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Andrés Vega Delfín, Claudio Naranjo Vega, Raquel Palacios Vega, Octavio Vega Hernández y Hermelinda Hernández, en charla con este diario, el 28 de noviembre de 2012, un día después de que recibieron el premio. (Foto: Roberto García Ortiz)
C iudad Juárez, Chihuahua. 8 de enero de 2013. (RanchoNEWS).- Una jarana cae en las manos de don Andrés Vega Delfín (Boca de San Miguel, municipio de Tlacotalpan, 1931) y de inmediato sus dedos corretean entre las cuerdas. La música detiene a todos los que se encuentran en el restaurante, quienes buscan con la mirada de dónde proviene esa juguetona melodía. Una nota de Mónica Mateos-Vega para La Jornada:
«El son viene del corazón, ¿de dónde más?», dice el patriarca de una de las familias que ha contribuido a que el son jarocho goce hoy de plena salud y prometedor porvenir.
Los Vega, junto con los Utrera, fueron reconocidos este año con el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el rubro de Artes y Tradiciones Populares.
Don Andrés, su hijo Octavio, su esposa Hermelinda y sus nietos, Raquel y Claudio, acudieron a Los Pinos el pasado 27 de noviembre para recibir el galardón. En la ceremonia, a la que fueron convocados de manera apresurada la noche anterior, Felipe Calderón los felicitó por ser artífices de lo que llamó el «nuevo son jarocho», a lo que don Andrés respondió:« ¿nuevo?, ¡uy!, yo que pensé que tenía como 400 años o más, no es tan nuevo que digamos».
En entrevista con La Jornada narran la anécdota y lamentan que Esteban Utrera Lucho, el patriarca de la otra familia galardonada, no haya podido compartir con ellos la alegría de saberse premiados. Don Esteban falleció el pasado 24 de octubre, a los 92 años. Abuelos, padres, hijos, nietos y hasta bisnietos de esas dos dinastías han protagonizado durante las recientes cinco décadas el renacimiento de esa expresión musical, sin la cual no tendrían sentido las entrañables fiestas veracruzanas conocidas como fandangos, «ni la vida», aseguran los premiados.
Sobre todo, han recorrido el mundo poniendo a zapatear a miles de personas en países como Japón, Alemania, China, Australia, donde el público de inmediato se identifican con los sonidos y cantos nacidos en la bella región de Tlacotalpan, Veracruz.
«Crecimos mirando al abuelo Mario tocar; por eso nos iniciamos en la música de manera natural, sin pensar que iba a trascender. Incluso, cuando éramos niños, el son jarocho estaba en peligro de extinción. Como familia, al igual que los Utrera y personas de otras comunidades, nos adentramos en esta música sin pensar en premios, sólo con el afán de seguir con la tradición. Teníamos –y tenemos– motivos para hacer música, no concebimos días sin ella, siempre el son jarocho de por medio. Es más, el son es nuestra música de cuna; en esta familia no se puede caminar sin antes zapatear», dice Octavio, arpista al igual que su bisabuelo Adolfo Vega, originario de Cosamaloapan.
Doña Ernestina remata con orgullo: «Cierto, en nuestra tierra todos aprendemos a zapatear desde la panza de nuestras mamás».
Don Andrés, quien ha recorrido el país y el mundo como «guitarrero» del grupo Mono Blanco, fue campesino, arriero, pescador ribereño y vendedor de carbón. Casi no tuvo instrucción, pero aprendió el son de sus mayores: «tenemos la música regada en la sangre. A ninguno de mis hijos enseñé a tocar, ellos por la emoción lo hicieron y ni les costó trabajo. Cuando yo era chamaco así empecé. Un amigo de mi padre, andando por el campo, encontró los restos de un caballo y pensó: ‘le voy a llevar la mandíbula al hijo de Mario para que la toque como güiro’, y ese fue mi primer ensayo. Luego ascendí a la jarana, y no me costó ningún trabajo: rapidito, rapidito aprendí. Todos mis hijos fueron iguales, traían ya la música en la cabeza».
