, especializada en medios de comunicación.
A continuación la transcripción:
Tweets Alain de Botton, philosopher, author, and now online aphorist:
The logical conclusion of our relationship to computers: expectantly to type «what is the meaning of my life» into Google.
You can do this, of course. Type «what is th» and faster than you can find the e Google is sending choices back at you: what is the cloud? what is the mean? what is the american dream? what is the illuminati? Google is trying to read your mind. Only it’s not your mind. It’s the World Brain. And whatever that is, we know that a twelve-year-old company based in Mountain View, California, is wired into it like no one else.
Google is where we go for answers. People used to go elsewhere or, more likely, stagger along not knowing. Nowadays you can’t have a long dinner-table argument about who won the Oscar for that Neil Simon movie where she plays an actress who doesn’t win an Oscar; at any moment someone will pull out a pocket device and Google it. If you need the art-history meaning of «picturesque,» you could find it in The Book of Answers, compiled two decades ago by the New York Public Library’s reference desk, but you won’t. Part of Google’s mission is to make the books of answers redundant (and the reference librarians, too). «A hamadryad is a wood-nymph, also a poisonous snake in India, and an Abyssinian baboon,» says the narrator of John Banville’s 2009 novel, The Infinities. «It takes a god to know a thing like that.» Not anymore.
The business of finding facts has been an important gear in the workings of human knowledge, and the technology has just been upgraded from rubber band to nuclear reactor. No wonder there’s some confusion about Google’s exact role in that—along with increasing fear about its power and its intentions.
Most of the time Google does not actually have the answers. When people say, «I looked it up on Google,» they are committing a solecism. When they try to erase their embarrassing personal histories «on Google,» they are barking up the wrong tree. It is seldom right to say that anything is true «according to Google.» Google is the oracle of redirection. Go there for «hamadryad,» and it points you to Wikipedia. Or the Free Online Dictionary. Or the Official Hamadryad Web Site (it’s a rock band, too, wouldn’t you know). Google defines its mission as «to organize the world’s information,» not to possess it or accumulate it. Then again, a substantial portion of the world’s printed books have now been copied onto the company’s servers, where they share space with millions of hours of video and detailed multilevel imagery of the entire globe, from satellites and from its squadrons of roving street-level cameras. Not to mention the great and growing trove of information Google possesses regarding the interests and behavior of, approximately, everyone.
When I say Google «possesses» all this information, that’s not the same as owning it. What it means to own information is very much in flux.
In barely a decade Google has made itself a global brand bigger than Coca-Cola or GE; it has created more wealth faster than any company in history; it dominates the information economy. How did that happen? It happened more or less in plain sight. Google has many secrets but the main ingredients of its success have not been secret at all, and the business story has already provided grist for dozens of books. Steven Levy’s new account, In the Plex, is the most authoritative to date and in many ways the most entertaining. Levy has covered personal computing for almost thirty years, for Newsweek and Wired and in six previous books, and has visited Google’s headquarters periodically since 1999, talking with its founders, Larry Page and Sergey Brin, and, as much as has been possible for a journalist, observing the company from the inside. He has been able to record some provocative, if slightly self-conscious, conversations like this one in 2004 about their hopes for Google:
«It will be included in people’s brains,» said Page. «When you think about something and don’t really know much about it, you will automatically get information.»
«That’s true,» said Brin. «Ultimately I view Google as a way to augment your brain with the knowledge of the world. Right now you go into your computer and type a phrase, but you can imagine that it could be easier in the future, that you can have just devices you talk into, or you can have computers that pay attention to what’s going on around them….»
…Page said, «Eventually you’ll have the implant, where if you think about a fact, it will just tell you the answer.»
In 2004, Google was still a private company, five years old, already worth $25 billion, and handling about 85 percent of Internet searches. Its single greatest innovation was the algorithm called PageRank, developed by Page and Brin when they were Stanford graduate students running their research project from a computer in a dorm room. The problem was that most Internet searches produced useless lists of low-quality results. The solution was a simple idea: to harvest the implicit knowledge already embodied in the architecture of the World Wide Web, organically evolving.
