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La narradora escribió sus microrrelatos apoyada en la realidad, en investigaciones y en historias de vida. (Foto: Leandro Teysseire)
C iudad Juárez, Chihuahua, 31 de octubre 2011. (RanchoNEWS).- Los artistas de circo imaginados por la escritora se plantean con desesperación cómo sorprender a los espectadores. «Cuando me preguntan qué personaje de circo es el escritor, contesto que es el trapecista. Ése es el más honroso de los oficios», subraya. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
El viento cuchichea con el vidrio del balcón. En el living de este departamento, en un piso catorce, el eco es apenas un leve temblor. La memoria, ajena a esa indescifrable escala musical, gotea olores de la infancia. El olfato de Ana María Shua recuerda el aserrín húmedo y el olor a fiera encerrada de los circos de fines de la década del ’50 y principios del ’60. Ése era el aire que respiraba en las modestas carpas de la costa atlántica, durante las vacaciones, donde el acomodador luego desplegaba su número de magia en escena. O el que cobraba la entrada en la precaria boletería pronto se transformaba en domador de leones sumisos, que dudaban entre rugir o andar a tientas entre el sueño y la vigilia. En el fondo de la niña que fue, quizás anidaba el deseo secreto de ver caer al trapecista, de verlo destrozarse los huesos contra el suelo. La luz perezosa de las seis de la tarde, sujeta a los caprichos de la inminencia de la noche, expande la gracia hamacada de la sonrisa de la escritora en el preciso instante en que confiesa que no estaba «especialmente fascinada» por el mundo del circo. No es una estrategia para promocionar Fenómenos de circo (Emecé), su último libro de cuentos brevísimos. «Yo siempre fui muy narrativa y el circo es espectáculo más que narración. Me empecé a interesar más de grande», aclara. Cuando el aroma del aserrín estaba confinado a los arrabales del pasado, el pedido de un microrrelato inédito –para publicar en un diario de España– gatilló ese olor añejo.
Urgida por la demanda y sin nada nuevo que ofrecer, escribió, sin saberlo, la piedra de toque de lo que sería su próximo libro. «Con el serrucho, el mago corta en dos la caja de donde asoman las piernas, los brazos y la cabeza de su partenaire. La cara de la mujer, sonriente al principio, se deforma en una mueca de miedo –se lee en las primeras líneas de Mago con serrucho–. Enseguida empieza a gritar. Brota la sangre, la mujer aúlla pidiendo socorro y mueve los brazos y las piernas con aparente desesperación mientras la gente aplaude y ríe. Después sólo se queja débilmente y al fin se calla. En otras épocas el público era más exigente, recuerda el mago: pretendía que la mujer volviera a aparecer intacta. Ahora, en cierto modo, todo es más fácil». Como si hilvanara una nostalgia caústica de algo que siempre queda en el futuro, en el circo que construye Shua las vueltas de tuerca de la ficción –eso que parece insólito y tan asombroso que podría ser real– logran (con) fundirse con los «datos fehacientes y comprobables acerca de algunas personas reales/y o famosas mencionadas en este libro», una sección que, a modo de epílogo, compendia las imprudencias y audacias de integrantes de la patria nómada del circo. Como Alfredo Codona, el trapecista que incorporó el triple salto mortal a sus actuaciones. Como Charles B. Tripp, la Maravilla sin Brazos, un canadiense que se vestía o lavaba la cara con sus pies. Como George y Willie Muse, dos mellizos de rasgos africanos con la piel y el pelo blancos, que fueron secuestrados por un empresario circense y exhibidos como Iko y Eko, los caníbales ecuatorianos, como los Hombres con cabeza de oveja y finalmente como Los embajadores de Marte.
Los artistas imaginados del circo de Shua se preguntan con desesperación cómo sorprender a los espectadores. El sindicato de acróbatas organiza un concurso para premiar la novedad. Lo gana un delicado artista húngaro con un «salto mortal fuera de la realidad». Un tragasables –nombre ambiguo objeto de burla y de traición– se traga a un espectador escéptico. Un trapecista se lanza por el aire sin red, sin cable de seguridad, y finalmente sin trapecio. Una gitana que no adivina el futuro sólo ve retazos fútiles de la vida de sus clientes en su bola de cristal. Un director de circo rechaza a una mujer que vuela, convencido de que tendrá más suerte en una novela de realismo mágico. Hay elefantes con exigencias de prima donna y una galería de freaks y deformes, como La Mujer Cara de Mula o un hombre con tres piernas. En este formidable circo de minicuentos, la escritora arroja al aire sustantivos redondos. Antes de que caigan, con disparos certeros, logra que un puñado de adjetivos los perforen en el centro mismo. Hace malabarismos con los verbos, camina por la cuerda floja de una sintaxis riesgosa. Y azota con su látigo las palabras hasta obligarlas a saltar por los aros de fuego de un sentido inesperado.
