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miércoles, febrero 18, 2004

Teatro

Un jardín centenario

El cronista y crítico teatral Joan de Sagarra inicia sus colaboraciones en “Cultura/s” con una evocación de Chejov en el centenario de su muerte a propósito de la puesta en escena de su obra crepuscular en París

JOAN DE SAGARRA - / La Vanguardia / 03:35 horas - 18/02/2004

"¿Le gusta este jardín, que es suyo?
¡Evite que sus hijos lo destruyan!”
(Malcolm Lowry, “Bajo el volcán”)


El 17 de enero de 1904 se estrenaba en el Teatro de Arte de Moscú “El jardín de los cerezos”, de Antón Chejov. El autor, como suele tener por costumbre, no asiste al estreno, pero, dado que la fecha coincide con la de su aniversario, un grupo de amigos van a buscarle a su casa y prácticamente se lo llevan a rastras al teatro, donde está previsto que se le rinda un homenaje, que es precisamente lo que más horroriza a Chejov. Al terminar el segundo acto, le empujan hacia el escenario, donde es recibido con grandes aplausos. El autor está muy enfermo, se siente muy débil y le cuesta respirar. Pero, como es un hombre muy educado y sobre todo resignado, soporta estoicamente los discursos y agradece los regalos: una caña de pescar (¿alusión al escritor Trigorin, el personaje de “La gaviota”, al que le encanta pescar en el lago?), una estilográfica de plata y una corona de oro bordada en un gorro de raso (Chejovle confesará luego a Stanislavsky que, en vez de una corona, hubiese preferido que le regalasen una ratonera).

Al día siguiente viaja en tren hacia Berlín. Va a la visita del doctor Karl Ewald, célebre especialista de la tuberculosis. El profesor, viendo que no hay nada que hacer, lo manda “en convalecencia” al balneario de Badenweiler, en la Selva Negra, donde Chejov morirá la noche del 2 de julio, después de beber junto a su esposa, la actriz Olga Knipper, una copa de champán y de pronunciar, en voz alta y con una cierta solemnidad, la frase “Ich sterbe” (“me muero”, en alemán). ¿Por qué esa frase en alemán, idioma que Chejov hablaba dificultosamente? Hay quien sostiene que fue por cortesía hacia el doctor Schwöhrer, el médico que le atendió en su lecho de muerte. Su cadáver fue trasladado a Moscú en un vagón de tren color verde chillón destinado al “trasporte de ostras”. Al llegar a la estación, se produjo una confusión y el centenar escaso de personas que aguardaban la llegada del féretro para rendirle homenaje se pusieron a desfilar tras el ataúd del general Keller, que venía de Manchuria, la mar de sorprendidos de que un destacamento con banda de música rindiese honores militares al autor de “Las tres hermanas”. En Moscú, en el cementerio del monasterio de las Vírgenes Nuevas, un cerezo sombrea la tumba de Chejov y, al llegar el verano, algún que otro fruto cae del árbol y salpica la lápida como si fuesen gotas de sangre.

Cien años ya de “El jardín de los cerezos”, o de “L'hort dels cirerers”. ¿Jardín, huerto? Mejor sería traducir “Vishniovi sad” por “El cerezal”, como he visto en algunas ediciones sudamericanas. ¿Por qué? Pues porque la propiedad de Lubov Andréievna Ranévskaia no es exactamente un jardín, ni un huerto. Es un cerezal, como los cerezales del extremeño valle del Jerte, con la diferencia de que éste es gigantesco: iguala o supera ocho veces –ocho– la extensión de Hyde Park. No en vano Leonid Andreiévich Gáiev, el hermano de Lubov, dice de él que se le nombra, que figura en el “Diccionario enciclopédico ruso” (los espectadores de la obra de Chejov, cuando oyen a Gáiev, un niño viejo que se pasa todo el tiempo comiendo bombones de chocolate, mencionar el “Diccionario enciclopédico ruso”, sueltan una risita. Pues se equivocan: el diccionario en cuestión es algo muy serio: es el equivalente ruso de la Enciclopedia Francesa, de nuestro Salvat o de nuestra Enciclopèdia Catalana).

En 1903, un año antes de su muerte (joven, a los 44 años), Chejov le dice a su amigo Ivan Bunin: “¿Sabes durante cuánto tiempo van a seguir leyéndome, viendo mis obras? Durante siete años.” Y es que el escritor, que también era médico, estaba convencido de que todavía iba a vivir siete años más. Pero, en cuanto al futuro, a la posteridad de su obra, se mostraba totalmente escéptico. Transcurridos cien años, Chejov, si pudiese verlo, se maravillaría de la salud y de la popularidad de que goza su obra y, en el caso concreto de “El cerezal” (vamos a seguir llamándole así ), del significado emblemático, mítico, que ha tenido para las gentes de teatro del pasado siglo y que, al parecer, sigue y seguirá conservando debido a la cada vez mayor fragilidad del teatro (no ya frente al cine, sino a la televisión y a internet).

