Rancho Las Voces: Textos / Carlos Fuentes: Segundo capítulo de la novela «Aquiles o El guerrillero y el asesino»
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

miércoles, julio 20, 2016

Textos / Carlos Fuentes: Segundo capítulo de la novela «Aquiles o El guerrillero y el asesino»

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Carlos Pizarro en medio de su campaña presidencial. Cúcuta, abril de 1990.
20 de julio. (Foto: Archivo Fundación Carlos Pizarro Lengómez)


C iudad Juárez, Chihuahua. 19 de julio de 2016. (RanchoNEWS).- El Tiempo de Colombia publica un fragmento del segundo capítulo de Aquiles o El guerrillero y el asesino, que a continuación reproducimos:

Entonces, me dijo en México mi amigo colombiano Jorge Gaitán Durán una de esas tardes de verano y lluvia, cuando el sol de la jornada parece huir para siempre del negro diluvio vespertino, nunca más el sol, nunca más.

Basta una tarde de verano en México para entender el terror del sacrificio humano, la necesidad de saber que el sol va a salir otra vez.

–Entonces, el interés de la oligarquía es que no haya Estado en Colombia, que haya violencia pagada por los pobres en el nombre de dos membretes que dejan de existir apenas se encuentran un conservador y un liberal en el Plaza Athénée de París. Que haya anarquía para que no haya Estado.

Le pregunté, hijo al cabo de Benito Juárez y Lázaro Cárdenas, si de veras no había Estado en Colombia.

–No hay nada en Colombia –me contestó con amargura–. No hay Estado, no hay nación, no hay memoria. Hay rencores vivos. Sólo hay amor y odio.

–Ya es bastante.

Acaso, entonces, no nos dábamos cuenta de que los poderes de la feudalidad agraria y de la partidocracia ilustrada serían sustituidos, como en un enorme espacio verde que no se reconoce como vacío, por la violencia.

Fui a despedirlo al aeropuerto y lo encontré acompañado de su amante, una espléndida brasileña, negra, alta, de carnes duras en las que nada sobraba. Me dije que esa mujer era pura costa visible, era el litoral de un continente, con mucha selva interior.

Tenía plata en los ojos y verlos juntos me dio una gran alegría. Jorge era un hombre pálido, barbado, que perdía la línea y el pelo. Su inteligencia recibía el regalo del placer. Salían juntos a París.

Un mes más tarde, en la Martinica, se estrelló el avión de Air France en que Gaitán Durán regresaba a Colombia; a la violencia. Estaba solo.

Su mujer lo esperaba en Río. Gaitán murió decapitado.

Alguien, con falsa compasión, me envió la foto. Yo, en cambio, recorté las terribles fotografías de la revista Mito, sobre todo la de una vagina femenina cerrada con candado: prevención, crueldad, sospecha... Ahora la cabeza de
Gaitán, cortada, estaba liberada de las preocupaciones y miserias de su cuerpo, de sus placeres también, aunque quizá nunca, jamás, de sus anhelos morales, espirituales, como se llamen...

Una cabeza cortada pensando en un país incendiado como en su propio cuerpo en llamas.

Lo recordé esa mañana del asesinato de Aquiles, preguntándome si tenía derecho, como mexicano, ligado de todas estas maneras indirectas, lejanas, o guarecidas, amistosamente próximas, a Colombia, a hablar de Colombia, cantar la cólera del Aquiles colombiano, pero también, sin duda, descubrir la pasión de Aquiles, sus amores, razones, dudas. Su itinerario. Más que su destino, me interesaba su itinerario. Más que su ideología, me interesaba su viaje. De la familia a la guerrilla y de la guerrilla a la política y de la política a la muerte. Mi viajero había muerto. Este Aquiles fue, también, Odiseo.

El recuerdo de Jorge Gaitán, la amistad con Álvaro Mutis, con Fernando Botero, con Gabriel García Márquez me dieron permiso de acercarme a Colombia como patria compartida tanto en la literatura como en la política y, sobre todo, en la emoción. Tenía derecho a imaginar. No buscaría un lenguaje registrable, coloquial, exacto, sino el lenguaje de una imaginación compartida, quizá, con otros latinoamericanos. Compartiría como mexicano mi patria latinoamericana con mis personajes colombianos.

