Rancho Las Voces: Literatura / Entrevista a Gustavo Ferreyra
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lunes, julio 25, 2016

Literatura / Entrevista a Gustavo Ferreyra

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Ferreyra es sociólogo de profesión y trabaja en la Universidad de Buenos Aires. (Foto: Rafael Yohai )

C iudad Juárez, Chihuahua. 25 de julio de 2016. (RanchoNEWS).- En su desmesurada y notable nueva ficción, el escritor continúa con el personaje que apareció por primera vez en Piquito de oro. Ferreyra sostiene que su criatura «se desplaza hacia la locura», en la entrevista de Silvina Friera para Página/12.

La lengua se afila en la hipérbole del extravío. Cuanto más se desbarranca de la materia de lo real, más sagaz se vuelven las «ideítas» de este entrañable «volcancito farfullador», que dinamita las murallas cartesianas para sumergirse en lo fantasmagórico, sin inmutarse ante las neblinas de las cavernas. Pocos personajes despiertan un fervor y una empatía tan descomunal y anómala como Piquito, sociólogo de 33 años de desopilante militancia piquetera en las filas de Polo Obrero en pareja con Josefina, una filósofa veinte años mayor que él, que atraviesa un proceso judicial por el asesinato del doctor Cianquaglini. «¡El pensamiento es mucho más asustadizo de lo que la gente cree! Escapa como un ratón a ponerse a salvo entre los cachivaches. ¡He visto pensamientos temblorosos y jadeantes entre bártulos huyendo! Más lejos y más lejos de los hombres», proclama como si se distanciara de los patrones elementales de la cordura. Piquito a secas (Alfaguara), desmesurada y genial novela de Gustavo Ferreyra en la que continúa con el personaje que apareció por primera vez en Piquito de oro (Seix Barral, 2010), lo confirma como uno de los mejores escritores argentinos, un narrador que construye novelas como granadas lingüísticas-políticas que estallan para alumbrar la excepcionalidad de un proyecto literario.

Ferreyra, sociólogo de profesión y docente de la Universidad de Buenos Aires, cuenta que el personaje se desplaza hacia la locura. «Hay una deriva del personaje hacia lo mesiánico. En la primera novela estaba más velado que asesinó al médico Cianquaglini. Evidentemente, el tipo tenía su locura muy incubada. En esta novela lo están procesando por ese crimen y la psiquis se le empieza a fracturar y va hacia un delirio místico», plantea el escritor en la entrevista con Página/12.

La voz tan extraviada de Piquito dice que la izquierda le parece mezquina. ¿Comparte la perspectiva del personaje?

Sí, creo que acierta en todo (risas). Piquito abandona el marxismo para apartarse de la racionalidad. El marxismo es el pináculo de la racionalidad; a través de Piquito estoy criticando la racionalidad occidental, que no la veo tan maravillosa. Piquito trasciende el marxismo cuando está en esa posición mesiánica y va a lo milenarista. El marxismo está en los siglos y en las décadas, pero él está en los milenios. Por eso va abandonando la sociología y lo que va pensando está más cerca de la filosofía.

¿Cómo explicar el hecho de que Piquito está obsesionado con los calmucos y la batalla de Stalingrado?

En ese taller que él da, en función de que ya no puede ser profesor en el colegio de Josefina, toma a los calmucos porque empieza a tener un delirio del Sapiens; hay que retornar al Sapiens, que sería el hombre anterior a las etnias. Entonces toma a los calmucos como una suerte de continuidad del Sapiens original porque un biólogo francés del siglo XVIII, el conde de Buffon, dijo que era uno de los pueblos más feos de la tierra. Ese pueblo está en el linde de la lucha étnica que sería la batalla de Stalingrado, la batalla más grande de la historia en la que rusos y alemanes se matan en centenares de miles.

A pesar de que Piquito está tan extraviado, su voz mueve a la risa en los lectores.

Me alegro, puede ser (risas). Es una risa un poco diabólica que está en (Roberto) Arlt, que todo el tiempo está jugando en el límite del drama; esa risa cavernosa que podés escuchar en el fondo de todo.

¿Piquito podría estar en la genealogía de los personajes arltianos como Erdosain?

Sí, en parte Piquito está como un profesor más solitario, pero que va hacia lo sectario. En Los siete locos todo es más explícito, es un grupete conspirativo. Erdosain fue uno de mis héroes (risas).

Uno de los personajes secundarios, en uno de los diálogos, dice «tenemos muy mal leído El capital». ¿Coincide?

