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«Soy el primer destinatario de mis azotes irónicos» (Foto: Santi Cogolludo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 28 de febrero de 2014. (RanchoNEWS).- Hambrientos de pan y tal vez de gloria, con la lujuria a punto y la pereza bien dispuesta, los poetas enfilan, en minibús, vehículo funerario o carro de asno, la única carretera del pueblo hasta el convento de las Espinosas de Morilla del Pinar. Veintiocho hacedores de versos inician una de esas reuniones que se bautizan pomposamente de «jornadas literarias» y que servirán a Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) para levantar una sátira titulada Ávidas pretensiones que se ha llevado este año el premio Biblioteca Breve. Una entrevista de Daniel Arjona para El Cultural:
El escritor afincado en Alemania desde hace casi tres décadas trueca sus temas habituales pero sus pretensiones, razona, son más azarosas de lo que se podría pensar. «Cuando emprendo la escritura de una novela rara vez parto de elementos argumentales. Me lanzo a la tarea con una vaga idea de la historia. Me bastan la perspectiva de uno o más narradores, un tratamiento lingüístico específico (que en este caso es libérrimo, desenfadado, provocador), los personajes de cuya convivencia resultará la trama y un motivo que me vaya dando los sucesos».
Aramburu confiesa que no planeó hacer una sátira en Ávidas pretensiones. «Si la hay, surgió como consecuencia de la combinación de los cuatro puntos esenciales que acabo de mencionar. La fuente suministradora de episodios fue el encuentro de un populoso elenco de poetas en un centro de estudios anexo a un convento. Pero a mí estos personajes me interesaron desde un principio más por su singular pasta humana que por el hecho de que fueran poetas, lo que tampoco es baladí».
¿Por qué le intrigaba el ego del poeta?
Empecé una novela cuya trama se situaba en mi ciudad natal. Tenía previsto que un personaje se acercara a quien le había causado mucho daño tiempo atrás y considerase la posibilidad del perdón; pero, a las veinte páginas, comprobé que el texto no fluía,las manos obedecían con desgana y el trabajo no me hacía disfrutar. En consecuencia, abandoné el proyecto. Tal vez lo postergué. En lugar de lacerarme con dudas, me fui al campo y allí, entre dos robles, decidí recuperar un viejo proyecto narrativo. De su culminación ha resultado Ávidas pretensiones. En cuanto al ego de los poetas, no me interesa especialmente. Todos arrastramos un ego, igual que tenemos un páncreas.
Cuatro días de vida
El humor es cosa seria, asegura un dicho pertinaz. Fernando Aramburu se sirve de la risa «para no sucumbir al fanatismo», demonio del que también le protege «la conciencia de que nos corresponden cuatro días de vida y adiós, amigos. Este mundo nuestro sería más habitable si la gente admitiera la evidencia de su escasa duración. Sea como fuere, a mí el humor me sirve como antídoto contra la solemnidad. Soy el primer destinatario de mis azotes irónicos, lo cual me permite estar a buenas conmigo, cerrar heridas, lanzar de vez en cuando un elemento positivo al interior de las tinieblas. El que haya abismos no quiere decir que los abismos no puedan ser ridículos».
Los periodistas siempre perseguimos tendencias y tienta titular: «Vuelve la sátira». ¿Por qué no sobra el humor en nuestra literatura? ¿Se toman los escritores demasiado en serio?
Lo ignoro. No he hablado con ellos al respecto. Lo que sí sé es que España, en Europa, tiene fama de país colérico, propenso a la hosquedad. Un italiano sonriente me dijo en cierta ocasión que se nos considera los alemanes del Mediterráneo. Quizá haya un ingrediente de pereza mental en la propensión a la cólera. O estamos sin refinar. O nos falta alguna hormona.
Al recibir el premio explicó que su humor es «cruel».
Lo que pasa es que el hijo de mi madre, por razones que quizá un psiquiatra pudiera aclarar, tiende a intervenir con el humor en zonas de tragedia, en trances luctuosos, con especial gusto en momentos en los que un ser humano intenta vendernos su presunto tamaño grande y su estupenda utopía.
Juanjo Changa, Evangelina González, la Nívea, don Mateo Gil Salgado y Vanessita, Lope, el organizador... Los poetas discuten, intrigan o parafrasean soezmente a Gerardo Diego en una acción que se reparte en tres capítulos lacónicamente titulados «Planteamiento», «Nudo» y «Desenlace». Transmite un narrador que no les tiene mucho afecto. Tal es la paradoja: «el drama está contado por un gamberro». La voz es primordial, prosigue Aramburu, y apela a los chistes. Nos cuenta uno fulano y nos mondamos. Nos lo cuenta mengano con idénticas palabras y nos quedamos fríos. «Existe una personalidad del relato. No se trata, pues, de tener un narrador que nos cuente las historias como un mero portavoz, sino de dotarlo de señas particulares, estados de ánimo, intenciones. Puedo hacer, por ejemplo, que me cuente la novela desde la perspectiva de quien está triste, se ha enfadado o sufre agobio. O, como en Ávidas pretensiones, desde la perspectiva del cabroncete literario que apenas se toma en serio a sus personajes, a la novela que escribe y a la lengua en que se expresa».
¿Y cuál es el rendimiento de ese «cabroncete literario»?
Los personajes están afectados por graves dramas personales que al lector, sin embargo, le llegan mediante la voz de un saboteador de la seriedad. Comprendo perfectamente las palabras de Eduardo Mendoza cuando dijo que se había divertido mucho leyendo mi libro, pero que al final le había quedado una sonrisa torcida.