Después de investigar los oficios del circo, descubrió una fascinante cantera de historias y de personajes. «La quintaesencia de lo que hace el payaso es el fracaso. Uno se ríe de ver al payaso fracasar y fracasar en todo», cuenta Shua en la entrevista con Página/12. «Los tragasables sólo pueden mostrar una parte de su espectáculo, pero no pueden mostrar la parte más impresionante: cómo todo lo que tragan pasa a su esófago. Y no es un truco; lo hacen de verdad. Como no lo pueden mostrar, lo tienen que demostrar; están constantemente ideando formas para demostrar que lo que hacen no es un truco. El oficio más pobre del circo quizá sea el de los tragafuegos, porque es muy poco lo que se necesita: basta con tener buena resistencia al dolor. El rey de los oficios es el trapecista, porque está cumpliendo con ese sueño de la humanidad que es volar».
¿Por qué el espectador, secretamente o no tanto, espera ver caer al trapecista?
Ese es el placer de todos los espectáculos de riesgo: el juego con el peligro. En el juego con el peligro está la posibilidad de que todo falle. El placer del espectador está en jugar con esa posibilidad de que el trapecista se caiga.
Al terminar de leer el libro, una sensación que queda es que el circo es ideal para el microrrelato. ¿Por qué este género encaja tan bien en el mundo circense?
No lo había pensado. Los números de circo son breves. Son números cuya prolongación resultaría fatigosa, aburrida. La gente se hartaría de ver una y otra vez al trapecista haciendo su triple salto mortal. No hay una historia que sostenga cada uno de esos números. Y creo que eso es lo que le agregó el Cirque du Soleil: un elemento narrativo fuerte. Y aun así cada número es corto. Quizá por eso el circo se adapta tan bien al microrrelato.
Hay una pregunta que aparece en uno de los textos: «¿Cómo sorprender a los malditos, a los cínicos espectadores que ya lo han visto todo?»; pregunta pertinente para el escritor en su relación con el lector.
Es la pregunta esencial del arte, de la música, de la literatura. Esa pregunta terrible ha llevado a las artes a caminos tan complejos que la están alejando de sus espectadores; es lo que ha llevado a la música contemporánea a que sea cada vez más para una minúscula elite. Es lo que ha llevado a la poesía a perder todo contacto con el lector común. La narrativa corre peligro de ir por ese camino en esa desesperada búsqueda por la originalidad, que quizá no lleve a la muerte del escritor, pero sí a la muerte del arte.
¿Se preguntaba cómo sorprender al lector mientras escribía Fenómenos de circo?
Todo el tiempo. El deseo de sorprender al lector es connatural al acto de escribir. Yo no decido cuándo se van a terminar mis libros de microrrelatos. Siempre me propongo escribir alrededor de 350, pero cuando tengo unos 280 o 300 se empiezan a repetir los procedimientos, aparecen textos demasiados parecidos y el libro se termina por falta de originalidad, cuando me doy cuenta de que me estoy plagiando a mí misma. Ahora creo que Fenómenos de circo va a ser mi último libro de microrrelatos, porque ya escribí mucho en el género y siento que agoté mis posibilidades. Por suerte, siento que este libro es bastante diferente de los anteriores. Quizá porque está apoyado en la realidad, en investigaciones y en historias de vida. Por eso quise agregarle al final todas esas biografías reales. Quería que el lector supiera qué es lo que inventé y qué es lo que realmente sucedió.
En ese contraste que puede corroborar cada lector, las biografías parecen inventadas, como si fuera un truco de Ana María Shua.