The essence of the Web is the linking of individual «pages» on websites, one to another. Every link represents a recommendation—a vote of interest, if not quality. So the algorithm assigns every page a rank, depending on how many other pages link to it. Furthermore, all links are not valued equally. A recommendation is worth more when it comes from a page that has a high rank itself. The math isn’t trivial—PageRank is a probability distribution, and the calculation is recursive, each page’s rank depending on the ranks of pages that depend…and so on. Page and Brin patented PageRank and published the details even before starting the company they called Google.
Most people have already forgotten how dark and unsignposted the Internet once was. A user in 1996, when the Web comprised hundreds of thousands of «sites» with millions of «pages,» did not expect to be able to search for «Olympics» and automatically find the official site of the Atlanta games. That was too hard a problem. And what was a search supposed to produce for a word like «university»? AltaVista, then the leading search engine, offered up a seemingly unordered list of academic institutions, topped by the Oregon Center for Optics.
Levy recounts a conversation between Page and an AltaVista engineer, who explained that the scoring system would rank a page higher if «university» appeared multiple times in the headline. AltaVista seemed untroubled that the Oregon center did not qualify as a major university. A conventional way to rank universities would be to consult experts and assess measures of quality: graduate rates, retention rates, test scores. The Google approach was to trust the Web and its numerous links, for better and for worse.
PageRank is one of those ideas that seem obvious after the fact. But the business of Internet search, young as it was, had fallen into some rigid orthodoxies. The main task of a search engine seemed to be the compiling of an index. People naturally thought of existing technologies for organizing the world’s information, and these were found in encyclopedias and dictionaries. They could see that alphabetical order was about to become less important, but they were slow to appreciate how dynamic and ungraspable their target, the Internet, really was. Even after Page and Brin flipped on the light switch, most companies continued to wear blindfolds.
The Internet had entered its first explosive phase, boom and then bust for many ambitious startups, and one thing everyone knew was that the way to make money was to attract and retain users. The buzzword was «portal»—the user’s point of entry, like Excite, Go.com, and Yahoo—and portals could not make money by rushing customers into the rest of the Internet. «Stickiness,» as Levy says, «was the most desired metric in websites at the time.» Portals did not want their search functions to be too good. That sounds stupid, but then again how did Google intend to make money when it charged users nothing? Its user interface at first was plain, minimalist, and emphatically free of advertising—nothing but a box for the user to type a query, followed by two buttons, one to produce a list of results and one with the famously brash tag «I’m feeling lucky.»
The Google founders, Larry and Sergey, did everything their own way. Even in the unbuttoned culture of Silicon Valley they stood out from the start as originals, «Montessori kids» (per Levy), unconcerned with standards and proprieties, favoring big red gym balls over office chairs, deprecating organization charts and formal titles, showing up for business meetings in roller-blade gear. It is clear from all these books that they believed their own hype; they believed with moral fervor in the primacy and power of information. (Sergey and Larry did not invent the company’s famous motto—»Don’t be evil»—but they embraced it, and now they may as well own it.)
As they saw it from the first, their mission encompassed not just the Internet but all the world’s books and images, too. When Google created a free e-mail service—Gmail—its competitors were Microsoft, which offered users two megabytes of storage of their past and current e-mail, and Yahoo, which offered four megabytes. Google could have trumped that with six or eight; instead it provided 1,000—a gigabyte. It doubled that a year later and promised «to keep giving people more space forever.»
They have been relentless in driving computer science forward. Google Translate has achieved more in machine translation than the rest of the world’s artificial intelligence experts combined. Google’s new mind-reading type-ahead feature, Google Instant, has «to date» (boasts the 2010 annual report) «saved our users over 100 billion keystrokes and counting.» (If you are seeking information about the Gobi Desert, for example, you receive results well before you type the word «desert.»)
Somewhere along the line they gave people the impression that they didn’t care for advertising—that they scarcely had a business plan at all. In fact it’s clear that advertising was fundamental to their plan all along. They did scorn conventional marketing, however; their attitude seemed to be that Google would market itself. As, indeed, it did. Google was a verb and a meme. «The media seized on Google as a marker of a new form of behavior,» writes Levy.