¿Es la «poetada», como usted la llama, la más frágil sección del gremio literario? ¿Se mete con ellos porque puede?
Para empezar, los poetas españoles no forman una masa uniforme. Los hay que tocan la excelencia y los que casi la tocan y los demás, los veteranos y los nuevos, los de estilo definido y los que buscan una voz más o menos propia. Yo elegí poblar mi novela con poetas porque me pareció que me darían mucho juego literario. Se supone que la vida repercute con intensidad en ellos, que son susceptibles y propensos a la rivalidad y los celos, hijos del placer, del compromiso social, de la niebla y el ocaso, y que mantienen un maridaje particular con la escritura, asunto este sobre el que yo deseaba expresarme. Ahora bien, el hecho de que se emborrachen, se peguen, tengan sus prácticas sexuales o se disputen una corona de laurel no significa que yo me meta con ellos por lo que son. Mi novela podría haber reunido a médicos o micólogos sin que las acciones hubieran diferido sustancialmente.
Quien se busque, se encontrará
Veintiocho poetas de los «diez mil que hay en España» acuden a Morilla del Pinar. Por lo que se publica, parecen pocos.
No importa. Más semillas dan las amapolas y mire qué bien se las apañan para alegrar el paisaje. Reitero mi convicción: somos efímeros. No hagamos el ridículo imitando a nuestros años el desasosiego de los espermatozoides cuando corren agitando la colita a fecundar el óvulo, que sólo admite a uno.
Desde el mismo día en que recibió el Biblioteca Breve, Aramburu ha jugado al despiste. ¿Cuáles son los nombres reales que se esconden tras los ficticios? Por un lado, afirma que la inspiración se la dieron las reuniones literarias del Gruppe 47 que en la RFA de postguerra fundó Hans Werner Richter y al que pertenecieron Heinrich Böll o Gunter Grass. Por otro, una observación al inicio del libro asegura que el autor ha tenido la cautela de asignar nombres ficticios a los actores de la presente crónica «a fin de preservar su vida y la integridad de sus modestos bienes». Pero entonces, ¿nos está tomando el pelo? «Lo dije el día de la rueda de prensa, con ocasión de la entrega del premio y lo repito: quien se busque en mi novela, se encontrará».
Por ejemplo, poetas de la experiencia y poetas metafísicos, situados sin mucho disfraz en la peripecia de Ávidas pretensiones. ¿Qué queda de aquellos virulentos duelos?
Nunca me tentó seguir de cerca aquellas refriegas. Opino que es un poco feo pretender que existan un estilo, una clase de escritura, unos asuntos, unos postulados, que son los idóneos, los genuinos, mientras que otros distintos u opuestos son reprobables. Yo tengo mis días realistas, mis días barrocos, mis días vanguardistas, mis días tradicionales, y no por eso me insulto ni dejo de dirigirme la palabra. A mí lo que de verdad me importa es trabajar con esmero, mantenerme productivo y cambiar de vez en cuando el disco.
El humor ya asomaba la patita en Fuegos con limón, El trompetista de Utopía o su «autobiográfico» Viaje con Clara por Alemania. ¿Cuánta experiencia vital hay aquí?
No recuerdo que me hayan sucedido episodios similares a los protagonizados por los personajes de mi novela. Confieso, no obstante, que comparto ciertas tesis expuestas por algunos de ellos en sus debates sobre poesía.
¿Y cuáles son esas tesis literarias, esas posiciones analíticas y estéticas que Fernando Aramburu comparte con algunos de sus personajes? El autor emplaza al curioso periodista y a sus lectores al próximo otoño cuando regresará a Tusquets con un libro titulado Las letras entornadas, una colección de reflexiones literarias y textos autobiográficos en la que expondrá su idea particular de numerosas cuestiones propias de la literatura, desde la perspectiva de quien la ejerce. Un ejercicio, por cierto, que en el pasado afrontó de forma inhabitual asuntos como la violencia de ETA.
Ha escrito libros duros como Los peces de la amargura. Ahora, cuando irrumpe en la sátira, los temas cambian. ¿Sería posible, por ejemplo, plantear literariamente el terrorismo desde el humor?
Depende. Invito a leer las crónicas verídicas de Florencio Domínguez recogidas en La agonía de ETA. Se parte uno de risa averiguando lo ridículos y torpes que llegaron a ser algunos terroristas, sus chapuzas, su ingenuidad, su cobardía, sus lances absurdos. No tengo la menor duda de que algún día los pasamontañas terminarán representados en los desfiles del carnaval. El límite del humor lo ponen, en este caso, las víctimas. Reírnos de quien ha sufrido y sigue sufriendo es una canallada que nos sitúa instantáneamente en el bando de los agresores.
Escribir en España y Alemania
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Usted, que ya se fue hace tiempo, ¿qué diferencias encuentra entre la clase literaria española y la alemana?
Compruebo que el escritor alemán disfruta de ciertas ventajas. Para empezar, desarrolla su actividad en un país con un elevado índice de lectura. Sus derechos de autor están mucho mejor protegidos. También la consideración social de la palabra escrita es mayor en Alemania. No tiene que enfrentarse a prejuicios contra los escritores profesionales; antes al contrario, procurará evitar a toda costa dar una imagen de diletante, mal vista en los círculos cultos de su país, donde se prefiere la dedicación completa al oficio. Si no tiene mucho éxito, podrá incorporarse a una caja de enfermedad para artistas, que le asegurará en el futuro una renta y lo ayuda en el pago mensual de la cuota de la Seguridad Social.
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