Sí. Esto está escrito a continuación de Piquito de oro, se supone que transcurre en 2005, aunque todo es medio fantasmagórico y trato de despegarlo de lo real. El que dice eso es el ex marido de Josefina, que tiene una formación marxista. «Somos de izquierda, somos marxistas, somos lúcidos, leemos El capital y nos agarra el corralito. Somos unos boludos»... El tipo no lo dice así, pero esta sería la idea. De haber leído los tres tomos de El capital se podrían haber dado cuenta de lo que iba a pasar en la Argentina. Que te agarre el corralito siendo un liberal, en cierta forma es creerte tus propias patrañas. Te lo digo porque tengo un pariente que es director de un banco, tiene acciones, y lo agarró el corralito. Pero me parecía más extraño que a amigos de izquierda, marxistas, también los agarró el corralito. Yo creo que si leés bien El capital no te puede agarrar el corralito (risas). El tema es que nadie llega a leer el tomo tres, algunos ni siquiera el tomo uno. ¿Cuántos en Argentina llegaron al tomo tres? Yo leí bien el tomo uno y bastante el tomo tres. Y después leí el Tratado de Economía Marxista de (Ernst) Mandel. A mí no me agarró el corralito, dicho sea de paso (risas). De economía marxista leí bastante. Mi tesina de licenciatura fue sobre los consumos populares en la dictadura militar. En el 76, el consumo fue una debacle. El consumo de carne pasó de 90 kilos per cápita a 60 kilos.

Piquito despotrica contra el «izquierdismo pueril que la izquierda partidaria argentina alimenta con sus módicas iras antigobierno y que para ciertos hijos de la capas medias cuadra muy bien con la percepción del mundo que traen de sus hogares». Y sigue: «Unos cuantos políticos que se mueven en el escenario, a los que se tilda de corruptos, sea esto cierto o no, constituyen la raíz del problema, mientras que la clase capitalista queda más o menos exenta de culpa o apenas visibles detrás de los cortinados». Tremenda descripción del presente político, ¿no?

Es evidente, ¿no? Lenin lo llamaba «infantilismo de izquierda», que es justamente esa especie de histeria contra el gobierno como mal de la izquierda de ir contra un gobierno en particular y olvidarse que el enemigo es la clase capitalista. Claramente la izquierda argentina está siempre en esa historia. Tomó como eje durante años la deuda externa, que era una cuestión más nacional y que le servía como abstracción de toda cuestión concreta. Enloqueció contra el gobierno de Néstor (Kirchner) y se mimetizó con Canal 13 y con Clarín. Se enfrascó en esa cuestión un poco moralista de la corrupción y actuó con el eje antigobierno; con lo cual el eje anticapitalista lo vive perdiendo. Es parte de un coro antigobierno, que después saca provecho el principal polo de oposición, que no es ella. En última instancia, los partidos de izquierda terminan siempre actuando en función de la oposición del momento. La izquierda se acomoda en una suerte de estado natural de las cosas: la derecha y el establishment gobiernan, los trabajadores están como el culo y nosotros protestamos por eso. Cuando los trabajadores no están tan como el culo, se les desacomoda su esquema. Entonces las perspectivas para ellos son aparentemente peores; es el famoso «cuanto peor, mejor», cuanto peor está la clase trabajadora, mejor porque va a ser más revolucionaria.

En el terreno de lo empírico difícilmente se cumpla «cuanto peor, mejor», ¿no?

Te diría que más bien es al revés: cuanto peor está la clase obrera, más se resigna, porque la desocupación empieza a desarmarte las luchas, a desarticular, a dar miedo, como se vio en el menemismo. La gente estalló a fin del 2001 cuando ya no daba más, cuando ya no comía, en el punto más extremo. Pero la izquierda ni siquiera reaccionó. No fueron actores principales de esos hechos. Horacio González, cuando se despidió de la Biblioteca Nacional, dijo que tenemos que estar en los milenios y en el instante. Me pareció increíble que un sociólogo diga eso. Yo lo comparto; hay cosas que vienen del fondo de la cultura humana que son más que milenarias, pero también está el instante en la lucha política, el ahora… Yo siempre me quedé con la impresión de que el día que perdimos la Guerra de Malvinas perdimos una oportunidad. Esa tarde, que fue el 14 de junio, tendríamos que haber derribado a (Leopoldo) Galtieri con la lucha en las calles. Toda la pos dictadura hubiera sido distinta. Era una tarde, era esa tarde. Yo sentí eso y salí. Llamé a un amigo y fuimos los dos, nos unimos a un grupo de gente, hicimos barricadas. La policía nos tiraba balas de goma y nos tirábamos al piso… No llegué a Plaza de Mayo porque la represión se había disparado. Yo sentía que ese día era esencial y que había que lograr que la dictadura se quebrara con la derrota de la Guerra de Malvinas. No sé… probablemente estuviera equivocado, pero siento a veces que hay oportunidades históricas que se dan hoy; mañana, no.