Endless articles rhapsodized about how people would Google their blind dates to get an advance dossier or how they would type in ingredients on hand to Google a recipe or use a telephone number to Google a reverse lookup. Columnists shared their self-deprecating tales of Googling themselves…. A contestant on the TV show Who Wants to Be a Millionaire? arranged with his brother to tap Google during the Phone-a-Friend lifeline….And a fifty-two-year-old man suffering chest pains Googled «heart attack symptoms» and confirmed that he was suffering a coronary thrombosis.
Google’s first marketing hire lasted a matter of months in 1999; his experience included Miller Beer and Tropicana and his proposal involved focus groups and television commercials. When Doug Edwards interviewed for a job as marketing manager later that year, he understood that the key word was «viral.» Edwards lasted quite a bit longer, and now he’s the first Google insider to have published his memoir of the experience. He was, as he says proudly in his subtitle to I’m Feeling Lucky, Google employee number 59. He provides two other indicators of how early that was: so early that he nabbed the e-mail address doug@google.com; and so early that Google’s entire server hardware lived in a rented «cage.»
Less than six hundred square feet, it felt like a shotgun shack blighting a neighborhood of gated mansions. Every square inch was crammed with racks bristling with stripped-down CPUs [central processing units]. There were twenty-one racks and more than fifteen hundred machines, each sprouting cables like Play-Doh pushed through a spaghetti press. Where other cages were right-angled and inorganic, Google’s swarmed with life, a giant termite mound dense with frenetic activity and intersecting curves.
Levy got a glimpse of Google’s data storage a bit later and remarked, «If you could imagine a male college freshman made of gigabytes, this would be his dorm.»
Not anymore. Google owns and operates a constellation of giant server farms spread around the globe—huge windowless structures, resembling aircraft hangars or power plants, some with cooling towers. The server farms stockpile the exabytes of information and operate an array of staggeringly clever technology. This is Google’s share of the cloud (that notional place where our data live) and it is the lion’s share.
How thoroughly and how radically Google has already transformed the information economy has not been well understood. The merchandise of the information economy is not information; it is attention. These commodities have an inverse relationship. When information is cheap, attention becomes expensive. Attention is what we, the users, give to Google, and our attention is what Google sells—concentrated, focused, and crystallized.
Google’s business is not search but advertising. More than 96 percent of its $29 billion in revenue last year came directly from advertising, and most of the rest came from advertising-related services. Google makes more from advertising than all the nation’s newspapers combined. It’s worth understanding precisely how this works. Levy chronicles the development of the advertising engine: a «fantastic achievement in building a money machine from the virtual smoke and mirrors of the Internet.» In The Googlization of Everything (and Why We Should Worry), a book that can be read as a sober and admonitory companion, Siva Vaidhyanathan, a media scholar at the University of Virginia, puts it this way: «We are not Google’s customers: we are its product. We—our fancies, fetishes, predilections, and preferences—are what Google sells to advertisers.»
The evolution of this unparalleled money machine piled one brilliant innovation atop another, in fast sequence:
1. Early in 2000, Google sold «premium sponsored links»: simple text ads assigned to particular search terms. A purveyor of golf balls could have its ad shown to everyone who searched for «golf» or, even better, «golf balls.» Other search engines were already doing this. Following tradition, they charged according to how many people saw each ad. Salespeople sold the ads to big accounts, one by one.
2. Late that year, engineers devised an automated self-service system, dubbed AdWords. The opening pitch went, «Have a credit card and 5 minutes? Get your ad on Google today,» and suddenly thousands of small businesses were buying their first Internet ads.
