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El Cerro Grande de la Ciudad de Chihuahua. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 18 de marzo de 2013. (RanchoNEWS).- Desde la plaza pública de la Colonia Dale, lugar favorito de nuestros juegos y reuniones admiraba el Cerro Grande, al cual veíamos difícil escalar algún día: era el Everest de los pobres, por inalcanzable, testigo a distancia de nuestros juegos. Esta gran mole de piedra o gigante dormido esperaba pacientemente de que algún día lo fuésemos a visitar o a escalar; tendría que esperarnos, porque tanto mis amigos de infancia como yo éramos alumnos del primer grado de la escuela primaria «Juan Alanís» a la que ingresamos en septiembre de 1957.
Éramos pequeños para realizar tal proeza, nuestras piernas no eran fuertes para subir este gigante rocoso. Cada día al levantarme y salir a la calle era este cerro lo que dominaba nuestro horizonte visual, permanecía en el mismo lugar desde hacía millones de años y bien podría «esperarnos» dos años a que subiéramos hasta su cima, lapso que era seguramente irrelevante para su edad, pero importante para nosotros porque prácticamente acabábamos de nacer y requeríamos acumular fortaleza física y de la fortaleza espiritual ni hablar. Mis hermanos mayores y sus amigos, adolescentes por cierto, nos presumían el haber caminado cuesta arriba por la vereda ancha que conducía hasta la cima donde se respiraba aire fresco y se admiraba panorámicamente a la Ciudad de Chihuahua.
Frente al panteón municipal existía un camino ancho de terracería, desde el cual se admiraban extensos mezquitales y el Cerro Grande lucía majestuoso con su tono gris inconfundible, al que juré escalar algún día, cuando tuviera más edad, ya que siempre fui un caminante pertinaz por necesidad y después por placer. Después esto lo comprobé varias veces: en efecto, un fresco viento ligero pegaba en las frentes sudorosas de los caminantes que extasiados admirábamos el lejano paisaje urbano desde estas alturas; esa brisa era un bálsamo para los cansados y agotados «exploradores» que osábamos posar nuestros pies en la cima de este gigante de roca. Pero como no hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla, en 1959, dos años más tarde de estas conversaciones con mis hermanos mayores, junto con mis amigos de infancia me decidí un sábado por la mañana, a realizar tal aventura: conquistar el cerro más grande de la Ciudad de Chihuahua, situado en la zona periférica sur que forma parte importante de mis recuerdos.
Comprobé que la panorámica de la ciudad era grandiosa y era verdad que se podía respirar el aire fresco en la cima de esta solitaria montaña de origen volcánico o diastrófico: por primera vez experimenté una sensación de libertad y de insignificancia ante la majestuosidad del Cerro Grande que para nosotros era un gigante dormido. Comparé mi pequeña humanidad con su grandeza. Lo mismo volví a sentir el sábado 19 de septiembre de 1970, cuando por primera vez volaba en avioneta sobre los cañones profundos y abismos enormes de la Barranca de Batopilas. Volaba desde Creel rumbo al Poblado de Batopilas para iniciar una nueva etapa de mi vida: la de maestro rural en la Sierra Tarahumara, que me hizo abandonar para siempre a la Colonia Dale, barrio más ligado a la historia de mi infancia y adolescencia, donde viví de 1956 a 1970, en forma permanente. De 1970 a 1977, prácticamente viví en la Sierra Tarahumara, laborando como maestro rural en los municipios de Batopilas y Namiquipa y sólo en periodos vacacionales regresaba a la Colonia Dale, el barrio de mis recuerdos más claros de mi infancia.
