.
Superviviente húngaro del Holocausto y premio Nobel en 2002, fotografiado en Berlín en 2007. (Foto: Santos Cirilo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 12 de enero de 2013. (RanchoNEWS).- Muchas llamadas ha recibido Imre Kertész en estos últimos días. Han sido para felicitarle por el acto que se celebró el día 15 de noviembre, poco después de que cumpliera los 83 años, en la Academia de las Artes de Berlín, a la que el premio Nobel húngaro ha cedido sus manuscritos y que ha creado en consecuencia el Archivo Imre Kertész. También lo llama su traductor español, su «yo español», como él dice. «¿Y qué contiene ese Archivo?», le pregunto. «Muy sencillo», responde, «toda la obra de una vida dedicada a la literatura, un montón de papeles, ni siquiera yo sé lo que hay allí dentro», añade riendo. Y la Academia ha organizado, además, una exposición con ese material que se ha ido depositando en la institución desde el año 2001. Allí se encuentran, pues, los manuscritos de Sin destino, Fiasco, Kaddish por el hijo no nacido, Liquidación, Dossier K., Yo, otro, con sus trabajos previos y sus variantes, allí está la correspondencia del autor, así como un particular tesoro: los diarios a partir del año 1961. Según cuenta su esposa Magda, que también se pone al teléfono, habían recibido peticiones de instituciones de Estados Unidos para acoger ese legado en vida, pero él prefirió que el material permaneciese en Europa, donde se había gestado y adonde pertenecía. «Allí», dice Kertész refiriéndose a la Academia de las Artes berlinesa, «están preparados para trabajarlo, pues se necesitan personas competentes, especialistas, eruditos, filólogos, estará, por tanto, en buenas manos. Así tiene que ser», añade, «ya que se trata de una vida y de una obra muy especiales, profundamente relacionadas con el Holocausto». El acto oficial de apertura del Archivo resultó sumamente emotivo: el público en pie ovacionó al escritor, que siguió la ceremonia sentado en la silla de ruedas. Kertész se alegra también de que en Alemania «empiecen a valorar sus ensayos», y de que se haya fundado un Instituto Imre Kertész (Imre-Kertész-Kolleg) en la Universidad de Jena con el propósito de fomentar el estudio y el análisis de los acontecimientos del siglo XX en Europa del Este. Una nota de Adan Kovacsics para El País:
Lo llamaba también, como tantas veces en los últimos años, para interesarme por su salud. Su enfermedad, Parkinson, ha ido avanzando de manera implacable, reduciendo sus movimientos; le cuesta hablar, siente dolores intensos, en la espalda, en la columna, en todo el cuerpo, la medicación ayuda, pero al mismo tiempo aletarga. Mientras hablamos, lo imagino en su piso en Berlín, donde reside desde principios de nuestro siglo, un dúplex en Charlottenburg, un barrio que ama, cercano al Kurfürstendamm, en la parte occidental de la ciudad.
Son muchos los cambios que vivió Kertész desde el comienzo del nuevo siglo, uno de ellos, fundamental, su traslado de Budapest a Berlín, donde se siente más a gusto que en la capital húngara, más comprendido, más querido, donde no vive la irritación, la degradación, lo que él llama la mala educación. Berlín le parece un lugar culto, civilizado, «por el que se puede andar». A la pregunta de si estar en Berlín es para él estar en Occidente, responde que sí, «es que yo nací occidental, soy un europeo occidental», aunque luego matiza, como tantas veces: conceptos como «Occidente» no tienen en el fondo mucho significado. En cambio, sí lo tienen para él otros como «cultura, civilización, comprensión, tolerancia», palabra que repite, «tolerancia y también paz». Eso es lo que él percibe en Berlín, «que es mi mundo».