3. From a short-lived startup called GoTo (by 2003 Google owned it) came two new ideas. One was to charge per click rather than per view. People who click on an ad for golf balls are more likely to buy them than those who simply see an ad on Google’s website. The other idea was to let advertisers bid for keywords—such as «golf ball»—against one another in fast online auctions. Pay-per-click auctions opened a cash spigot. A click meant a successful ad, and some advertisers were willing to pay more for that than a human salesperson could have known. Plaintiffs’ lawyers seeking clients would bid as much as fifty dollars for a single click on the keyword «mesothelioma»—the rare form of cancer caused by asbestos.
4. Google—monitoring its users’ behavior so systematically—had instant knowledge of which ads were succeeding and which were not. It could view «click-through rates» as a measure of ad quality. And in determining the winners of auctions, it began to consider not just the money offered but the appeal of the ad: an effective ad, getting lots of clicks, would get better placement.
Now Google had a system of profitable cycles in place, positive feedback pushing advertisers to make more effective ads and giving them data to help them do it and giving users more satisfaction in clicking on ads, while punishing noise and spam. «The system enforced Google’s insistence that advertising shouldn’t be a transaction between publisher and advertiser but a three-way relationship that also included the user,» writes Levy. Hardly an equal relationship, however. Vaidhyanathan sees it as exploitative: «The Googlization of everything entails the harvesting, copying, aggregating, and ranking of information about and contributions made by each of us.»
By 2003, AdWords Select was serving hundreds of thousands of advertisers and making so much money that Google was deliberating hiding its success from the press and from competitors. But it was only a launching pad for the next brilliancy.
5. So far, ads were appearing on Google’s search pages, discreet in size, clearly marked, at the top or down the right side. Now the company expanded its platform outward. The aim was to develop a form of artificial intelligence that could analyze chunks of text—websites, blogs, e-mail, books—and match them with keywords. With two billion Web pages already in its index and with its close tracking of user behavior, Google had exactly the information needed to tackle this problem. Given a website (or a blog or an e-mail), it could predict which advertisements would be effective.
This was, in the jargon, «content-targeted advertising.» Google called its program AdSense. For anyone hoping to—in the jargon—»monetize» their content, it was the Holy Grail. The biggest digital publishers, such as The New York Times, quickly signed up for AdSense, letting Google handle growing portions of their advertising business. And so did the smallest publishers, by the millions—so grew the «long tail» of possible advertisers, down to individual bloggers. They signed up because the ads were so powerfully, measurably productive. «Google conquered the advertising world with nothing more than applied mathematics,» wrote Chris Anderson, the editor of Wired. «It didn’t pretend to know anything about the culture and conventions of advertising—it just assumed that better data, with better analytical tools, would win the day. And Google was right.» Newspapers and other traditional media have complained from time to time about the arrogation of their content, but it is by absorbing the world’s advertising that Google has become their most destructive competitor.
Like all forms of artificial intelligence, targeted advertising has hits and misses. Levy cites a classic miss: a gory New York Post story about a body dismembered and stuffed in a garbage bag, accompanied on the Post website by a Google ad for plastic bags. Nonetheless, anyone could now add a few lines of code to their website, automatically display Google ads, and start cashing monthly checks, however small. Vast tracts of the Web that had been free of advertising now became Google part- ners. Today Google’s ad canvas is not just the search page but the entire Web, and beyond that, great volumes of e-mail and, potentially, all the world’s books.
Search and advertising thus become the matched edges of a sharp sword. The perfect search engine, as Sergey and Larry imagine it, reads your mind and produces the answer you want. The perfect advertising engine does the same: it shows you the ads you want. Anything else wastes your attention, the advertiser’s money, and the world’s bandwidth. The dream is virtuous advertising, matching up buyers and sellers to the benefit of all. But virtuous advertising in this sense is a contradiction in terms. The advertiser is paying for a slice of our limited attention; our minds would otherwise be elsewhere. If our interests and the advertisers’ were perfectly aligned, they would not need to pay. There is no information utopia. Google users are parties to a complex transaction, and if there is one lesson to be drawn from all these books it is that we are not always witting parties.