¿En el 2001 sintió algo parecido?

Sí, sentí eso mismo. Cuando habló (Fernando) de la Rúa y estableció el Estado de sitio, yo salí inmediatamente a cacerolear en el balcón y después me uní a la marcha espontánea, y se derribó un gobierno infame. Yo soy contrario a esas lecturas conspirativas de que estaba detrás (Eduardo) Duhalde. Hay fenómenos de la vida colectiva que no los maneja nadie, que son impredecibles, no los podés controlar. Como el 17 de octubre. (Eric) Hobsbawm cuenta la noche del 13 de julio de 1789 en París, y dice que la noche del 13 al 14 nadie duerme. A la madrugada se escuchó un grito:«¡a la Bastilla, a la Bastilla!». ¿Quién lo dijo? Alguien del pueblo. No hubo un plan de tomar la Bastilla; surgió de la gente que salió. Y ocurrió lo que ocurrió…

El encono de Piquito contra el racionalismo alcanza su máxima expresión cuando se la agarra contra Aristóteles. «¡Ya eras un clasemedia, Aristóteles! Y por esto sos el padre de la mezquindad, ¡sos el padre de los canallitas mezquinos y si la vida hubiera aplicado tus criterios, no habría mosca sobre la Tierra!». ¿Por qué tanta saña?

Piquito se enfrenta a la racionalidad occidental y establece un arco que va de Aristóteles a Marx. Y lo toma a Aristóteles como padre de la racionalidad occidental y empieza a decir que ahí está la mezquindad. Aristóteles es el gran cientificista, el gran ordenador, el clasificador. Fijate que Marx lo toma mucho a Aristóteles, lo cita mucho; hay una clara línea de continuidad.

Cuanto más delira, cuanto más se vuelca hacia el mesianismo, Piquito hace afirmaciones como: «el permanente error del humano, llevado de las narices por la épica, es lo que lo ha llevado al punto en el que se encuentra. Podría decirse entonces que el humano es el animal que se equivoca». ¿De dónde viene esta definición del humano como animal que se equivoca?

Eso es Piquito… yo por eso me enamoré de la figura de Piquito como personaje. Yo como autor en esa voz puedo expresar cosas que jamás podría en tercera persona. Piquito saca de mí cosas que no podría sacar si no fuera a través de ese personaje. Ese personaje construye algo en mí y permite que salgan esas cuestiones, que sólo son posibles en la voz del personaje. Escribiendo Piquito emerge eso. En realidad, en esa frase Piquito está refutando a Aristóteles, que dice que el hombre es el animal racional. Es lo que me atrae de escribir en esa voz. Hay una felicidad cuando escribo en esa voz. Ya me pasó con Piquito de oro, con Piquito a secas. En esta novela en que él hace una transición hacia algo muy dislocado respecto de lo real me costaba después salir al mundo. Hay un desacomodamiento mío con respecto al mundo muy fuerte que sentía cuando me levantaba de escribir algunas partes, algo así como que me estaba volviendo loco.

¿Se fue Piquitizando?

Si, totalmente. Yo me fui construyendo en función de la literatura en muchos aspectos. Creo que hasta en el habla. Yo no escribía como hablaba, sino que ahora estoy hablando como escribía. O sea que la literatura me fue construyendo a mí también. La literatura es una terapia feroz (risas).

¿Por qué cree que Piquito tiene cierto atractivo sobre los jóvenes, como Bruna?

Ese descolocamiento de Piquito respecto de lo real cuaja con el adolescente que en parte no está envilecido y no desaprendió totalmente. Yo no estoy nada convencido de que en la vida aprendés y sos más sabio. Creo que aprendés y desaprendés todo el tiempo. A veces veo que los pibes de 18 años saben cosas tanto o más que nosotros; tienen una especie de sabiduría que después se pierde con la mezquindad del adulto en la sociedad actual, que lo lleva a desaprender un montón de cosas que a los 15 años sabía. Yo no releo nada mío, pero me encontré con unas poesías que escribí de adolescente. Obviamente hay inmadurez, pero a su vez había algo que tal vez se perdió. No menosprecio para nada la juventud.

¿Hay un elogio a la inmadurez en Piquito?

Sí. Gombrowicz lo hizo también como un estado de naturaleza. No me acuerdo si es en esta novela que Piquito plantea que a los 4 años ya sabés lo más importante sobre la vida: que hay clases sociales, que el sexo es lo fundamental, que unos pocos ejercen el poder. Ya tenés trazado todo el derrotero de tu vida (risas).


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