No sería mi única licencia. Podrían llamarse en vida Bateman, Ospina, Fayad, Pizarro. Yo los llamaría Héctor, Diomedes, Cástor, Pelayo, como personajes que lo fueron de una Ilíada descalza: los compañeros de Aquiles. Los asimila la épica.

Los hermana el destino: la muerte. Uno tras otro, cayeron en combate.

Vieron morir a los otros, y también a los suyos.

Ahora dicen que duermen sobre las armas, velándolas, sin haber disparado un solo tiro en sus vidas. Pero todos vieron la muerte, todos vieron cómo se usaban las armas, para qué se emplearon. Se sentaron sobre las armas, como si el contacto con los cuerpos les diese a ellos la sabiduría de disparar derecho y a las armas, el calor, la familiaridad, del cuerpo no familiar, ajeno.

Eran cuatro hombres, cuatro cuerpos reunidos como otros tantos Quijotes sin cabreros en la misma velada interminable de las armas y las letras, nuestro repetido drama latinoamericano de no saber cuándo tomar la pluma, cuándo tomar las armas, para qué, para quién. Era una noche de armas y luna, estrellas y grillos. Todos aguzaron el oído, instintivamente. Todo era nuevo, todo era extraño.

No necesitaban hablar para admitir que ignoraban todo. Estaban en Santiago sin saber qué era Santiago, región, comarca, provincia, pueblo, naturaleza, gente, cometa. No tuvieron que hablar para decirse:

–No sabemos nada.

Pero Aquiles dijo que lo que menos entendía era de dónde venían los ruidos, qué significaban, quién los hacía. Los ruidos eran nuevos. En las ciudades nunca se escucharon. Les preguntó a los demás:

–¿Cuándo es ruido de animal, cuándo de hombre solo, cuándo de muchos hombres, y los hombres, cuándo están quietos, cuándo marchan?

Todo esto lo desesperaba, porque él había aprendido a oír bien, eso lo sabía, cómo escuchar y entender lo que oía.
Dice Aquiles que su casa familiar tenía una particularidad: todo lo que se decía en un cuarto se escuchaba en todos los demás. Eran cinco hermanos, cuatro hombres y una mujer, y cada uno, al llegar a la edad de razón, escuchó ésta de parte de los demás:

–Ten cuidado con lo que dices. Se oye en todas partes.

Casi siempre vivían solos con su madre y ella, como era maestra y liberal, no rezaba y de su recámara no llegaba ruido alguno. Era el aposento del silencio. Todos esperaban que el padre, militar de carrera, regresara un día y entonces llegaran voces, rumores, el ruido inconscientemente anhelado del amor, desde la recámara paterna.

A veces el padre regresaba, de una campaña en la sierra o la costa, de una agregaduría militar en el extranjero.

Entonces lo que escuchaban era la voz de la autoridad moral. Él era conservador, pero se negaba a expulsar a los oficiales liberales cuando se lo pedía un gobierno también conservador. Ponía de por medio su renuncia.

Cuántas veces no lo había hecho. Siempre le pedían que no se retractase, que sólo retirase la renuncia.

Se daban cuenta de que contar con un oficial recto, moralista, cubría muchos pecados de deshonestidad.

La madre, durante las prolongadas ausencias del padre, enseñaba en los barrios populares y también era activista cristiana. Asistía a las familias pobres pero nunca hablaba de sus experiencias.

Regresaba de las barriadas con una tristeza muda. Pero a sus hijos los educaba, era mejor que las escuelas, decía. Desde niños ella los educaba, les enseñaba a leer y a escribir. Tenía un tono dulce, extranjero, de otro país sudamericano, era distinta, sus ojos negros tenían el poder de estar allí y en otra parte, como si dialogaran dos miradas de la misma mujer, como si los ojos se amaran el uno al otro y por eso nunca se oyese la voz desde la recámara...

¿Bastaba un oficial decente para disculpar a todos los demás? Quizá. Él fue a la escuela de entrenamiento antiguerrillero de oficiales latinoamericanos en los Estados Unidos, pero se negó a recibir viáticos del gobierno de Washington.

Pensó que la instrucción podía ser útil. No estaba de más. Aunque no compartiera las razones de la instrucción, era la defensa de Colombia, del Hemisferio, de la Civilización Occidental, contra la bestia comunista.