Seeing ads next to your e-mail (if you use Google’s free e-mail service) can provide reminders, sometimes startling, of how much the company knows about your inner self. Even without your e-mail, your search history reveals plenty—as Levy says, «your health problems, your commercial interests, your hobbies, and your dreams.» Your response to advertising reveals even more, and with its advertising programs Google began tracking the behavior of individual users from one Internet site to the next. They observe our every click (where they can) and they measure in milliseconds how long it takes us to decide. If they didn’t, their results wouldn’t be so uncannily effective. They have no rival in the depth and breadth of their data mining. They make statistical models for everything they know, connecting the small scales with the large, from queries and clicks to trends in fashion and season, climate and disease.
It’s for your own good—that is Google’s cherished belief. If we want the best possible search results, and if we want advertisements suited to our needs and desires, we must let them into our souls.
The Google corporate motto is «Don’t be evil.» Simple as that is, it requires parsing.
It was first put forward in 2001 by an engineer, Paul Buchheit, at a jawboning session about corporate values. «People laughed,» he recalled. «But I said, ‘No, really.’» (At that time the booming tech world had its elephant-in-the-room, and many Googlers understood «Don’t be evil» explicitly to mean «Don’t be like Microsoft»; i.e., don’t be a ruthless, take-no-prisoners monopolist.)
Often it is misquoted in stronger form: «Do no evil.» That would be a harder standard to meet.
Now they’re mocked for it, but the Googlers were surely sincere. They believed a corporation should behave ethically, like a person. They brainstormed about their values. Taken at face value, «Don’t be evil» has a finer ring than some of the other contenders: «Google will strive to honor all its commitments» or «Play hard but keep the puck down.»
«Don’t be evil» does not have to mean transparency. None of these books can tell you how many search queries Google fields, how much electricity it consumes, how much storage capacity it owns, how many streets it has photographed, how much e-mail it stores; nor can you Google the answers, because Google values its privacy.
It does not have to mean «Obey all the laws.» When Google embarked on its program to digitize copyrighted books and copy them onto its servers, it did so in stealth, deceiving publishers with whom it was developing business relationships. Google knew that the copying bordered on illegal. It considered its intentions honorable and the law outmoded. «I think we knew that there would be a lot of interesting issues,» Levy quotes Page as saying, «and the way the laws are structured isn’t really sensible.»
Who, then, judges what is evil? «Evil is what Sergey says is evil,» explained Eric Schmidt, the chief executive officer, in 2002.
As for Sergey: «I feel like I shouldn’t impose my beliefs on the world. It’s a bad technology practice.» But the founders seem sure enough of their own righteousness. («‘Bastards!’ Larry would exclaim when a blogger raised concerns about user privacy,» recalls Edwards. «‘Bastards!’ they would say about the press, the politicians, or the befuddled users who couldn’t grasp the obvious superiority of the technology behind Google’s products.»)
Google did some evil in China. It collaborated in censorship. Beginning in 2004, it arranged to tweak and twist its algorithms and filter its results so that the native-language Google.cn would omit results unwelcome to the government. In the most notorious example, «Tiananmen Square» would produce sightseeing guides but not history lessons. Google figured out what to censor by checking China’s approved search engine, Baidu, and by accepting the government’s supplementary guidance.
Yet it is also true that Google pushed back against the government as much as any other American company. When results were blocked, Google insisted on alerting users with a notice at the bottom of the search page. On balance Google clearly believed (and I think it was right, despite the obvious self-interest) that its presence benefited the people of China by increasing information flow and making clear the violation of transparency. The adventure took a sharp turn in January 2010, after organized hackers, perhaps with government involvement, breached Google’s servers and got access to the e-mail accounts of human rights activists. The company shut down Google.cn and now serves China only from Hong Kong—with results censored not by Google but by the government’s own ongoing filters.
So is Google evil? The question is out there now; it nags, even as we blithely rely on the company for answers—which now also means maps, translations, street views, calendars, video, financial data, and pointers to goods and services. The strong version of the case against Google is laid out starkly in Search & Destroy, by a self-described «Google critic» named Scott Cleland. He wields a blunt club; the book might as well been have been titled Google: Threat or Menace?! «There is evidence that Google is not all puppy dogs and rainbows,» he writes.
