Rancho Las Voces: Cartas a Fassbinder, que hoy tendría 60 años
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miércoles, noviembre 02, 2005

Cartas a Fassbinder, que hoy tendría 60 años



ALAIN BERGALA *


El legado del cineasta Rainer W. Fassbinder (1945-1982) es de total actualidad, por variadas razones que testimoniamos en estas cartas sin destino. Cineasta de lo humano, de lo impuro, creó una forma bulímica de concebir sus filmes, con la sustitución del concepto tradicional de estilo autoral por la necesidad ineludible de contar el lado oscuro del mundo
Los cineastas como tú, que logran llegar a la humanidad, son los que se colocan alejados de lo humano, de la banal empatía con el otro


Barcelona, España 02/11/2005 (La Vanguardia) Tendrías hoy 60 años, así que eres nuestro contemporáneo. Un contemporáneo de importancia. Quiero añadir que a mis ojos lo eres más que muchos cineastas en activo en quienes encuentro menos elementos para comprender nuestro mundo en el año 2005 y para reflexionar sobre el cine. No sois numerosos, en este momento, los contemporáneos de importancia en el cine: Ingmar Bergman el soberano, el inaprehensible Manoel de Oliveira, Claude Lanzmann el monolito, Abbas Kiarostami, Clint Eastwood, Hou Hsiao Hsien, Abel Ferrara a veces, Pasolini, que como tú sigue hablándonos en presente, y Godard claro, todavía y siempre. Sin embargo, de Godard -que quizá sea incluso el gran contemporáneo- cada vez estoy menos seguro de que podamos seguir llamándolo nuestro: ¿está todavía con nosotros y entre nosotros? Su relación con nuestro presente es cada vez más la de un profeta que habla en voz baja desde el fondo de su gruta, sin que sepamos muy bien si se dirige a nosotros, pobres seres humanos, incluso cuando habla a todas luces de humanidad.

Que el cine actual tiene un déficit de humanidad está por encima de toda duda, a pesar de todas las películas a propósito de las cuales los medios de comunicación nos aseguran con ávida complacencia que en ellas encontraremos nuestros pequeños problemas y nuestra pequeña actualidad. Ese malentendido se deriva evidentemente de lo que entendemos por humanidad. A menudo, ese empantanamiento en lo pseudohumano de quienes proclaman la empatía sentida por sus personajes sólo es obscenidad y sociologismo de pacotilla, ruido y furia de los que no quedará gran cosa.

Los cineastas como tú, que logran llegar a la humanidad, son precisamente los que se colocan, por naturaleza y no por elección, alejados de lo humano, alejados en todo caso de la vulgar y banal empatía con el otro como prójimo. El artista debe tener una porción de inhumanidad para poder calibrar la situación de la humanidad de su tiempo.

Compartes con Pasolini una convicción, que ha sido sin duda también la de Bergman en algunos momentos de su vida: que del mal sólo se puede hablar si se lo ha conocido, pero conocido de verdad, no como turista del mal, sólo para verlo, por decirlo así, sino pagando todo su precio. Es muy diferente aceptar estar de verdad en el mal, con el riesgo de producirlo, contra uno y contra otros, contra quienes están a tu lado o contigo.

Siempre has sido tan políticamente incorrecto como impuro tu cine. Afirmaste un día, a modo de profesión de fe: "Veo lo que arde, lo que va mal, lo que apesta. Nada más. Me importa un cuerno que sea de izquierdas o de derechas, de arriba o de abajo. Disparo en todas las direcciones". Eso te valió, como a Pasolini, algunas persecuciones públicas que nunca coartaron tu libertad de expresarte y juzgar. Nunca corriste - como tampoco Pasolini- en auxilio de causas indiscutiblemente justas, que no exigen ningún valor personal. Te mostraste fóbico ante todos los consensos, esos consensos que forman hoy, con empalagosos buenos sentimientos, el lecho de la abyección televisiva. Preferiste -también como él- practicar la duda, la negatividad de una auténtica lucidez, la provocación incluso. Todo antes que unirse al rebaño de los bien pensantes.