–La bestia la tenemos acá adentro, desde hace quinientos años –decía el padre.

Siempre le contestaban lo mismo, asombrándose y asombrándolo: siempre habrá comunismo, el mundo sin comunismo es inconcebible.

–El mundo sin enemigo, querrá usted decir, almirante. Lo que usted no concibe es un mundo sin enemigos.

–Si eso le provoca, está bien. Siempre habrá guerrillas, traficantes, sicarios...

–Y siempre habrá pobreza, trabajo mal remunerado, mujeres que abortan a escondidas y se mueren...
Sabía que no los iba ni lo iban a convencer.

Se refugiaba en una lectura extraña pero profunda, la del padre Teilhard de Chardin, y entonces el silencio volvía a reinar en el cuartel o en la casa.

No los mandó a la escuela; no había dinero para los colegios ricos y a la madre le lastimaba.

En carta lamentaba que cinco niños decentes asistieran a la escuela popular. Bastante pobreza le tocaba a ella ver, enseñándoles a los pobres. ¿Para qué enseñarles a sus hijos en un aula sin luz lo que podía enseñarles en la casa donde todo se escuchaba, casa lección, casa escuela? ¿De qué les iba a hablar sino de la pobreza, la violencia del país, la muerte súbita de la gente, los entierros inesperados, las largas filas de mujeres enlutadas que eran como las venas negras de una piedad oscura, circulando por todo el país?

Pero ella hablaba con nostalgia, como si hubiese otro reino que había existido antes, otra vida mejor, sin muertes a todas horas...

–Eso no es así. Algún día puede ser, mamá, pero nunca fue –dijo Aquiles.

Ella no desaprobó la primera rebeldía del niño.

Los oía hablar encerrada en su recámara, recogiendo las voces y rumores de la casa sin secretos.

Oyó cómo cada uno le iba contando al siguiente quiénes eran ellos, cómo se llamaban, qué pensaban de la madre buena, bella, por momentos presente, educando, liberando, por momentos ausente, en otra parte, en un país de la imaginación o la memoria al que ella, tan cariñosa, tan educadora, no les dejaba sin embargo entrar... Empezaron a creer que de esa manera la madre los invitaba a imaginar sus propios países, sus comarcas inventadas o deseables como si supiera que cada niño tiene dos países: el de su vida diaria y el de su imaginación.

En la casa donde todo lo que se decía en un cuarto era escuchado en todos los demás, los hermanos decidieron dos cosas tempranamente. La primera, que todo sería de todos. El secreto no era posible. Más valía no guardarse nada, decírselo todo y dárselo todo. Todo para todos; mejor que los mosqueteros. La ropa heredada de hermano en hermano. La solidaridad cómica de andar pidiendo tallas medias para que todos usaran la ropa que siempre, de todos modos, les quedaba demasiado larga a unos, demasiado corta a otros.

Sólo la niña, la hermana, podría irse enredando en chales, cortinas, drapeados disímiles e inverosímiles, sacados de los armarios más olvidados, de los recovecos más secretos, como si las generaciones hubiesen ido dejando, en un juego secular de tesoros escondidos, estas tafetas, estos organdíes, estos tules, especialmente para la primera comunión, para la fiesta escolar, para el baile de quinceaños... ¿Ocurrieron, no sucedieron nunca estos festejos?

Ahora es imposible saberlo. Todo lo que pasó después fue demasiado fuerte, alejó para siempre la menuda historia familiar, lo difuminó, dejó sólo los islotes salientes, como en un archipiélago, como cimas del recuerdo que sobrevivieron a un vasto oleaje, a un derrumbe catastrófico como esos que consumen pueblos enteros de las montañas: un país de marejadas internas en las que el lodo lo sepulta todo y las niñas idénticas a la hermanita de la familia quedan atrapadas entre dos vigas que les dividen el cuerpo, las capturan entre la vida y la muerte, hasta que una sola gana...