Sin olvidar la referencia primera, el espectáculo fundacional del 17 de enero de 1904 en el Teatro de Arte de Moscú, bajo la dirección de Stanislavsky, “El cerezal”, en los últimos veinticinco años del pasado siglo, se ha paseado por los escenarios del mundo de la mano de la casi totalidad de los más grandes directores de escena. Desde el ya clásico montaje de Giorgio Strehler, en 1974, en el Piccolo Teatro de Milán, la obra de Chejov ha sido dirigida por Ottomar Krejka (Schaupielhaus, Düsseldorf, 1977), Anatoli Efros (Taganka, Moscú, 1975), Peter Brook (Bouffes du Nord, París, 1981), Karge y Langhoff (Comédie de Gèneve, 1984), Andreï Serban (Teatro Nacional, Bucarest, 1992), Jacques Lassalle (Teatro Nacional, Oslo, 1995), Lev Dodine (Théâtre de L`Europe-Odéon, París, 1994), Peter Stein (Shaubühne, Berlín, 1989), Peter Zadek (Akademietheater, Viena, 1995)... sin olvidar el relativamente reciente montaje de Lluís Pasqual en el Lliure de Gràcia. Y el montaje de Georges Lavaudant en los Ateliers Berthier (sede provisional del Théâtre de L'Europe-Odéon, actuamente en obras), en París, que es el espectáculo que da pie a estas líneas, espectáculo de una gran belleza, muy bien interpretado por algunos de los mejores actores franceses (Sylvie Orcier, Gilles Arbona, Hervé Briaux, Philippe Morier-Genoud...), y que el lector, si lo desea y consigue hacerse con una butaca, puede todavía presenciar hasta el 28 del presente mes.

¿Qué es lo que confiere a esta obra su carácter emblemático, mítico? Pues yo diría que, en primer lugar y de manera contundente, la presencia de ese gigantesco, fantasmagórico y enciclopédico cerezal. Que puede mostrarse, como hacía Stein; que puede de repente aparecer en toda su grandiosidad, en su inquietante blancura (el blanco de la muerte, como un Moby Dick vegetal), o puede ocultarse, como hacía Brook, o sublimarse, como hacía Strehler, mediante un inmenso velo blanco que cubría el escenario y la platea del Piccolo de Via Rovello y del que caían cientos, miles de hojas de cerezo. O puede insinuarse a través de las ventanas de la casa, como en el montaje fundacional de Stanislawski, siguiendo la acotación de Chejov; o confundirse con el público, como en el espectáculo de Lavaudant, y el espectador verlo a través de las miradas de los personajes que se clavan en la oscuridad de la sala. Pero, visible o no visible, el cerezal ha de estar ahí, ha de sentirse en su grandiosa e inquietante presencia.

Más que un pretexto

Mi querido Marcos Ordóñez, en su libro “A pie de obra” (Alba Editorial, Barcelona, 2003), en el que recoge buena parte de sus interesantísimas crónicas teatrales, refiriéndose a “El cerezal” escribe: “No cuesta mucho estar de acuerdo con Mamet cuando afirma que el famoso ‘jardín de los cerezos’ del título no es más que un pretexto dramático, un simple vínculo para mantener unidos a los personajes”. De ser cierto lo que afirma Mamet y corrobora Ordóñez, no me explico el interés que ha suscitado esta pieza durante un centenar de años, ni su condición indiscutible de pieza emblemática, mítica. El cerezal es mucho más que un pretexto dramático para mantener unidos a los personajes. Para los hermanos, Lubov y Gáiev, el cerezal representa sus raíces –la aristocracia rural–, su infancia, una infinita prolongación de “la habitación de los niños”, y, al mismo tiempo, un paisaje fantasmagórico: Lubov ve entre las ramas de los cerezos el fantasma de su madre (el gigantesco cerezal es, para el teatro del siglo XX, el equivalente de lo que fue el espectro del padre de Hamlet para el teatro romántico del XIX). Y, a la vez un paisaje de muerte inexorable. Strehler, jugando la carta del blanco (de los personajes) sobre blanco (del decorado), convirtió el espacio, cubierto, escenario y platea, por un simbólico cerezal palpitante, en una especie de Limbo en el que los personajes siguen jugando como niños, definitivamente vencidos, sin haber presentado batalla. Brook hizo del cerezal un espacio amenazado por la peste, que empieza a oler a muerto y del que hay que huir cuanto antes. En cuanto a Zadek, confirió al cerezal algunas virtudes extratextuales (que Chejov tal vez no hubiese censurado). Para Zadek, Lubov es una especie de Lulú, una devoradora de hombres que pierde el apetito y la fuerza sexual tan pronto como se percata de que el cerezal ya no le pertenece.

