Miles Davis, durante un concierto en Sevilla en 1985.(Foto: Pablo Juliá)
C iudad Juárez, Chihuahua. 28 de julio de 2016. (RanchoNEWS).- Miles Davis murió furioso, enfrentado al mundo. Le habían ingresado en un hospital de Santa Mónica (California), donde los médicos diagnosticaron una neumonía bronquial. Quisieron intubarle; rabioso, se revolvió y en ese momento sufrió un infarto que le dejó en coma. El 28 de septiembre de 1991 desconectaron el respirador que le mantenía con vida. Diego A. Manrique escribe para El País.
Tenía 65 años y muchos planes: dejar las giras, profundizar en los nuevos modos de producción, tal vez concretar la cacareada colaboración con Prince, pintar más de aquellos cuadros en la onda Basquiat que amigos y coleccionistas le quitaban de las manos. Se había castigado mucho pero en el planeta jazz era inimaginable un futuro sin Miles, sin el gran agitador.
En bastantes ocasiones, el fallecimiento de una gran figura es la excusa para un derroche de pirotecnia mediática que desemboca en el silencio del cementerio. No ocurrió así con Miles Davis: su música sigue dialogando con el presente. Robert Glasper, responsable de la inteligente banda sonora de Miles Ahead, ha lanzado un disco audaz, Everything's beautiful, donde artistas como Laura Mvula, Erykah Badu o Stevie Wonder crean nuevas canciones a partir de fragmentos instrumentales de Davis. También el productor Bill Laswell remezcló grabaciones del Miles eléctrico en Panthalassa.
Don Cheadle, en un fotograma de Miles Ahead.
Simplificando: Miles Davis todavía encarna el jazz. De la misma manera que, en otros tiempos, esa representatividad recayó en Louis Armstrong, Duke Ellington o, brevemente, John Coltrane. Con casi medio siglo de grabaciones, Miles ocupa el lugar central en la saga del jazz. Eclipsó a sus competidores, que podían ser maestros del calibre de Dizzy Gillespie o admiradores tipo Chet Baker. Vale, lo repetiremos, si se empeñan: el Picasso del jazz.
Urge retener que estamos ante un buscador insaciable, cuyo temperamento artistíco se manifestó en una evolución permanente: bebop, cool jazz, jazz orquestal, jazz modal, jazz-funk-rock, hip-hop. A su lado se formaron centenares de músicos, hoy estrellas del jazz, que intentaban descifrar sus instrucciones crípticas y que descubrían que el método Davis para aprender a nadar consistía en lanzar al novato a la piscina de una sala llena o un estudio preparado para captar improvisaciones apenas o nada ensayadas. Debían desarrollar poderes de telepatía para anticipar los deseos del líder.
Un líder que iba por libre. En los tiempos del black power, ignoró a los militantes que le recriminaban que contratara a músicos blancos. Muy consciente de que el jazz era la gran aportación negra a la cultura estadounidense, creía no obstante que la combinación con instrumentistas de diferentes orígenes —también trabajó con brasileños, hindúes y europeos— provocaba fricción creativa.
Ajeno a desarrollos teóricos, funcionaba por instinto; él mismo se planteaba los retos. Así explicó a Keith Jarrett su alejamiento de los standards: «¿Sabes por qué ya no toco baladas? Porque me gusta mucho tocar baladas». También asumía que eso ya no vendía: con la expansión del rock y el soul, el público jazzístico se había encogido, al menos en Estados Unidos. El contrabajista inglés Dave Holland, al que Miles fichó en 1968, habla de desmoralizantes conciertos ante 30 o 40 personas.
Fue de los primeros jazzmen en entender que el estudio de grabación era el gran instrumento. El productor Teo Macero registraba todo lo que sonaba en las sesiones de Davis, incluyendo parlamentos; posteriormente, solo o en compañía de Miles, este Dr. Frankenstein moldeaba el repertorio que salía en los discos. Las cintas originales, perfectamente catalogadas y conservadas, son las que permiten el lanzamiento de deslumbrantes cajas como The complete Bitches Brew sessions o The complete Jack Johnson sessions. Regularmente llegan «novedades» de Miles, que a veces pueden desequilibrar cualquier presupuesto: The complete Miles Davis at Montreux te obliga a plantear si realmente necesitas 20 discos de directos con copiosas versiones de Tutu, Human nature, Jean Pierre o Time after time.
La respuesta es, obviamente, un «sí» con reservas. Emociona comprobar como van cambiando los temas según se renueva el personal o se responde a las circunstancias. Conmueve detectar como Miles va racionando sus energías: se protege tras la sordina, evita los agudos, raciona sus frases. Más allá de los tópicos sobre el lirismo y la melancolía de su música, advertimos el elemento trágico, el esfuerzo para mantener su propio personaje.
El Miles Davis de leyenda es una espléndida construcción personal. Huía de sus orígenes burgueses, como hijo de un próspero dentista. Era un hombre educado que se expresaba en la jerga del gueto, adicto a los Ferrari y las pistolas. Su pose de hipster máximo le obligaba a disimular: ni siquiera en su descarnada autobiografía menciona su bisexualidad. En su epopeya, era el luchador solitario, dispuesto a derrotar a sus demonios: escapó de la heroína (principio de los cincuenta) y la cocaína (finales de los setenta, la etapa retratada en Miles Ahead). Un boxeador mañoso que solo perdió por KO técnico.
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