Recuerdo que en las faldas de este cerro, que se puede observar desde cualquier punto de la Ciudad de Chihuahua, existía una espesa vegetación compuesta por mezquites, cactáceas como: nopales, cardenchas, biznagas y otras especies de plantas rastreras, así como tecomblates; cuando pude tener contacto directo con sus alrededores que son unas pequeñas lomas subí a su cima acompañado por algunos de mis amigos de la escuela primaria o por mis primos-hermanos que vivían en la calle 34ª. número 5209; fue entonces cuando conocí su gran diversidad de fauna, como arácnidos, víboras de cascabel y otras especies de serpientes, grandes lagartijas con franjas de colores, camaleones, liebres, coyotes, diferentes especies de insectos como escarabajos y chapulines y de aves como: palomas, corre-caminos, torcazas, chirulos, aguilillas, gavilanes, cuervos, zopilotes y otras aves de rapiña; batracios como: ranas y sapos que emergían de los enormes charcos que se formaban con las lluvias del verano y que sus croares se escuchaban hasta las viviendas, sobre todo al anochecer. Estos grandes charcos de las cercanías del Cerro Grande, estaban relativamente a corta distancia de los panteones de la Colonia Dale y se producían debido a las excavaciones que realizaban, con picos y palas los trabajadores de los camiones materialistas.
En esas enormes acumulaciones de agua de lluvia, fría y «chocolatosa», nadaba junto con mis amigos y primos-hermanos, de las cuales surgían miles de renacuajos, a los que llamábamos «pichicuates», con los que jugábamos; solíamos llenar latas viejas con cientos de ellos que se movían velozmente para luego llevarlos a otros charcos cercanos. En los arroyos cercanos al Cerro Grande, bordeados por grandes mezquites y arbustos, oía junto con mis primos los bellos trinos de pequeñas aves, algunas de colores llamativos, mientras recolectábamos los frutos dulces alargados y secos, en forma de vaina de estos árboles espinosos, aunque también solíamos comer algunas tunas en la temporada de verano y cazar liebres.
El Cerro Grande y sus alrededores fue el primer contacto directo que tuve con la Naturaleza como lo tuve con el dolor en el Panteón Municipal cuando acompañaba a mi madre a visitar la tumba de mi hermano «El Chinito» y después a la de su señor padre: mi abuelo Ramón. Varias veces subí hasta la cima del Cerro Grande, acompañado por mis amigos de la escuela primaria o del barrio, por mis primos-hermanos y en algunas ocasiones por mi padre y hermanos; todas las personas que en esa época vivíamos en la «Dale» teníamos como reto el llegar a la cima y para lograrlo existía una vereda serpenteante marcada por los caminantes: era parte de nuestra identidad realizar esta acción, porque éramos «gente del cerro», de la periferia, para arribar después a la cima de las ilusiones y reflexiones, de los proyectos y sueños personales.
En nuestra vida futura, buscaríamos llegar a la cima de la realización personal, mediante una entrega constante al trabajo, invirtiendo voluntad, constancia y sacrificio, con honradez, decencia y nobleza, cualidades que nos caracterizan a los chihuahuenses. Una prueba de ello fue el haber formado una familia y este texto de mis memorias de infancia que forman parte de la historia de una gran familia chihuahuense, mi familia, a la que desearía pertenecer si volviera a nacer. Desde la cima del Cerro Grande contemplaba en 1959 junto con mis amigos de infancia la panorámica de la Ciudad de Chihuahua, esta gran ciudad que nos vio nacer y de la que nuestras familias no poseían ni un metro cuadrado de superficie. Sin embargo, desde aquí nos sentíamos amos y señores de esta gran urbe que ha escrito páginas completas de la Historia Nacional y hacíamos lo propio para escribir la nuestra. Esa historia personal, a la que casi nadie interesa, la que vive solamente en nuestros recuerdos que afloran en el silencio de la noche o en los rincones profundos de nuestros sueños, esa historia personal que será sepultada junto con nuestros cuerpos inertes y que se perderá en los confines inconmensurables de la eternidad.
Distinguía a lo lejos al panteón municipal de este barrio periférico donde yace enterrada la parte más importante de mi historia familiar: donde descansan en paz mis seres queridos quienes vivieron en constante lucha contra la desigualdad y marginación social. Este gigante de roca estaba rendido ante nuestros pies infantiles y nos servía como un faro sirve a los marineros para escrudiñar más allá de alta mar. Por lo pronto éramos dueños de algo tangible pero creo que también a nuestra corta edad percibíamos que lo éramos de nuestros propios destinos, a los que debíamos darles correcta dirección para llegar con éxito a puerto seguro en el futuro navegar por años ignotos.