Para Trofímov, el viejo estudiante utópico, leninista, que en ciertos montajes representa la revolución, el progreso, y en otros, como en el de Zadek de 1995, en Viena, es un patético mitinero que lleva consigo su derrota, como una joroba; para Trofímov , el cerezal es una metáfora de la vieja Rusia: debe ser destruido para lavar su pasado de servitud y opresión. Para Lopajin, el comerciante, el nuevo rico, hijo de un mujik, de un siervo liberado por los padres de Lubov, a la que adora, el cerezal es “la cosa más bonita del mundo”. A simple vista, todo parece indicar que Lopajin es el personaje más indicado para solucionar “el problema” que plantea la obra, y que sería el siguiente: cómo hacer posible que los hermanos conserven la propiedad que, un 22 de agosto, va a ponerse a subasta para liquidar unas deudas. Como buen comerciante, Lopajin, teniendo en cuenta que el cerezal se halla próximo a la gran ciudad, industrial, y que el tren ya transita por los alrededores de éste, propone a Lubov destruir el cerezal y edificar en el terreno dachas, casas para los veraneantes. Lopajin está convencido de que los bancos avanzarán el capital necesario para liquidar las deudas y financiar la operación.

Lopajin resuelve el problema económico, pero no el de la obra. Y es que el problema de la obra, tal y como ésta lo presenta, no tiene solución. No se puede salvar económicamente a los dueños de la propiedad sin sacrificar aquello que simbólicamente les justifica. Lopajin podría casarse con Varia, la hija adoptiva de Lubov, y regalar el cerezal a su suegra. Pero Lopajin no piensa casarse (al menos en esta obra) y menos con “una monja” (“Ofelia, vete a un convento”, le dice Lopajin a Varia), y tampoco lo veo yo haciendo de yerno de Lubov. También podría ocurrir que Lopajin se convirtiera en amante de Lubov, arrojándole el cerezal a sus pies, pero Lopajin no es un personaje de Dostoievski y Lubov le atrae tanto como respeto (o pánico) le causa.

En la subasta de agosto, Lopajin pujará por el cerezal y se hará con él. Y acto seguido lo destruirá. Porque, aunque Lopajin pueda parecer un sentimental, un falso sentimental (sobre todo cuando está bebido), en el fondo es un hombre práctico que no puede entender la supervivencia de algo inútil, de algo que no rinde ningún interés económico (y en 1904, el valor ecológico, de existir, sería un valor inútil).

“El cerezal” es una pieza emblemática en cuanto supone, más que la transición entre dos Rusias (que sería la lectura progresista y esperanzadora), la transición entre dos mundos, el simbólico –lo inútil– y el económico. Dicho de otro modo: el triunfo del capitalismo. Y es también emblemática porque, en 1904, con la muerte (más que posible) por abandono, descuido de sus dueños, del viejo (87 años) criado Firs (que en su día rechazó la libertad y quiso seguir siendo un siervo), Chejov anuncia a Beckett, como bien señala Marcos Ordóñez. Beckett ante portas.

Chejov califica “El cerezal” de comedia. Algo difícil de tragar, y más teniendo en cuenta el final de la obra. Sabiendo como sabemos que Chejov en 1904 era consciente de que se estaba muriendo, de que esta era su última obra, cabría pensar que eso de “comedia”, como la copa de champán, como el “Ich sterbe”, hay que interpretarlo con un cierto sentido del humor (en el que Chejov se revela un maestro), como una variante de aquello tan manido de “Finita la commedia!”. Pero no creo que sea así. Hace años escuché a Antoine Vitez, gran conocedor del teatro ruso y autor de grandes montajes chejovianos, comentar acerca de “El cerezal”: “¿Por qué no pensar que Chejov ha escrito algo sin saber muy bien qué hacer con ello, cómo montarlo, y de pronto se encuentra con que Stanislavski lo trata no con excesiva lentitud, eso no es lo esencial, sino con una apabullante acumulación de signos? ¿Por qué no pensar que Chejov pudo haber experimentado esa acumulación de signos como una violación de su obra y reclamar, exigir, contra Stanislavski, ese aire desenfadado, de comedia? ¿Y por qué no montar, interpretar ‘El cerezal’ como si fuese un vodevil?”, se preguntaba en último término Vitez.

Ese es, en gran medida, el acierto de Lavaudant, sobre todo en el tercer acto, el del baile. Los personajes aparecen y desaparecen entre las blancas cortinas (un homenaje a Strehler) que figuran en las paredes de la mansión. Una escena entre el vodevil, el circo y la farsa, que se quiebra con la derrota de Lubov, desposeída de su trono (el cerezal) por el nuevo rey que anuncia, borracho, su victoria: la venganza del hijo del siervo. Un espectáculo espléndido, abierto, que respira, con una notable pluralidad de voces que se expresan en un francés preciso y cortante, sin florituras, ceñido al original ruso, chupando de él vitalidad y ritmo por un tubo. En resumidas cuentas: un buen comienzo para celebrar el centenario del famoso cerezal, del jardín, del huerto, o de cómo prefieran llamarle.