No así Budapest, ciudad en la que aún se escuchan sesudas disquisiciones sobre por qué no es Kertész un escritor verdaderamente húngaro, ya que en un país en el que rige el nacionalismo más virulento y cerril las energías se dedican a determinar quién es y quién no es, quién pertenece y quién no pertenece. Kertész reprocha a Hungría el no haber aprovechado la gran oportunidad del cambio de régimen, lo cual se debe quizá, afirma, a que no conoció, de hecho, la democracia en curso de los siglos, a que no participó en los momentos de liberación y de emancipación en el continente europeo, a que no ha afrontado con claridad y valentía los lados oscuros de su historia y también a que no ha asumido y reconocido su papel en la deportación masiva de una parte de su población, la judía, a los campos de exterminio. Como suele decir: «Hungría jamás se ha preguntado por qué ha estado siempre en el lado equivocado de la historia». En los últimos años ha crecido en su país la nostalgia por el régimen de Horthy (1920-1944), precisamente el que llevó a la nación a la mayor quiebra moral y política al aliarse con Alemania en la Segunda Guerra Mundial. El antisemitismo y el odio a los gitanos están en auge en Hungría, donde «campan por sus fueros los antisemitas y la ultraderecha», dice Kertész, y donde poco o nada se hace para ponerles coto.
De hecho, Imre Kertész siempre vivió en una situación de cierta marginalidad en su país, donde instalado en una quasi inexistencia escribió Sin destino, Fiasco, Kaddish por el hijo no nacido, en una situación de aislamiento que en los últimos años, los de su fama, a veces incluso ha añorado. Desde hace un tiempo, me dice, «me siento como un actor que ha de representar el papel de Imre Kertész y que para colmo lo hace mal». En su periodo de iniciación literaria no leía a los autores húngaros de la época, sino a los clásicos, leía a los grandes escritores del siglo XX, a Thomas Mann, a Albert Camus; luego leyó también a Canetti, a Wittgenstein, a Freud, autores a los que tradujo al húngaro, así como muy especialmente a Nietzsche. Esas décadas de marginalidad absoluta lo marcaron, hasta que se produjo el cambio de régimen, la caída del Muro, y él comprobó que a pesar de todo Hungría seguía empantanada, que sus advertencias no se escuchaban, que su marginación seguía. «En los últimos años la situación se ha deteriorado mucho», asegura.
Como oigo por el teléfono que tiene música de fondo, le pregunto qué está escuchando: «El último concierto de Alfred Brendel», responde. «¿Y qué escuchará después?». Béla Bartók, al que considera «uno de los grandes clásicos». «No es un vanguardista», dice, «pero, ojo, modernidad y vanguardia no siempre son lo mismo». La música ha sido una de las fuentes de la que brota su literatura. «De hecho», señala, «siempre me acompaña y ha sido decisiva, además, en mi vida, pues mi primera gran experiencia artística fue la música, la literatura vino después». Así como en las primeras obras, en Sin destino, en Kaddish por el hijo no nacido, estaba presente de forma invisible como elemento estructurador, en los últimos trabajos ha aflorado, se ha vuelto visible y son muchas las páginas que el escritor le dedica. En los diarios que han empezado a publicarse en húngaro –y que por supuesto están ya en la agenda de la editorial Acantilado– escribe sobre Wagner, Mahler, Schönberg, Debussy, Beethoven, Bach, y hay muchas alusiones a amigos músicos como el compositor György Ligeti o como el pianista András Schiff (siempre recuerda con alegría que Schiff tocó, como sorpresa, la sonata opus 111 de Beethoven, «su obra preferida», en un acto relacionado con el Premio Nobel).
En los últimos años mencionaba a menudo lo que estaba escribiendo: una novela titulada A végs? kocsma [La última fonda], que era «algo sobre la muerte» y estaba «inspirada en los últimos cuartetos de Beethoven». La idea era trasladar a la literatura aquello que él llama «obras de la senectud». Hay en los diarios numerosas referencias a esas obras, las pinturas de Turner, por ejemplo, las composiciones del propio Beethoven; referencias a la pregunta de si existe un arte específico de la vejez en el que se desdibujan las líneas y aparecen con más intensidad los matices. Y numerosas reflexiones también sobre el arte en general y sobre lo que Kertész llama el «gran arte» (se refiere, por ejemplo, a la tragedia griega, pero igualmente a las novelas de Thomas Mann). Según él, está desapareciendo, porque «el tipo de hombre que lleva ahora las riendas del mundo ni lo entiende ni lo necesita». Ese gran arte, dice Kertész sin embargo, forma parte de la civilización europea, no se extinguirá del todo y él, señala, «procura que esté recogido en su obra».