Nunca creíste que las minorías fueran necesariamente mejores por el hecho de ser minorías, en una época en que el público se mostraba ávido de ellas. Tus películas dicen más bien lo contrario: que los oprimidos están a menudo condenados a ser peores que quienes los oprimen, debido a esa misma opresión que los obliga a luchar con las armas del enemigo aguzadas por el instinto feroz de la legítima defensa. Otro cineasta alemán pensó ya lo mismo en el momento en que filmaba M, el vampiro de Düsseldorf. Pensó incluso que se podía hacer el mal -y lo peor- justamente por ser demasiado bien pensante y estar humanamente cegado por el consuelo moral de encontrarse en el bien.

Sin duda por eso filmaste tan bien a las mujeres, porque nunca creíste que fueran interesantes ante todo por encontrarse oprimidas -las simples víctimas sólo tienen interés en el cine para suscitar la compasión, y eso no era lo tuyo-, sino precisamente porque la opresión que sufren y que deben convertir en instrumento de terror y seducción contra los hombres y la sociedad las convierten en las "las figuras más apasionantes de la sociedad" y por ello "los conflictos son más evidentes en ellas". Aunque fue también porque, en tanto que homosexual, las filmaste en su totalidad de mujer, con sus contradicciones, sin disociar nunca cuerpo y alma, sin reducirlas a la apariencia, el sexo, el kitsch, el alma, ni a nada. Me deslumbró, al ver Lola, la escena de la danza frenética de Barbara Sukowa, filmada en un solo plano, donde todos los afectos del personaje en ese momento preciso de su historia -incluso los más contradictorios- son tenidos en cuenta por el cuerpo de la actriz, donde atrapas la totalidad de esa mujer en ese momento de su vida, como después conseguirá a veces Abel Ferrara en sus escenas más abruptas.

Pocos cineastas han sabido articular con tanta tenacidad la cuestión hombremujer ante la Historia. Estabas convencido de que en los períodos de crisis, guerra, supervivencia, las mujeres son más fuertes, más eficaces, más realistas, más inteligentes, para hacer frente a la situación. Es el tema de El matrimonio de Maria Braun.



El cine, tal como lo concebiste, sólo podía ser un constituyente de la vida, algo indisociable de ella. Hacerlo como tú lo hiciste es elegir no separar la propia vida entre vida privada y vida de cineasta. Por otra parte, ni siquiera tuviste que elegir; estaba claro que no habrías podido ni querido actuar de otro modo. Es posible decir lo mismo de Jean Eustache, Joao César Monteiro, Abel Ferrara hoy. Ya en el teatro exigías a tus actores que su vida privada fuera la continuación de su vida teatral, y no al revés. Me gusta la leyenda según la cual rodaste siete películas en un mismo año (es una cifra de fábula) para conservar a tu lado, en España, al actor del que estabas enamorado e impedirle volver con su mujer, ni siquiera un fin de semana entre dos aviones.

Tu impureza de cineasta fue también no haber tenido un estilo, eso que suele ser el camino más corto para ser identificado como autor. Y, sin embargo, te preocupaste mucho del estilo, de la presentación de las imágenes como decía Godard; asociar tu nombre a un estilo como marchamo y firma de tu autoridad artística fue siempre la última de tus preocupaciones. Nunca he confiado en los intelectuales que no dejan de tener nuevas ideas de repuesto. Me interesan mucho más aquellos que tienen unas pocas metidas en el cuerpo y que no dejan de darles vueltas, de ponerlas otra vez a funcionar, de trabajarlas una y otra vez. Sus ideas tienen otro peso que el exceso de ideas brillantes de los primeros. Formas parte sin duda de esos pesados que no dan la impresión de ser pesados porque cada vez encuentran formas nuevas de poner en obra sus ideas y convicciones. Quizá por eso no necesitaste tener un estilo, sino que te lanzaste, bulímicamente, a la exploración de diversos estilos. El máximo número posible. Casi uno por película. Tu unidad, por otra parte, tiene mucho más fundamento.