Estábamos en la cima de las ilusiones que representaba la brújula perfecta para empezar a darle rumbo correcto a nuestras existencias. Luego de contemplar por largo rato, desde lo alto de este cerro la panorámica de la ciudad, dirigía mi vista más cerca rumbo al oriente, donde se encuentran los dos panteones contiguos. En la cima de este cerro nos sentíamos libres y percibíamos con claridad, en forma inobjetable, la seguridad de que nuestras almas tenían total cabida en el Universo; desde estas alturas estábamos más cerca del «cielo» lo que aprovechaba para escudriñar entre las nubes más grandes porque me imaginaba que detrás de las mismas podrían aparecer repentinamente las imágenes queridas de mi hermano fallecido y de mi abuelo Ramón, debido a que mi madre y mi abuela siempre me dijeron que ellos estaban en ese lugar o bien que habitaban en cualquier estrella brillante del firmamento de la noche.
En la cima del Cerro Grande las ilusiones y sueños parecían algo tangibles; surgía en nuestros seres la esperanza de un mejor mañana; sin hablar, todo lo contemplábamos desde estas alturas que surcaban algunas aves y un viento fresco nos reanimaba como recompensa por escalar esta pronunciada cuesta arriba, acción que a nuestra corta edad representaba una verdadera proeza y osadía. Aquí en la cima nos sentíamos libres y esta sensación sería inseparable de nuestras vidas; el sentirse y ser libres sería la principal característica de nuestras vidas, rasgo principal de nuestras personalidades, nada valdría más e inclusive lucharíamos por el derecho de poseer esta cualidad. Este gigante dormido, que según los geólogos fue un activo volcán, nos recibía en su seno y como una madre amorosa nos brindaba, sin condición alguna, tranquilidad y consuelo. La cima era el refugio seguro a la hiriente frustración que causa la desigualdad social que ya sentíamos en nuestra corta edad, debido a nuestra lastimosa situación; frecuentábamos este sitio especial porque reanimaba nuestras almas: aquí nos gustaba estar, porque abajo solamente contábamos con el amor de nuestros padres quienes también sufrían a su modo la pobreza.
En 1964, terminé mi educación primaria e ingresé a la Escuela Secundaria Federal Número Uno, hecho que me separó de la mayoría de mis amigos de infancia porque otros retos me esperaban en esta nueva etapa de mi vida. El Cerro Grande y los mezquitales que lo rodeaban era nuestra área consentida de juego y permanencia; nos sentíamos plenamente identificados con esta parte de la Ciudad de Chihuahua: aquí caminábamos, corríamos, nadábamos y gracias a estas acciones en nuestra adolescencia contamos con buena condición física que nos sirvió para aguantar las caminatas a la escuela secundaria del centro de la ciudad que funcionaba en el edificio histórico a donde arribó el licenciado Benito Juárez García el 12 de octubre de 1864, que hoy ocupa el Museo de la Lealtad Republicana o «Casa de Juárez».
Desde estas alturas, después de habernos perdido por algunos minutos en nuestros pensamientos y en las contemplaciones del paisaje que en forma panorámica teníamos del caserío de adobe de la Colonia Dale y de la ciudad completa, optábamos por lanzar fuertes gritos para escuchar el eco de nuestras voces y luego cantábamos en coro alguna melodía de la época o de las canciones que nos enseñaban en la escuela primaria «Juan Alanís» donde recibíamos clases de canto una hora a la semana impartida por un maestro que tocaba un viejo piano quien nos enseñaba la letra y la música de canciones populares como «La Máquina 501», que grabara exitosamente Francisco «El Charro» Avitia, originario de Ciudad Juárez, frontera donde hoy, 27 de noviembre de 2012, escribo estos primeros relatos de mi estancia en la Colonia Dale, de 1956 a 1970 cuando tuve que salir de mi barrio para ir a laborar como maestro rural a la Sierra Tarahumara y vivir directamente la marginación social realizando caminatas de decenas de kilómetros en las que empleábamos otros maestros rurales y yo varias horas, vivencias que plasmé en mi primer libro titulado: Rumbo a Batopilas. Memorias de un maestro rural, publicado en enero de 2005.
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