Una parte de estos diarios se ha publicado ya en su lengua original y existe asimismo una traducción francesa. La recepción de Mentés másként, que recoge sus apuntes entre 2001 y 2003 y cuyo título se debe a que por esas fechas empezó a escribir en ordenador, ha sido, por fin, muy positiva en Hungría, aunque Kertész considera también que todavía «no se ha entendido la construcción». En estos últimos trabajos, en La última fonda (la novela que quizá quede inacabada) y en los diarios, espejo de un espíritu atormentado y lúcido a la vez, de un espíritu que ve enseguida nuestras trampas e ilusiones, abundan las reflexiones sobre la vejez, la degradación física, la enfermedad y la muerte.
Sí, se nos van los testigos de Auschwitz. «¿Significa eso que acaba la labor testimonial de quienes sobrevivieron y que hay que pasar del plano de la experiencia al plano del espíritu?». «Sí, exactamente esa es la esencia de mi obra», dice Kertész, «trasladar lo ocurrido a una dimensión espiritual. Que quede en la conciencia, aunque ahora lo veo con menos optimismo que hace unos años. El Holocausto es el hundimiento universal de todos los valores de la civilización», añade, «y una sociedad no puede permitir que se repita, que vuelva a presentarse una situación parecida. Pero mira la crisis económica», continúa, «una crisis así dio pie a la llegada de Hitler al poder. Por tanto, deberían sonar todas las alarmas. Pero no suenan. Lo cual quiere decir que el Holocausto no está presente en la conciencia de los políticos europeos». Muchas veces ha repetido Imre Kertész que Auschwitz puede volver a producirse en cualquier momento, porque aquello que lo hizo posible no ha desaparecido. No ha desaparecido, por ejemplo, el antisemitismo («algunos países lo demuestran»), que en casos se disfraza de odio a Israel. En su obra de los últimos años, en La última fonda, en los diarios, abundan las reflexiones sobre el ser judío. Él se considera un judío no judío, «como Jean Améry», dice, que no siente un vínculo religioso con el judaísmo, que no piensa sobre «cuestiones judías», pero cuyo judaísmo está determinado por Auschwitz y por su desarraigo cultural. Kertész, de hecho, se considera perteneciente a esa literatura judía de Europa del Este, «que empieza por Kafka, que pasa por Celan», que llega también a él y que nunca ha formado parte de las literaturas nacionales.
Kertész pierde a veces el hilo de la conversación. No quiero insistir, no quiero molestarlo, no quiero cansarlo. Sé que le cuesta levantarse, le cuesta moverse, le cuesta hasta el más mínimo gesto. De pronto recuerdo un encuentro hace pocos años en Viena. Kertész, ya enfermo, se sentía débil, estaba agotado. Venían de Budapest y al día siguiente partían para Madeira. Cenamos juntos; éramos cinco, él, Magda, Cristina —mi mujer—, Violeta —mi hija— y yo, su traductor. La conversación fluía con afecto y naturalidad como siempre, aunque a él se le notaba el cansancio. En un momento dado mencioné lo que estaba traduciendo: Don Carlos, de Schiller. Y Kertész se animó entonces rápidamente y empezó a recitar de carrerilla el comienzo del drama del clásico alemán. Se aferra a la literatura; la pasión literaria lo mantiene vivo.
El escritor se encuentra en una situación difícil, inconcebible: el cuerpo le ha ido cerrando poco a poco las posibilidades de escribir. Berlín, el escenario de su gusto por los buenos modales, por la elegancia, es también el de la progresiva enfermedad, de los esfuerzos por apuntar simplemente unas líneas. En estas circunstancias, Kertész ve la entrega de su legado a la Academia de las Artes berlinesa como un cierre. «La obra ya está hecha, lo que escriba ahora será un regalo del destino», dice. Y luego añade: «No he abandonado la literatura. Ahora mismo estoy revisando la edición alemana de los diarios, que se publicará el año que viene». Son tantos los hilos que lo unen a la escritura que nunca llegarán a cortarse todos.
Adan Kovacsics es traductor de Kertész al español.
REGRESAR A LA REVISTA