No cabe duda que tu mayor impureza ha sido en la relación con el espectador. Has esperado de él que estuviera dispuesto, por momentos, a abandonar la película que se proyectaba (la tuya) para pensar en sí mismo, en su vida, sus propias verdades inconfesables: "Es necesario que en un momento u otro las películas dejen de ser películas, dejen de ser historias para empezar a convertirse en algo vivo, de manera que uno se pregunte: ¿y qué ocurre exactamente en mi caso, en mi vida?" Pocos cineastas han pensando que el espectador adecuado de su película era aquel que la utilizaba -cosa que hacemos todos en tanto que espectadores- para sustraerse a ella y pensar en sí mismo, frente a frente con su conciencia, ante una pantalla convertida en coartada donde las imágenes siguen proyectándose. Llegaste a declarar que la experiencia que esperabas del espectador de tus películas (colocar en las imágenes la propia imaginación, las propias emociones) sólo podía hacerse "a pesar de la presencia de las imágenes". El a pesar resulta extraordinario proviniendo de un cineasta que habla de sus propias imágenes como molestia para el espectador. A propósito de Effi Briest, acababas diciendo: "Las imágenes están construidas, según creo, de tal manera que la película funciona como si fuera casi toda negra". Es lo que hará Monteiro literalmente en Blancanieves, al terminar poniendo su chaqueta delante del objetivo de la cámara que está rodando. Es lo que busca desde hace veinte años Kiarostami, un cine en que se deje al espectador la libertad de recorrer la mitad del camino que forma la película en su cabeza.

He vuelto a ver hace poco muchas de tus películas y me ha sorprendido una cosa en cada plano, y es el poder de decisión en el ataque. No hay nunca aproximación en tus planos, ni en tus escenas, jamás la menor blandura ni el menor compromiso en la elección del eje, la distancia, el eventual movimiento de cámara. He tenido con frecuencia la sensación de que ese poder de decisión, esa certeza en el gesto de filmar un plano -que es el equivalente del toque del pintor-, no tiene necesariamente nada que ver con la banal lógica deductiva que permite que se pueda justificar ese ataque mediante alguna lógica de la escena o alguna coherencia del desglose en escenas. La bulimia -que te hacía rodar tanto, y supongo que a menudo en ese estado de fatiga sobreexcitada que aniquila las censuras de la lógica- y la impaciencia reforzaron esa propensión a decidir sin arrepentimiento, con una gran confianza en lo acertado de la intuición y a pasar lo más deprisa posible al ataque -igual de vigoroso- del siguiente plano. Se nota con claridad en ciertos planos que, como Rossellini o Buñuel, piensas que, si la idea del plano es correcta, lo esencial se transmitirá y que es inútil perder horas dando retoques. Tuviste la misma convicción que Renoir: la perfección no interesa a nadie y, en especial, esa perfección técnica maníaca que maquilla cintas mediocres subrayando -cuando el objetivo buscado por ese pulido es ocultarla- su ausencia de necesidad. Me gustan mucho en tus películas esos planos donde se ve la idea bruta, simple, de la luz, el encuadre, el movimiento de la cámara, sin el ropaje que la habría convertido en una imagen rica y abundante.