Ella se movía sin cesar entre la imaginación y la realidad. Hablaba de lugares encantados, espacios de fábula. Repetía los cuentos de hadas más célebres, pero enseguida hablaba de llenar esas comarcas fantásticas de escuelas. ¿Cuántas escuelas habría en el reino de la Cenicienta y su príncipe, cuántos caminos harían falta en los bosques perdidos de la Caperucita Roja, quiénes eran capaces de decirle al emperador del cuento de Hans Christian Andersen: «¿Andas desnudo?»? Éste era el cuento más inquietante: en todos los demás, las apariencias eran siempre ciertas por más fantásticas que fuesen. La luz de Cenicienta brillaba a pesar del hollín, el lobo disfrazado de abuelita no lograba engañar a Caperucita, el príncipe encantado siempre revelaba la verdad. El narrador asumía la narración, se hacía responsable de ella, al que escuchaba le dejaba sólo el encanto de oír.

Únicamente la historia del emperador desvestido colocaba una pesada piedra entre las manos del destinatario del cuento. Cada uno se volvía como esos hombres y mujeres que no se atrevían a revelar su desnudez al emperador. ¿Qué habría pasado si lo hacen? ¿Lo castigan a él o se castigan a sí mismos? ¿Pagan la verdad con la gratitud del emperador o con la orden del poder imperial: mátenlos? ¿Era esta orden final el imaginario del imaginario poder?

Mátenlos. Que no haya nadie.

Me quedo solo, encuerado y contento.

Se reían juntos cuando el hermano mayor llegaba a esta conclusión.

¿Tuvimos infancia? Ellos dicen que sí, lo dicen todos a una, recuerdan bien las voces que se escuchaban de cuarto en cuarto, como una ronda maravillosa, interminable, un rosario alegre de canciones, bromas, mensajes, recitaciones, memorizaciones (fechas, batallas, presidentes: el Partido Liberal fue fundado en 1848 por Ezequiel Rojas y el Partido Conservador en 1849 por Mariano Ospina y José Eusebio Caro y el liberal Tomás Cipriano de Mosquera expropió en 1861 a la Iglesia y las disputas por compensaciones iniciaron años y más años de hostilidad partidista que aún no termina no termina no termina): jamás, fue el eco de la madre imitando las voces de los niños, los niños imitando la voz de la madre, como si la historia sólo pudieran contarla en secreto, enmascarada, sabiendo que todo se escuchaba de cuarto en cuarto, que hablar de la historia era hablar de la violencia, memorizarla como las tablas de multiplicar, cada muerto igual a una venganza.

Por cada venganza nacen dos más; cada dos muertos igual a cuatro, cuatro y cuatro ocho, ocho y dos son diez, diez y dos son doce y cuatro dieciséis: cantaban los hermanos, cantaba la hermanita, tengo una muñeca vestida de azul, con una aritmética de la historia que violaba la métrica de la rima, y por ser la única niña de la casa y tener su muñeca vestida de azul, acurrucada, besada, a veces escondida bajo la falda, preñada, amamantada con biberones de juguete, él pensó largo rato que las mujeres se preñan solas, que la madre puede gestar a sus hijos a base de pura voluntad, que el padre es innecesario. Sobra el padre ausente; la madre presente es real, es fuerte, es capaz de concebir por sí misma y gracias a todo esto puede ser infinitamente buena, inmensamente generosa, querer a todos los hijos por igual, darles a todos lo mismo, no separarlos nunca... La mamá tenía horror de la envidia, que mata al envidioso y engorda al envidiado.

Aquiles no sabía si pensaba o decía esto, si lo escuchaban sus compañeros en la noche de la fogata o si se hablaba a sí mismo, pero al recordar a su madre le invadía a la vez una serenidad perpleja y un dolor apaciguante, como si la vida fuese un largo itinerario de dolor en dolor y lo único importante fuese el analgésico, el respiro entre pesar y pesar y eso era la madre, el respiro feliz. El niño se hundía entonces en la tierra, trataba de hacerse una cuna, un vientre, una cueva dormido en la tierra de la montaña, haciendo un hoyo, perdido en la selva para siempre, confundiéndola con su recuerdo, su madre, sus hermanos, hasta ver a su compañero Pelayo, que también se hundía de noche en la tierra del campamento, pero con un efecto sorprendente que le faltaba a Aquiles.

Pelayo se movía tanto, o de tal manera, que amoldaba la tierra de su reposo, la ablandaba hasta convertirla en lodo, y Aquiles no sabía si era mejor dormir sobre una tierra dura y pura como la que le tocó a él, o sobre un fango húmedo, cascuerpo. ¿Por qué él dejaba intacta la piedra y su compañero Pelayo se transformaba en fango?

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