Google’s corporate mascot is a replica of a Tyrannosaurus Rex skeleton on display outside the corporate headquarters. With its powerful jaws and teeth, T-Rex was a terrifying predator. And check out the B-52 bomber chair in Google Chairman Eric Schmidt’s office. The B-52 was a long range bomber designed to deliver nuclear weapons.
Levy is more measured: «Google professed a sense of moral purity…but it seemed to have a blind spot regarding the consequences of its own technology on privacy and property rights.» On all the evidence Google’s founders began with an unusually ethical vision for their unusual company. They believe in information—»universally accessible»—as a force for good in and of itself. They have created and led teams of technologists responsible for a golden decade of genuine innovation. They are visionaries in a time when that word is too cheaply used. Now they are perhaps disinclined to submit to other people’s ethical standards, but that may be just a matter of personality. It is well to remember that the modern corporation is an amoral creature by definition, obliged to its shareholder financiers, not to the public interest.
The Federal Trade Commission issued subpoenas in June in an antitrust investigation into Google’s search and advertising practices; the European Commission began a similar investigation last year. Governments are responding in part to organized complaints by Google’s business competitors, including Microsoft, who charge, among other things, that the company manipulates its search results to favor its friends and punish its enemies. The company has always denied that. Certainly regulators are worried about its general «dominance»—Google seems to be everywhere and seems to know everything and offends against cherished notions of privacy.
The rise of social networking upends the equation again. Users of Facebook choose to reveal—even to flaunt—aspects of their private lives, to at least some part of the public world. Which aspects, and which part? On Facebook the user options are notoriously obscure and subject to change, but most users share with «friends» (the word having been captured and drained bloodless). On Twitter, every remark can be seen by the whole world, except for the so-called «direct message,» which former Representative Anthony Weiner tried and failed to employ. Also, the Library of Congress is archiving all tweets, presumably for eternity, a fact that should enter the awareness of teenagers, if not members of Congress.
Now Google is rolling out its second attempt at a social-networking platform, called Google+. The first attempt, eighteen months ago, was Google Buzz; it was an unusual stumble for the company. By default, it revealed lists of contacts with whom users had been chatting and e-mailing. Privacy advocates raised an alarm and the FTC began an investigation, quickly reaching a settlement in which Google agreed to regular privacy audits for the next twenty years. Google+ gives users finer control over what gets shared with whom. Still, one way or another, everything is shared with the company. All the social networks have access to our information and mean to use it. Are they our friends?
This much is clear: We need to decide what we want from Google. If only we can make up our collective minds. Then we still might not get it.
The company always says users can «opt out» of many of its forms of data collection, which is true, up to a point, for savvy computer users; and the company speaks of privacy in terms of «trade-offs,» to which Vaidhyanathan objects:
Privacy is not something that can be counted, divided, or «traded». It is not a substance or collection of data points. It’s just a word that we clumsily use to stand in for a wide array of values and practices that influence how we manage our reputations in various contexts. There is no formula for assessing it: I can’t give Google three of my privacy points in exchange for 10 percent better service.
This seems right to me, if we add that privacy involves not just managing our reputation but protecting the inner life we may not want to share. In any case, we continue to make precisely the kinds of trades that Vaidhyanathan says are impossible. Do we want to be addressed as individuals or as neurons in the world brain? We get better search results and we see more appropriate advertising when we let Google know who we are. And we save a few keystrokes.
Bibliografía
In the Plex: How Google Thinks, Works, and Shapes Our Lives
by Steven Levy
Simon and Schuster, 424 pp., $26.00
I’m Feeling Lucky: The Confessions of Google Employee Number 59
by Douglas Edwards
Houghton Mifflin Harcourt, 416 pp., $27.00
The Googlization of Everything (and Why We Should Worry)
by Siva Vaidhyanathan
University of California Press, 265 pp., $26.95
Search & Destroy: Why You Can’t Trust Google Inc.
by Scott Cleland with Ira Brodsky
Telescope, 329 pp., $28.95
Mayor información: Google
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