La impureza de tu cine tiene que ver también con que nunca buscaste, a diferencia de la mayor parte de cineastas de tu generación, una especie de virginidad de la imagen. Nunca creíste en eso. Pasolini creyó encontrar en su trilogía esa inocencia no contaminada de las imágenes y los cuerpos, pero enseguida abjuró de ella antes de lanzarse a la impura Saló. Godard sigue buscándola con conmovedora obstinación en el paraíso de Notre musique, aunque lo filme rodeado por las tropas estadounidenses. Kiarostami prefiere buscarla ahora en solitario, en su 4x4, con su pequeña videocámara digital. Para ti nunca hubo división entre buenas imágenes por un lado (el cine) y malas imágenes por otro (la publicidad, la televisión, los medios de comunicación). Buscaste, película tras película, una estrategia política en relación con las imágenes ambientes. Te gustó la televisión porque permite los largos folletines y nunca te asustó -ni siquiera en tus cintas- utilizar su estética sumaria y simplista. (Bergman fue incontestablemente un precursor en este ámbito y la limpidez de la imagen en Saraband, el minimalismo estético aparente de sus primeros veinte minutos, no le impiden transformarse de golpe y porrazo en una cinta devastadora). Hiciste "puesta en escena teatral como si fuera cine y puesta en escena cinematográfica como si fuera teatro". Te gustó sin moderación la impureza del kitsch de la estética del cabaret barato. Pero el kitsch para ti, en contra de las ideas recibidas, no fue nunca una mera señal de decadencia. Hiciste una obra maestra con tu proyecto de cine, lo utilizaste, no sin placer, como representación de una falsa conciencia que se disfraza a sí misma la realidad proyectando sobre sus decorados de vida (Las lágrimas secretas de Petra von Kant, La ley del más fuerte, entre otras) esa imagen engañada de sí que Rohmer exterioriza en el autoanálisis verbal un tanto exaltado de sus personajes.

La cuestión fundamental que te obsesionó -sobre todo, tras tu descubrimiento del cine de Douglas Sirk, en el cambio de los años setenta y ochenta- fue la del cine estadounidense. Sigue siendo la cuestión mal resuelta del cine francés, a pesar de que está en el corazón de las tensiones en las películas de Arnaud Deplechin y Olivier Assayas. En tu generación política se pensó siempre que el cine estadounidense era el mejor del mundo pero que sus cualidades estaban al servicio de la alienación. Soñaste algo que nadie más soñó en Europa y te lanzaste a su materialización con una fe de carbonero: hacer un cine decididamente estadounidense, melodramático, sirkiano, que permitiera a tus espectadores reflexionar de forma crítica sobre su vida, la sociedad y el momento histórico que el azar de su nacimiento, no siempre como un regalo, les ha hecho cruzar. Nunca te asustó enfrentarte a esa gran contradicción presente hoy en los mejores cineastas franceses: "Cuando nosotros los europeos hacemos algo que está ligado a nuestra experiencia del cine estadounidense, nuestra conciencia de europeos actúa sobre nosotros como un filtro y eso produce siempre un resultado diferente". Pero tuviste confianza en esa diferencia, por creer que no era necesariamente inferioridad -inferioridad también financiera-, y tu deseo de hacer "películas alemanas hollywoodienses" se ajustó muy bien a la economía de tus películas. Tu período de purgatorio ha acabado, tus películas reaparecen en salas, museos (no conociste la época museística del cine) y en DVD (donde la estética simplificada de tus planos encaja muy bien). El único voto que cabe formular es que en esta ocasión vuelvas a convertirte en contemporáneo de quienes hacen o se preparan para hacer cine hoy. En ti encontrarán el mejor antídoto a cuanto no va bien en nuestro cine corriente, pero sobre todo, espero, el valor para pensar la necesaria humanidad del cine. Todo espectador tiene derecho a hacerse la pregunta de por qué y con qué derecho quien le propone su cinta le pide que la mire. Todas las respuestas a esta pregunta olvidada se encuentran en tu cine.

* Alain Bergala es realizador y guionista. Ex redactor jefe de Cahiers du Cinéma. Profesor de la Universidad París III y de la escuela de cine Femis. EXTRACTO DEL TEXTO PUBLICADO EN CAHIERS DU CINÉMA. TRADUCCIÓN: JUAN GABRIEL LÓPEZ GUIX