Sí, claro. Alguien me dijo hace poco que esa parte de las «historias fehacientes y comprobables... es tan irónica». ¡Pero es verdad: son historias fehacientes y comprobables! No todas las vidas de los artistas de circo son como las que figuran en el libro. Las habrá más tranquilas. Pero en el caso de los fenómenos de circo, son personas con gravísimas deformidades físicas; difícilmente pueda tener una vida común y corriente un hombre de tres piernas o mellizos siameses unidos por diversas partes del cuerpo.
Sus microrrelatos sobrevuelan la narración y la poesía. ¿Cómo los trabaja para que tengan tanta potencia poética sin ser poemas?
No lo sé exactamente, aunque esa es mi tendencia. Los españoles son mucho más directos y realistas; Eduardo Galeano los trabaja más cerca de la anécdota. Yo necesito trabajar no sólo con lo fantástico, sino también con lo absurdo y con la metaficción. Sé que no es poesía porque un microrrelato tiene que ser narrativo para funcionar. Pero en cuanto a la musicalidad, al ritmo y a la cuidadosa selección de cada una de las palabras, en ese sentido sí se acerca a los procedimientos de la poesía. Un microrrelato tiene que tener una perfección absoluta, no puede haber la menor disonancia. Cada palabra está donde está y no se puede cambiar por otra.
Como si la retirada morosa del sol alentara el linaje del microrrelato, Shua recapitula la reciente genealogía. «Todo empieza cuando la crítica descubre que no es cuento brevísimo. Fue una novedad, porque para mí eran cuentos cortitos. Y punto. En nuestro país tenemos una fuerte tradición: Borges, Cortázar, Bioy Casares, Denevi; todos nuestros grandes maestros del cuento escribieron cuentos brevísimos. Desde hace unos 20 años los críticos, con una enorme felicidad, se disponen a intervenir en terreno virgen. Y aparece una gran cantidad de crítica sobre el género, que deja de llamarse cuento brevísimo y le ponen minificción o microrrelato. Esto colaboró mucho en la difusión y se estableció cierta preceptiva. Para ser microrrelato tiene que tener hasta 25 líneas, más o menos una página. Y debe tener un núcleo narrativo. La extensión es muy fácil de definir, pero qué es lo narrativo.»
El interrogante es peliagudo, ¿no? Lo metaliterario, que suele abundar en los microrrelatos, no es necesariamente narrativo.
Esto es peliagudo; ríos de tinta han corrido respecto de lo que es o no es narrativo. Yo suelo decir que si algo parece un aforismo, probablemente sea un aforismo. Si parece un chiste, probablemente sea un chiste. Si parece una poesía, probablemente sea una poesía. Si uno no sabe bien qué es, es un microrrelato (risas). Mi primer libro de microrrelatos, La sueñera, tiene muchos textos que no son narrativos. La piedra fundamental de toda esta cuestión es que ni a los escritores ni a los lectores nos importa mucho la cuestión de la etiqueta. Nos tiene que gustar. Y eso es todo.
«Hay historias que no dejan ningún resquicio para la imaginación», se lee al principio de uno de los microrrelatos sobre Julia Pastrana, la mujer barbuda cuyo cadáver embalsamado reposa en un ataúd sellado en el Departamento de Anatomía de la Universidad de Oslo. ¿Cómo explicaría esa «limitación»?
Sería imposible escribir ficción sobre esa vida. Decidí reproducir esa historia, pero hubo muchas otras historias verdaderas que encontré que no me disparaban ninguna idea porque eran en sí mismas tan tremendas y perturbadoras que no fue mucho lo que pude hacer al respecto. Incluso hubiera querido escribir más sobre Toro Sentado, otra historia de vida que me impresionó muchísimo. El jefe sioux que comandó a las tropas indias que vencieron por primera y única vez en la historia del mundo a la caballería norteamericana, cuatro años después, trabajó en el circo de Buffalo Bill, transformado en un personaje mediático. Ya había personajes mediáticos en el siglo XIX. Toro Sentado era muy buscado por los reporteros, que querían sacarle fotos y hacerle entrevistas.
Exceptuando el riesgo de vida, se podría comparar al trapecista con el escritor, ¿no?
La escritura es un riesgo, pero de otra manera. Cuando me preguntan qué personaje de circo es el escritor, contesto que por supuesto es el trapecista. Ése es el más honroso de los oficios. Aunque muchas veces el escritor es el payaso. Pero es mejor no decirlo (risas).
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