Fue en la década de los años 80 cuando resurgió el fandango en una primera etapa gracias a don Esteban y don Andrés, cuya notable trayectoria artística dio lugar a que en el año 2007 el gobierno del estado de Veracruz creara la medalla Andrés Vega Delfín, la cual se otorga anualmente a los mejores músicos tradicionales de la región, en la fiesta de La Candelaria, en Tlacotalpan.
Las familias de los Vega y los Utrera forman una comunidad de 99 integrantes, de la que han brotado varios grupos de son que han grabado decenas de discos y realizado giras, además de preservar las técnicas de laudería antigua, e impulsar la formación de músicos jóvenes.
Mundo sin música no es mundo
La jarana cobra vida entre las manos de don Andrés, cuyos dedos son la envidia de sus hijos y nietos. Incluso, de pequeños, alguno de ellos le dijo: ‘Ay, abuelo, cuando tú te mueras lo primero que voy a hacer es cortarte los dedos, para pegármelos en mi mano’.
Su nieto Claudio, quien también es jaranero, mira fascinado, como si fuera la primera vez, cuando su abuelo toca unas notas ante las personas encantadas en el restaurante donde se lleva a cabo la charla.
–¿Ya tienes los dedos de don Andrés? –se le pregunta al veinteañero.
–Uy, no, ¡me falta muchísimo por aprender!
–Pero va bien –interviene Octavio, tío del muchacho.
Don Andrés reitera: «Un mundo sin música no sería mundo. Hay mucha alegría, de todo, pero a mí lo que siempre me fascinó fue el son jarocho campesino. Muy niño conocí el son tradicional, el de las tarimas. Las personas se amanecían en el fandango, y anochecía y volvía a hacerse el fandango. No hay que dejar morir al son jarocho, hay que seguir reviviéndolo, sobre todo como era antes».
El son jarocho tuvo una época en la que agonizó, explica, «cuando los viejos músicos se fueron muriendo y los que quedaban no sabían tocar, hasta usaban los instrumentos para dar agua a los cochinos. No valoraban que si un músico fue bueno en su vida hay que cuidar lo que deja. Lo bueno es que mis hijos vieron la emoción del fandango, vieron a sus madres, excelentes bailadoras».
Octavio continúa: «Cuando me di cuenta esta música me había atrapado. Cuando mi hermano Tereso y yo eramos chavos no había tantos chamacos de nuestra generación tocando. Fue en mi adolescencia cuando conformamos con mi padre el grupo Mono Blanco, pero hasta finales de los 80 y, sobre todo, en los años 90, es que ya vimos a muchos jóvenes interesados en el son, provenientes de muchas regiones de Veracruz. Fue un impacto para nosotros que se interesaran tanto en el son jarocho. Se regó entonces una semilla de la que ahora se está viendo el fruto. Me tocó conocer a los viejos músicos, de un nivel extraordinario, con un estilo de hacer el son muy apegado a la tradición, señores grandes que dejaron una enseñanza increíble para todas las generaciones».
¿Qué van a hacer con el monto del premio, don Andrés?
Siempre he sido campesino y, entre los campesinos, músico. Toqué mucho por placer, no por ganar money. Toqué por gusto, por estar en la fiesta y tragar tequila, sin ganar un quinto en un fandango; por aprender. No es vergüenza, empecé a ganar poquito dinero ya cuando tenía mis hijos. Pero sabía lo que yo traía de bueno; no cantaba, pero tocaba y bailaba; cobraba 70 pesos, y les parecía caro, por estar hasta amanecer tocando en el fandango.
«Hoy mis hijos, mis nietos saben quién soy: un buen fandanguero. Me gusta que la música se oiga bien limpia y que la bailadora disfrute, que yo disfrute. ¿Qué voy a hacer con este premio? Pues un fandango, y después, ¡otro fandango!»
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